República Argentina: 9:45:41pm

El Gasoducto Néstor Kirchner, la empresa Aerolíneas Argentinas y las inversiones de YPF en Vaca Muerta han sido utilizados por el Gobierno para hacer publicidad previa a las elecciones. El mensaje en común es la soberanía, como máximo atributo de la nacionalidad. Y, en la Argentina, soberanía es sinónimo de Patagonia.

Sin la Patagonia no habría petróleo ni gas nacional. Ni Gasoduto Néstor Kirchner ni YPF ni Vaca Muerta. Ni podría justificarse la existencia de la empresa aérea sin destinos australes ni la flota de mar sin Puerto Belgrano. Los argentinos no usarían la palabra soberanía si no fuera por esa enorme extensión territorial que permite reclamar las Islas Malvinas, la Antártida, la plataforma continental, la isla de Tierra del Fuego y los glaciares al este de las más altas cumbres andinas. Y enorgullecerse del Invap, del Instituto Balseiro, de la fabricación de aluminio y de las grandes represas hidroeléctricas en Neuquén, Mendoza, La Pampa, Río Negro, Santa Cruz y Chubut.

Sin la Patagonia, no habría Cerro Catedral ni El Calafate ni Glaciar Perito Moreno ni Bosque de arrayanes ni Ruta 40 ni Cueva de las manos pintadas.

Ahora la Municipalidad de la ciudad de Bariloche, a instancias de su intendente Gustavo Gennuso y con el aval de la Comisión Nacional de Monumentos, de Lugares y Bienes Históricos, se propone trasladar la estatua ecuestre del General Julio A. Roca del Centro Cívico de la ciudad para “el reconocimiento e integración social de las identidades y diversidades culturales que conforman la ciudad” y llevarla a otro emplazamiento, menos “conflictivo”. Todo un palabrerío hueco para ocultar el contenido ideológico de esa expulsión, conforme al mandato kirchnerista. Por el momento, esa burda arremetida fue frenada por el juez Federico Corsiglia, de la Cámara de Apelaciones de Río Negro, quien hizo lugar a un amparo presentado por el abogado Pablo González.

Sacar al general Roca del Centro Cívico y ubicarlo al lado de la estatua del Juan Manuel de Rosas es desconocer que este realizó la primera Campaña al Desierto en interés privado para proteger sus estancias (1833), mientras que la campaña del joven tucumano, de 1879, fue realizada en interés de la Nación, con la bandera argentina, para detener los malones y extender la soberanía más allá del Río Negro. El cacique Calfulcurá había llegado de Chile en 1834 y se asentó en las Salinas Grandes luego de masacrar a sus congéneres boroanos en Masallé. Rosas pactó con él una “paz privada”, sostenida con yeguas, ponchos y ginebra, consolidando así el enorme poder del cacique durante 40 años. Rosas significó saladeros; Roca, soberanía.

La Argentina sin Roca sería una pequeña nación

Hasta la llegada de Pedro de Mendoza no había mapuches en suelo argentino. Comenzaron a llegar desde Chile seducidos por el ganado cimarrón derivado de los caballos y vacunos traídos por los españoles. Cuando este se acabó, continuaron “cebados”, robando hacienda de poblados y estancias en malones que llevaban cautivos a mujeres y niños para servir en sus tolderías, como lo relata Santiago Avendaño. La saga de los falsos mapuches actuales es parecida, pues ocupan tierras por la fuerza mientras aprovechan la protección social e infraestructura que provee la sociedad que cuestionan, además del Estado de Derecho que invocan en su favor.

Si en lugar de la ley 947, de 1878, que ordenó llevar la frontera hasta los ríos Negro, Neuquén y Agrio, se hubiese dictado una norma que fijase el límite de la Nación en el río Salado para “respetar a los pueblos originarios” –que no eran tales, sino chilenos– de nuestra soberanía hubiese quedado bastante poco. Una pequeña Argentina sin Roca.

El análisis contrafáctico no es muy científico, pero cabe preguntarse: ¿cómo sería el país que imaginan quienes condenan la llamada Conquista del Desierto? ¿Nunca se debió avanzar más allá del río Salado, respetando la línea que el virrey Loreto pactó con los pampas? ¿O quizá ni Juan de Garay ni Pedro de Mendoza hubiesen debido llegar al Río de la Plata? ¿A qué nación del mundo pertenecerían hoy nuestros territorios patagónicos, sus bellezas naturales, sus yacimientos de hidrocarburos, sus recursos pesqueros, su proyección antártica?

La Argentina sin Roca sería una pequeña nación sin Malvinas ni presencia antártica ni los recursos naturales que evocan la palabra soberanía. Y quizá fuere aún más pequeña si los malones hubiesen llegado hasta los suburbios de Mendoza, San Luis, Río Cuarto y Buenos Aires, al advertir la debilidad culposa de sus gobernantes por la intrusión colonizadora. Seríamos vecinos de un extenso imperio austral, quizás indígena, seguramente chileno, quizás británico o tal vez gobernado por descendientes de Antoine de Tounens, el rey francés que pretendía la Araucanía y la Patagonia.

