Trampas con el negacionismo
La diputada y candidata a vicepresidente Victoria Villarruel encabezó en la Legislatura porteña un acto de homenaje a las víctimas del terrorismo de izquierda.
Espoleados por la candidatura a vicepresidente de Victoria Villarruel, diferentes grupos políticos y culturales renovaron su ofensiva para imponer en el debate público argentino el término “negacionista”, como paso inicial antes de convertirlo en un delito de opinión que debería ser penado por la Justicia.
Al centrarse en Villarruel esta campaña de acción psicológica puso de manifiesto los verdaderos objetivos que persigue. Porque si de algo se cuidó la compañera de fórmula de Javier Milei en las casi dos décadas que lleva como activista en defensa de las víctimas del terrorismo de los años ‘70, fue de ensayar la apología del régimen militar y la represión posterior a 1976.
Esta omisión incluso le ha sido reprochada por varios de sus antiguos aliados, quienes de manera explícita le reclamaron -sin éxito- que hiciera propia la causa de los cientos de militares ancianos juzgados y condenados por delitos de lesa humanidad en procesos muchas veces plagados de irregularidades, manipulaciones y manifiesta hostilidad.
Pero a pesar de sus prevenciones y silencios, Villarruel ya ha sido tachada de “negacionista”, y, conociendo cómo funcionan esta clase de campañas, podemos asegurar que hasta el fin de sus días la abogada y ahora política días deberá cargar con ese mote descalificador.
La razón de fondo es que el adjetivo “negacionista” funciona como un comodín retórico: aplicado a los críticos de vacunas experimentales o a quienes dudan del “cambio climático”, a “teóricos de la conspiración” o a simples escépticos frente a los poderosos, es un insulto flexible y adaptable, cuyo empleo no depende de hechos o afirmaciones concretas sino de las intenciones de quienes lo profieren.
En el caso de la “memoria” de los años ‘70, la campaña “antinegacionista” no se agota en la figura de Villarruel ni en su tenaz activismo hoy redescubierto.
Sus promotores en la izquierda, el kirchnerismo y el progresismo de todos los colores, aspiran con ella a restringir la discusión pública, consolidar su dominio de la enseñanza en todos los niveles y cerrar bajo bajo siete llaves la investigación del pasado, especialmente si resulta incómoda para su propio relato.
Si nos guiamos por lo que enseña el caso de Villarruel deberíamos entender que en la Argentina es “negacionista” quien afirme que en la década de 1970 existieron grupos terroristas que causaron cientos de víctimas, civiles y militares, víctimas que desde entonces han sido borradas sistemáticamente del recuerdo histórico, político y judicial.
Los acusadores parten del supuesto, tan absurdo como tramposo, de que los recuerdos se anulan. Según ese razonamiento, quien invita a recordar a las víctimas del ERP o Montoneros necesariamente pretende olvidar a los muertos causados por Videla o Massera.
Surge de lo anterior una equivalencia transparente. Si evocar a las bandas guerrilleras marxistas comporta negar la represión militar, entonces machacar con el recuerdo de los crímenes castrenses posteriores a 1976 cumpliría el objetivo de ocultar las tropelías cometidas por los grupos revolucionarios antes del golpe de Estado.
Este juego de suma cero histórica tiene, además, ciertos permisos y prohibiciones. No está permitido, por ejemplo, usar la palabra “guerra” para referirse a lo que padecieron los argentinos en las décadas de 1960 y 1970.
La noción de enfrentamiento, de combate, de lucha está vedada porque podría engendrar una mirada diferente sobre el papel que desempeñaron las Fuerzas Armadas en aquellos años, y, al hacerlo, relativizar el uso habitual de otro término comodín, “genocidio”.
Por lo tanto, es “negacionista” quien aluda a la “guerra revolucionaria” de los ‘70, a pesar de que esa expresión era la que usaban todos los combatientes de aquel tiempo, de uno u otro bando, empezando por los más notorios jefes, oficiales y soldados de las bandas terroristas, de Mario Roberto Santucho, Carlos Olmedo y Mario Firmenich a Rodolfo Walsh, Rolo Diez y Héctor Leis.
El combate de ese pretendido “negacionismo” obligaría a destruir o quemar la enorme documentación de la época, pública y reservada, que avala el sentido histórico de utilizar una expresión como “guerra revolucionaria”.
Una tarea comparable, en su delirio, a la de aquel emperador chino, Shih Huang Ti, el constructor de la “Gran Muralla”, de quien se dice que para borrar la afrenta de haber tenido una madre libertina, mandó quemar todos los libros del imperio anteriores a él.
Borges lo evocó en “La muralla y los libros”: “Shi Huang Ti, tal vez, quiso abolir todo el pasado para abolir un solo recuerdo; la infamia de su madre. (No de otra suerte un rey, en Judea, hizo matar a todos los niños para matar a uno)”.
La veda “antinegacionista” se ampara en la idea, insostenible en los hechos, de que no puede llamarse “guerra” a un enfrentamiento entre fuerzas desparejas, o entre estructuras militares y organizaciones civiles, o en contextos de lucha irregular, terrorista, guerrillera, clandestina y encubierta.
Esa prohibición, que pretende remontarse a usos universales, tiene la curiosidad de que sólo rige en la Argentina. Porque nadie acusa de “negacionistas” a los historiadores que siguen hablando de la “guerra de Argelia” o la “guerra de Vietnam”, que fueron los conflictos que inspiraron la doctrina de contrainsurgencia que se aplicó en nuestro país.
