República Argentina: 8:32:27am

Por Juan Bautista Tata Yofre

En diciembre de 1970, Billy Bond quería hacer algo en sociedad con Pappo y Luis Alberto Spinetta. Para los historiadores, el 15 de diciembre de 1970, junto con David Lebon, Javier Martínez, Black Amaya, Nacho Smilari, los dos ya nombrados, y otros pocos entraron a los estudios Phonal de la avenida Santa Fe. Según me contó Bond, en esas horas nació el conocido tema “Salgan al Sol”.

 

La canción tenía dos connotaciones. Una implícita, otra subjetiva. Tiene la originalidad de gritarle a la gente que se terminó “el cuento” de una formalidad vacía de contenido, y llega cuando se daban dos acontecimientos que marcarán la década: el surgimiento abierto y definitivo entre nosotros de las organizaciones armadas con su enorme carga de crueldad y la percepción de los militares de que la Revolución Argentina (inaugurada por el general Juan Carlos Onganía) estaba terminada, “No habíamos sabido hacer nada nuevo y mejor”, confesó años más tarde Alejandro Agustín Lanusse cuando habló de la “desilusión” de las FFAA.

 

"Salgan al Sol” fue un símbolo de la época. Había terminado la edad de la inocencia. En Argentina no eran tiempos para el “Imagine” de John Lennon. La furia estaba “ad portas”. El 12 de marzo de 1971, tras el planificado “viborazo” en Córdoba, armado contra el interventor Camilo Uriburu, se derrumbó el gobierno de Roberto Marcelo Levingston y asumió la Presidencia de la Nación Alejandro Agustín Lanusse, el último caudillo militar del Siglo XX y las Fuerzas Armadas comenzaron a planear entonces una retirada decorosa del poder.

 

A lo largo y a lo ancho del territorio nacional se incrementaron los atentados terroristas y Lanusse recibió todo tipo de presiones para terminar con la violencia a cualquier precio. Unos clamaban por “escuadrones de la muerte”, como en Brasil. Otros más sensatos, más sólidos moral e intelectualmente, se negaron a aplicar la ley del “todo vale” con tal de terminar con el flagelo subversivo. Jaime “Jacques” Luis Enrique Perriaux no fue el único en pronunciarse por la legalidad, y estaba en el lugar indicado para hacerse escuchar porque era el Ministro de Justicia de Lanusse. Otro que impidió cualquier desatino fue el general Alberto Samuel Cáceres Anasagasti, jefe de la Policía Federal.

 

El 28 de mayo de 1971, el gobierno de facto de Alejandro Agustín Lanusse promulgó la Ley 19.053, creando la Cámara Federal Penal de la Nación porque los juzgados federales estaban desbordados e impotentes para hacer frente a la violencia armada. Imaginada por Perriaux, dicha Cámara estaría compuesta por tres salas, integradas cada una con tres jueces probos de demostrada formación jurídica. Ninguno de los nueve jueces era un improvisado. Cargaban en sus espaldas largos años en el foro judicial. Los jueces fueron: Ernesto Ure, Juan Carlos Díaz Reynolds, Carlos Enrique Malbrán (Sala 1); César Black, Eduardo Munilla Lacasa y Jaime Lamont Smart (Sala 2); Tomás Barrera Aguirre (luego reemplazado por Esteban Vergara), Jorge Vicente Quiroga y Mario Fernández Badesich (Sala 3). A su vez cada juzgado tenía un Secretario y su respectivo Fiscal, además del necesario personal judicial.

 

Dos hechos promovieron la formación de la CAFEPE: el copamiento de la localidad de Garín por comandos de las FAR, el 30 de julio de 1970, y el asalto a un camión del Ejército en el que es ejecutado el teniente Mario César Azúa y herido el soldado Hugo Alberto Vacca, en abril de 1971.

