República Argentina: 8:18:20am

Por Ceferino Reato*

Silvia Ibarzábal celebraba sus dieciocho años con unos pocos familiares y amigos cuando unos ciento cuarenta miembros del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) atacaron la guarnición militar de Azul, en el interior bonaerense, en busca de armas para alimentar el foco guerrillero que pensaban abrir en la provincia de Tucumán para establecer allí una “zona liberada” del Estado argentino.

 

Los guerrilleros entraron literalmente a sangre y fuego; tanto que mataron a uno de los soldados de guardia, Daniel González. Cuando escuchó los disparos, el teniente coronel Jorge Ibarzábal salió de la casa a enfrentar a los atacantes, pero primero “fue al dormitorio a levantar a mi hermano, que era chiquito, tenía diez años, y estaba durmiendo. Lo puso en el piso para protegerlo y bajó rápido las persianas”, cuenta ahora Silvia Ibarzábal.

 

Era la noche del sábado 19 de enero de 1974 y su fiesta de cumpleaños se transformó en una pesadilla sangrienta que ella lleva con una paciencia admirable desde hace cincuenta años.

Presidía el país el general Juan Domingo Perón luego de ganar las elecciones de septiembre de 1973 con casi el 62 por ciento de los votos y en primera vuelta. Un veredicto casi plebiscitario, pero no para tantos jóvenes que seguían matando y muriendo en procura de una revolución socialista o comunista sobre la cual no daban mayores explicaciones, pero que se suponía sería algo parecido a la Cuba de Fidel Castro.

 

Y fue una pesadilla porque los guerrilleros, si bien no pudieron tomar la unidad, se retiraron llevando como cautivo al papá de Silvia Ibarzábal, que tenía cuarenta y seis años. Además, mataron al coronel Camilo Gay y a su esposa, Hilda Casaux, frente a los ojos de la hija del matrimonio, Patricia, que terminaría suicidándose luego de varios intentos.

 

El teniente coronel Ibarzábal estuvo secuestrado durante diez meses en condiciones infrahumanas, dentro de cajones de madera y de metal, maniatado y vendado la mayor parte del tiempo. Tanto fue así que, cuando fue asesinado y entregado a sus familiares, pesaba treinta y cinco kilos.

El militar fue muerto cuando era trasladado dentro de un cubículo metálico camuflado en una camioneta del tipo Rastrojero; la caravana de vehículos del ERP se tiroteó con una patrulla de la policía bonaerense y uno de los guerrilleros abrió la caja y lo mató de tres disparos a pesar de que la víctima estaba atada, vendada y amordazada.

Silvia Ibarzábal es hoy una de las principales defensoras de las víctimas de las guerrillas; por lo tanto, está fuera del relato sobre los setenta establecido por el kirchnerismo a partir de 2003. Eso significa que su padre y tantas víctimas como él, civiles y militares, han sido prácticamente borradas de la historia oficial.

 

En concreto, al padre de Ibarzábal se lo sigue recordando en el Ejército, pero no tanto porque, al menos hasta ahora, ese tipo de manifestaciones constituía un estorbo en la carrera militar.

 

El enojo de Perón

En los setenta, el ataque a Azul conmovió al país: era la primera vez que un grupo guerrillero operaba con tanta gente y a tanta distancia de una gran ciudad, y contra un gobierno democrático que recién había completado su tercer mes.

 

El presidente Perón se calzó su uniforme de teniente general y se presentó por radio y televisión a la 21.08 del domingo 20 de enero para pronunciar sus palabras más duras desde su retorno a la Argentina: prometió “aniquilar cuanto antes este terrorismo criminal” y embistió contra el gobernador Oscar Bidegain, al que acusó de haber creado un ambiente favorable a ese tipo de acciones.



“Hechos de esta naturaleza —sostuvo— evidencian elocuentemente el grado de peligrosidad y audacia de los grupos terroristas que vienen operando en la provincia de Buenos Aires ante la evidente desaprensión de sus autoridades. Estamos en presencia de verdaderos enemigos de la Patria, organizados para luchar en fuerza contra el Estado, al que a la vez infiltran con aviesos fines insurreccionales”.

 

Bidegain era peronista, pero estaba aliado con el grupo guerrillero de ese origen, Montoneros, cuya cúpula estaba duramente enfrentada con Perón por el control del peronismo, el gobierno y el país. El ERP también era contrario al gobierno, pero desde una lógica más clasista y purista de izquierda; a esa altura, para Perón eran prácticamente lo mismo.

 

Bidegain no resistió la embestida y dos días después entregó su cabeza. Fue reemplazado por el vice, Victorio Calabró, de la Unión Obrera Metalúrgica, inaugurando un modelo de “limpieza” de los gobernadores afines a los montoneros que siguió rápidamente, aunque con matices, en Córdoba y Mendoza.

 

Perón volvió a la carga con su proyecto de ley para reformar el Código Penal y endurecer la represión a la guerrilla, que incluía cambios en la figura de la asociación ilícita y mayores penas contra la tenencia de armas de guerra. Pero la cúpula de Montoneros y sus diputados patalearon y el martes 22 de enero Perón les concedió una audiencia a esos legisladores en la residencia de Olivos para debatir sus objeciones.



Perón les tendió una trampita a la treintena de diputados díscolos: los esperó con cámaras de televisión que transmitieron el encuentro en vivo y en directo. Frente a las críticas, el presidente les contestó que las observaciones puntuales debían hacerlas en el bloque oficialista, donde los rebeldes estaban en minoría: “Para eso se hacen los bloques, para debatir y que sea la mayoría la que decida. Y si la mayoría dispone, hay que aceptar o irse. El que no está de acuerdo se va. Por perder un voto no nos vamos a poner tristes”.

 

Para él, un gobierno democrático tenía que “contar con una legislación fuerte para parar lo que se está produciendo, que es también fuerte, y a grandes males no hay sino grandes remedios. En este momento, con lo que acabamos de ver en que una banda de asaltantes invoca cuestiones ideológicas o políticas para cometer un crimen, ¿ahí nosotros vamos a pensar que eso lo justifica? ¡No! Un crimen es un crimen cualquiera sea el pensamiento o el sentimiento o la pasión que impulse al criminal”.



Perón señaló que había otro modo de enfrentar esa violencia, que era que el gobierno se pusiera al mismo nivel que la guerrilla y se saliera de la ley, con la creación un escuadrón de la muerte con el que “lo voy a buscar a usted y lo mato, que es lo que hacen ellos”. Pero, afirmó que él no quería eso porque llevaría al país a “la ley de la selva. Queremos seguir actuando dentro de la ley y para no salir de ella necesitamos que la ley sea tan fuerte como para impedir estos males. Necesitamos esa ley porque la República está indefensa frente a ellos”.

 

Dos días después, el jueves 24 de enero, renunciaron ocho de la treintena de diputados que habían ido a Olivos. Al día siguiente, el Congreso sancionó la reforma al Código Penal que exigía Perón, y luego el Consejo Superior Peronista expulsó a los ocho legisladores que habían dejado sus bancas.

 

 

 

(*) Periodista y escritor, su último libro es “Masacre en el comedor”.

Publicado en  www.perfil.com 

 

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