República Argentina: 1:07:34pm

El Presidente fue incluso más allá en sus declaraciones. Así como sostuvo que él no es quién para perdonar a nadie, les brindó a los legisladores un argumento para que consideren seriamente la posibilidad de una amnistía, al juzgar que "en estos últimos cuatro años hubo muchos procesos judiciales que han sido desarrollados de modo muy irregular" y que "están colmados de nulidades".

Sus dichos no pueden descontextualizarse de una de las más lamentables frases pronunciadas por el Presidente en los últimos días: "En la Justicia debemos meter mano". Tampoco, del estado de ebullición deliberativa que rodea a dirigentes y asesores legales del kirchnerismo acerca de cuál podría ser la mejor estrategia para garantizarles impunidad a los procesados o condenados por delitos contra el Estado.

Abundan proyectos tendientes a domesticar a los jueces, más allá de la reforma judicial que tiene media sanción del Senado. No se descarta la posibilidad de impulsar una ley para descuartizar a la Corte Suprema en salas o aumentar una vez más su número de miembros con el fin de incorporar jueces más amigables con el oficialismo. Y ni siquiera se desecha la alternativa de quitarle al máximo tribunal el control de constitucionalidad o de constituir una suerte de tribunal superior paralelo a la Corte que analice "arbitrariedades", como lo insinuó el propio jefe del Estado. El problema de tales iniciativas es que, al margen de que algunas, como la última, exigirían una reforma de la Constitución nacional, no podrían arrojar resultados concretos con la velocidad con que desearían Cristina Kirchner y el resto de los exfuncionarios apremiados por los tribunales.

De ahí que el propio Alberto Fernández haya sugerido el sendero de la ley de amnistía como el más seguro para las necesidades del cristinismo. Claro que tampoco sería rápido: es probable que Cristina pueda tener en el Senado los votos suficientes para avanzar por ese camino, pero no los tiene en la Cámara baja. Debería esperar, entonces, hasta las próximas elecciones legislativas y lograr que la coalición gobernante alcance la mayoría propia de diputados. Y, además, hacerlo con sigilo, por cuanto se trata de una estrategia inconfesable por piantavotos en el marco de una campaña electoral.

Mientras el indulto es un perdón presidencial que exigiría una condena previa y que no borra el delito, la amnistía se refiere al olvido del delito y, etimológicamente, significa amnesia o pérdida de memoria.

Las amnistías hacen a la tradición del peronismo. Se puede recordar la del 22 de mayo de 1958, cuando por impulso del gobierno de Arturo Frondizi, en virtud de un pacto con Juan Domingo Perón, el Congreso sancionó una ley que benefició a políticos y sindicalistas peronistas detenidos tras la revolución de 1955. El texto de esa amnistía comprendía "los actos y hechos realizados con propósitos políticos o gremiales", o aquellos "en los que se determine que bajo la forma de un proceso por delito común se encubrió una intención persecutoria de índole política o gremial". La norma provocó malestar entre los militares, la Iglesia y otros grupos opositores en contra del gobierno frondizista, dado que esa posición conciliadora despertaba sospechas sobre el rumbo del gobierno, que cayó en 1962 tras numerosos planteos militares.

El 25 de mayo de 1973, el mismo día en que asumió la presidencia de la Nación Héctor Cámpora, que había prometido "ni un solo día de gobierno popular con presos políticos", se produjo la liberación de detenidos tras el llamado "Devotazo". No hubo que esperar a que el Congreso sancionara la ley de amnistía para que, frente a la presión de militantes en los alrededores de la cárcel de Devoto y ante la resistencia del flamante ministro del Interior, Esteban Righi, a reprimir a los revoltosos que habían tomado las instalaciones del penal, se ordenara la liberación de todos los dirigentes y militantes de Montoneros, del ERP y de otros grupos guerrilleros, como las Fuerzas Armadas Revolucionarias y las Fuerzas Armadas Peronistas. Junto a ellos, no pocos delincuentes comunes aprovecharon para fugarse.

La historia del peronismo y las amnistías no terminó allí. La llamada ley de pacificación nacional del presidente de facto Reynaldo Bignone, impuesta el 22 de septiembre de 1983, más conocida como "ley de autoamnistía", no solo declaró extinguidas las acciones penales emergentes de delitos cometidos por los militares y los funcionarios de la dictadura, sino que también favoreció a quienes pudieron cometer delitos en la lucha antiterrorista desde el 25 de mayo de 1973. Aquella "autoamnistía", contra la que el candidato presidencial justicialista, Ítalo Luder, jamás se pronunció, había favorecido a funcionarios del gobierno peronista. A poco de asumir Raúl Alfonsín, esa norma fue derogada por "inconstitucional" e "insanablemente nula".

Como cuando en 1973 la militancia de la izquierda peronista entonaba el clásico "Reviente quien reviente, libertad a los combatientes", hoy algunos dirigentes del kirchnerismo intentan equiparar a aquellos "presos políticos" -aunque muchos de ellos eran auténticos asesinos- con los actuales procesados por corrupción. El relato se recicla.

¿Podría llevar el oficialismo a la práctica un plan de impunidad teñido de una impronta de pacificación nacional sin un amplio acuerdo político con la oposición? No sin profundizar las grietas. Aunque en Juntos por el Cambio nadie avala públicamente otro camino que no sea el de la Justicia, no faltan en el oficialismo quienes señalan que una solución a los problemas judiciales del kirchnerismo también podría incluir a los funcionarios del gobierno macrista denunciados por presuntos delitos contra la administración pública. Y advierten que el propio Mauricio Macri afronta unas 180 demandas judiciales, aunque solo unas pocas son consideradas relevantes entre sus allegados.

Los inconvenientes para el plan de impunidad no terminan ahí. Expertos en derecho como el constitucionalista Daniel Sabsay señalan que, tanto por jurisprudencia de la Cámara de Casación Penal como de la Cámara Federal de La Plata, los delitos de corrupción son considerados imprescriptibles, inamnistiables e inindultables, al tiempo que el artículo 36 de la Constitución "los asimila a traición a la patria y a los delitos contra el sistema democrático".

Por eso el laberinto judicial del oficialismo reconoce un objetivo, pero no un plan certero. El desconcierto propio asoma al igual que en materia sanitaria frente al coronavirus, donde la principal respuesta parece seguir pasando, una vez más, por la restricción de las libertades individuales.

 

Por: Fernando Laborda

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