 

La gestación del Alto Tribunal no estuvo desprovista de presiones castrenses y eso generó un retraso en el comienzo de sus tareas. Una de las tantas objeciones que ponían los sectores más duros del Ejército era sobre el destino que debía darse a los detenidos por las fuerzas militares y, en ese caso, quién debía sustanciar las investigaciones correspondientes, porque hasta ese momento los uniformados llevaban el peso de la contrainsurgencia. Los camaristas se negaron a jurar si no se modificaba -y además esa modificación debía ser pública antes del juramento- la ley 19.081 que regulaba la actuación de las Fuerzas Armadas en la lucha antiguerrillera. En definitiva, de lo que se trataba era de pelear a la violencia revolucionaria -”la guerra popular prolongada” como sostenían las organizaciones armadas- con la ley en la mano.

 

Una demostración de cómo se trataba a los detenidos fue cuando cayó el grupo más numeroso un día antes al asesinato del empresario Oberdam Sallustro. Se trató de un allanamiento en una casa operativa donde se detuvo a siete importantes miembros del ERP. El juez interviniente que a la sazón era el doctor Jaime Smart, le ordenó de inmediato a su secretario instructor que se constituyera en el lugar a fin de asegurar la seguridad de los detenidos. Cuenta el secretario que al llegar a la casa se encontró con que uno de los detenidos varones, qué la policía Federal había informado eran cuatro, no se encontraba en la casa aparentemente. No obstante ordenó una revisión integral de todas las dependencias y debajo de una pila de colchones encontró al cuarto detenido, esposado y amordazado.

El escándalo fue mayor ya que el Secretario lo llamó de inmediato al Juez el que indignado le exigió una explicación al Jefe policial a cargo. La razón: una comisión militar llegada desde Rosario quería llevarlo a esa provincia ya que se trataba de Osvaldo Sigfrido Debenedetti (a) El Tordo, uno de los máximos dirigentes del ERP. Smart le indicó al Secretario que dispusiera el inmediato traslado de los detenidos a la Alcaidía de la Cámara y que permaneciera con los mismos hasta el día siguiente en que se les tomaría declaración indagatoria.

Esa noche el Secretario y dos auxiliares debieron quedarse en vela cuidando a los detenidos, especialmente a él “Tordo”, el que a raíz de ese trato tuvo una “devolución de favores”: una vez liberado llamó a la casa del Secretario siendo atendido por la madre de este a la que , identificándose, le dijo que todos los jueces y secretarios de la Cámara habían sido condenados a muerte y que como le debía a su hijo " un favor” , se lo devolvía con ese aviso para que " tome sus recaudos”.

El 6 de julio de 1971, por el decreto 2.100, artículo 2º, se señaló que: “Si como consecuencia de las operaciones militares efectuadas por aplicación de la ley número 19.081, se produjere la detención de personas, tal circunstancia se comunicará por la vía más rápida a la Cámara Federal Penal de la Nación. Sin perjuicio de ello, y dentro de las 24 horas, se pondrán los detenidos, los elementos probatorios obtenidos y las actuaciones que hayan labrado a disposición del mencionado tribunal”. De esa manera los camaristas trazaron una raya entre las jurisdicciones de los jueces y los miembros de las FFAA. Cumplida esta exigencia que hacía recaer en el alto tribunal civil la potestad absoluta de la administración de la justicia –y sus procedimientos– el miércoles 7 de julio, en la Sala de Audiencias de la Corte Suprema de la Nación, prestaron juramento los nueve camaristas y los tres fiscales que la integraron.

El primer Acuerdo del tribunal fue la designación del presidente de la Cámara, que recayó en el doctor César Black. El mismo día se dictó el Acuerdo Nº 2 nombrando a los funcionarios judiciales más relevantes. Primero a los secretarios de Sala. Luego los secretarios Instructores y por último se designó al Prosecretario General del Tribunal, Carlos Alberto Bianco (más tarde secuestrado por la guerrilla).

Los delitos sobre los que entendió la CAFEPE fueron enumerados taxativamente en la ley que la creó y tal como dice el mensaje del Ministro Jaime Perriaux son los “de índole federal que se cometan en el territorio nacional y lesionen o tiendan a vulnerar básicos principios de nuestra organización constitucional o la seguridad de las instituciones del Estado” y son aquellos delitos que “en la mayoría de los casos tienen por objeto lograr una ruptura violenta del sistema institucional argentino y que afectan en forma directa los más altos intereses nacionales”.