Aunque probablemente ondearía allí la bandera roja de la República Popular China, que hubiera barrido a los sucesores de Calfulcurá para extender su dominio global con puertos, represas, minería, pozos de hidrocarburos y bases espaciales, sin pruritos para someter minorías étnicas como lo demuestra Pekín en su propio territorio. Pero ni chinos ni chilenos ni británicos ni los mismos mapuches entenderían la estrategia geopolítica de su vecino meridional, la pusilánime Argentina sin Roca.

El populismo kirchnerista ha utilizado todos los medios, incluyendo tergiversar la historia, para dividir a los argentinos e imponer un falso relato con el solo objetivo de “ir por todo”, acumular poder y asegurar la impunidad de la vicepresidenta Cristina Kirchner, imponiendo una autocracia de corte chavista para dominar a la Justicia y convalidar los delitos perpetrados desde 2003 en perjuicio del Estado nacional.

La batalla librada contra los valores del esfuerzo y el mérito personal, propios de la democracia liberal, encontró un sustento ideológico en la “cultura de la cancelación” originada en las universidades norteamericanas e inspirada en la izquierda posmoderna francesa (Paris, 1968). Luego del fracaso del estalinismo, su objetivo fue erosionar los valores occidentales denunciando el “eurocentrismo” de nuestras instituciones, “creadas por el hombre blanco, racista y homofóbico” para someter las diversas minorías que pueblan la tierra. En América Latina ese giro sirvió para aggiornar el antiguo indigenismo marxista de José Carlos Mariátegui (1894-1930) y su versión socialista del siglo XXI.

En esa batalla ideológica, Roca simboliza el éxito arrollador de la civilización, la modernidad y el progreso frente al atraso de las sociedades cerradas y primitivas. Por ello, ha sido marcado como el principal enemigo a descalificar del panteón de próceres nacionales. Sus críticos saben perfectamente de sus realizaciones y sus valías. Y de nada sirve refrescárselas, pues esos logros, justamente, son lo que aborrecen.

De nada vale repetirles que el vencedor de Santa Rosa fue quien impulsó la Argentina moderna, dándole su territorio actual y desplegando las bases de su infraestructura material. Sus detractores se tapan los oídos para no escuchar que, durante sus dos presidencias, la Argentina inició una etapa de crecimiento sostenido solo comparable a los Estados Unidos, que ofreció trabajo a locales e inmigrantes. Entre 1880 y 1915, se expandió la red ferroviaria por todo el país, pasando de 2234 a 35.000 kilómetros, la más importante de Sudamérica y la octava del mundo.

Para ellos, es inútil remachar que, de ser la Argentina un país casi analfabeto, en 1886 funcionaban 1741 escuelas públicas y 611 colegios privados, con 168.378 alumnos, de los cuales 133.640 concurrían a aquellas. Y los docentes, que eran solo 1915, pasaron a ser 5348. Una epopeya de alfabetización sin parangón mundial que es ocultada por quienes prefieren un conurbano sumiso, sin agua potable ni cloacas.

¿Cómo sería la Argentina sin Roca, desde el punto de vista cultural? ¿Cómo hubiera sido sin esos graduados del Colegio de Concepción del Uruguay, como el propio Roca, Onésimo Leguizamón, Olegario V. Andrade, Victorino de la Plaza y Eduardo Wilde? ¿Cómo se hubiera logrado esa revolución educativa, base de la clase media argentina y vergel de filósofos y poetas, científicos y pensadores, que ahora damos por sentada como si hubiera sido por evolución natural? ¿Habrían surgido juristas garantistas, políticos progresistas, minorías disidentes y activistas de derechos humanos, sin la base de formación liberal que caracterizó aquel período luminoso?

Cuando murió el cacique Painé (1844), 32 mujeres de la tribu fueron lapidadas para acompañarlo en su tránsito hacia el más allá. Esos rituales son comprensibles en el contexto de su tiempo, al igual que los sacrificios aztecas o los niños ofrendados por los incas en el volcán Llullaillaco. Pero a Roca no se le perdona la Campaña del Desierto por haber convertido en sirvientes a los indígenas capturados. Es ignorar la animosidad de la sociedad de antaño, conmovida por la pérdida de madres, esposas e hijos llevados como cautivos en los feroces malones que ocurrieron desde la época colonial hasta la batalla de San Carlos (1872).

El 25 de mayo de 1879, cuando se celebraba la misa de campaña en Choele Choel, frente al río Negro, el joven general Julio A. Roca, de 37 años, no hubiese podido imaginar que ese emocionante Tedeum, muchos años después iba a ser interpretado como la culminación de una campaña genocida para exterminar a los pueblos originarios de la Patagonia. Y mucho menos, que el objetivo subalterno de la descalificación de sus logros fuera encubrir los delitos del matrimonio patagónico que hizo una gran fortuna donde él hizo una gran Nación.

Publicado en La Nación


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