En mayo de 1973, la dirigencia argentina acompañó alegremente la disolución del Alto Tribunal en medio del espanto de los 49 días del gobierno de Héctor J. Cámpora. Poco después, cuando quiso volver a un mecanismo similar de administración de justicia ya era tarde. Las fuerzas de uno y otro lado se hallaban en el campo de combate. Había llegado la hora de “exterminar uno a uno” a los terroristas, como dijo Juan Domingo Perón en 1974.

Y la degradación final llegó cuando la justicia se decidió en un “centro de detención” castrense o en una “cárcel del pueblo” guerrillera.

Cada imputado contó con todas las garantías procesales del caso. Así pueden atestiguarlo sus abogados defensores y los documentos que lo demuestran con absoluta precisión. Sin embargo, para denostarla, a la Cámara la denominaron el “camarón” o la “cámara del terror”. Deben recordarse entonces las directivas del presidente Lanusse a los altos mandos del Ejército: “En la lucha contra el enemigo subversivo debe evitarse la fácil tentación de emplear los mismos métodos que los terroristas, ya que ello deterioraría gravemente la eticidad de nuestra posición y destruiría el fundamento de nuestra lucha”. Es decir, no fueron “jueces sin rostro”, encapuchados, los que dictaron las sentencias, como sucedió en el Perú de Alberto Fujimori cuando se juzgaron a los miembros de la organización Sendero Luminoso en la década del noventa. Tampoco se alzaron tribunales militares como en el Uruguay de comienzos de los setenta.

El 25 de mayo de 1973 el peronismo “militante” triunfante en el poder, junto con otras organizaciones armadas, contando con la desaprensión, la indiferencia, la complicidad o el temor de la sociedad política, asaltó las cárceles liberando a los presos guerrilleros. Al día siguiente, inmerso en un clima entre festivo y esperanzado, el Parlamento otorgó una amplia y generosa amnistía y disolvió la Cámara Federal Penal.

Según me dijo en 1983 Esteban Righi, el Ministro del Interior de ese momento, la ley de amnistía “no fue conversada con los militares, pero sí fue tratada con las otras fuerzas políticas”. El coronel Carlos Alberto Corral, jefe de la Casa Militar del presidente Juan Domingo Perón, reveló años más tarde que Perón le había manifestado su descontento con la amnistía dictada en mayo de 1973, haciéndole una “referencia sobre si sabía lo difícil que era buscar un pajarito día por día para ponerlos en una jaulita, lo que costó mucho, hasta que un día le abren la jaula, los pajaritos se vuelan y luego le piden: ‘Tráeme los pajaritos nuevamente’”.

Los guerrilleros liberados volvieron inmediatamente a sus organizaciones esa misma noche. No perdieron tiempo.

“He visto salir a los presos de las cárceles. Nadie estaba dispuesto a perdonar nada. Los que eran liberados se abrazaban en un reencuentro de lucha”, afirmó Héctor Sandler, el entonces diputado nacional de la Alianza Popular Revolucionaria. En otras palabras, se largaban a las calles para volver a matar.

Frente a la impotencia del Estado para combatir el desborde terrorista, un tiempo más tarde el gobierno de María Estela Martínez de Perón intentó recrear un mecanismo similar al de la Cámara Federal Penal. Era tarde. Nadie quería aceptar, porque sus anteriores jueces y funcionarios habían sido sometidos a una severa persecución.

Algunos fueron asesinados (juez Jorge Vicente Quiroga), otros sufrieron atentados personales (Munilla Lacasa y Malbrán). Otros como Jaime Smart y Ure tuvieron que exiliarse. Muchos más fueron degradados en la carrera judicial.

La consecuencia fue que frente a los hechos terroristas comenzó a imperar la respuesta de “la ley de la calle” y llegaron “las patotas”, hasta que se ordenó a las Fuerzas Armadas “aniquilar” a la subversión.

Desde las “Directivas a los dirigentes para terminar con el proceso de ‘entrismo’ izquierdista en el Justicialismo” (autorizadas por Perón tras el asesinato del sindicalista José Ignacio Rucci), a las Tres A restaba sólo ponerlas en marcha.

La sociedad argentina se había quedado sin Justicia y sin Ley. Antes del 24 de Marzo de 1976

 

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