Como no se lo reprochan a los gobernantes y periodistas norteamericanos que bautizaron “guerra al terrorismo” a la desorbitada respuesta militar que lanzó Washington después de los atentados del 11 de septiembre de 2001. (Tampoco nadie hasta ahora acusó de “negacionista” a Benjamin Netanyahu por colocar a Israel en “estado de guerra” para responder a los ataques terroristas del pasado 7 de octubre).
Uno de esos gobernantes belicosos fue el muy progresista Barack Obama, infaltable visitante de nuestro Parque de la Memoria.
De semejante prócer humanitario sabemos, según la historia oficial, que en mayo de 2011 autorizó la ejecución extrajudicial del líder de Al Qaeda, Osama Bin Laden, en la casa que habitaba en Pakistán, y justificó luego el lanzamiento de su cadáver al Océano Indico.
El caso más notorio entre los incontables muertos, prisioneros y torturados que dejó esa “guerra” que sí es posible nombrar.
En algunas de sus irreverentes declaraciones públicas Vladimir Nabokov (1899-1977) solía emplear la intraducible palabra rusa “poshlost” para referirse con desprecio a las modas intelectuales de su tiempo que tanto lo fastidiaban.
“Poshlost” era para Nabokov lo impostado, lo falso, el lugar común de los bienpensantes, “lo falsamente importante, lo falsamente hermoso”.
El “poshlost”, dijo en una famosa entrevista de 1967 con The Paris Review recogida luego en el libro Strong Opinions (de 1973), predominaba en el arte y la literatura, “en el simbolismo freudiano, las mitologías apolilladas, el comentario social, los mensajes humanistas, las alegorías políticas, la preocupación excesiva por la clase o la raza, y las generalidades periodísticas que todos conocemos”.
También se paseaba por el debate público y en las tendenciosas interpretaciones históricas. Nabokov daba algunos ejemplos elocuentes. “El poshlost habla en frases como ‘Estados Unidos no es mejor que Rusia’ o ‘Todos compartimos la culpa de Alemania’”. Luego precisaba lo que quería decir: “Enumerar de un tirón Auschwitz, Hiroshima y Vietnam es poshlost sedicioso”.
Los perseguidores del supuesto “negacionismo” argentino llevan cuarenta años adictos a esa misma variedad de “poshlost” sedicioso.
Muy temprano descubrieron el poder intimidatorio de tachar de “nazis” a la Junta Militar y ver otro Holocausto en el conflicto de los ‘70.
Al principio eran comparaciones exageradas, útiles para cantarse en una marcha o una asamblea estudiantil. Pero lo que empezó como un recurso fácil de activistas callejeros terminó por colonizar la investigación histórica, dio forma a los procesos judiciales reabiertos con el kirchnerismo y ahora se quiere utilizar para regular todo el discurso público y castigar con penas de prisión a quienes no respeten el guión establecido.
No es necesario acudir a las autojustificaciones de Videla o Massera para comprender que la campaña “antinegacionista” distorsiona el pasado y reescribe la historia. Basta con hojear la prensa partidaria de Montoneros, ERP, ERP-22 o FAL y toparse al primer golpe de vista con expresiones como “partes de guerra”, “comandos”, “batallón”, “pueblo en armas” o “compañía de monte”.
O se pueden recorrer los famosos “papeles de Walsh” de fines de 1976 y comienzos de 1977, en los que el entonces oficial montonero y ex periodista y escritor Rodolfo Walsh utilizaba una jerga típicamente castrense para analizar la desastrosa situación que afrontaba su grupo armado y proponer posibles alternativas a la superioridad.
En noviembre de 1976, por ejemplo, Walsh sugería “repensar la especialización militar” del grupo. “Al cambiar nuestra hipótesis de guerra ¿no deberíamos también cambiar la metodología de construcción de nuestro Ejército?”, inquiría. Después pedía autocrítica y realismo a sus jefes. Reconocía que “lo que hay es una lucha militar contra nosotros” y atribuía al “enemigo” el mérito de “estar en guerra con nosotros y no con el conjunto del pueblo”. Luego venía esta admisión: “Nuestras armas también son violatorias de las convenciones internacionales”.
Walsh fue mucho más elocuente en un documento del 2 de enero de 1977 en el que barajaba cuál debería ser la nueva estrategia de Montoneros en su paso de la “guerra” a la “resistencia”. Lo resumía así: “Si las armas de la guerra que hemos perdido eran el FAL y la Energa, las armas de la resistencia que debemos librar son el mimeógrafo y el caño”. Pero hacía una salvedad a la hora de trazar la “línea militar de la resistencia”. Advertía que en ningún caso debía lanzarse una “acción militar indiscriminada que impida hacer política en el seno del enemigo o nos quite la bandera fundamental de los Derechos Humanos”.
Si con Walsh no alcanza convendría releer a Rolo Diez, ex oficial de inteligencia del PRT-ERP, preso entre 1971 y 1973, y exiliado a partir de 1977, quien en México se convirtió en un exitoso autor de novelas policiales.
En 2010 Diez publicó el libro El mejor y el peor de los tiempos: cómo destruyeron al PRT-ERP, donde figura esta frase: “Llamarle o no guerra a los sucesos de Argentina es un tema que puede llevar a discusiones interminables. No lo fue para la mayoría de la población y sí lo fue entre sus actores. Para el PRT era el comienzo de la guerra popular y prolongada que llevaría al socialismo, y para los militares se trataba de una guerra santa contra la subversión, también de garantizar ‘otros veinte años de dominio de la burguesía’”.
También podría revisarse el ensayo valiente y revulsivo que Héctor Leis (1943-2014) publicó hace justo diez años, Un testamento de los años ‘70.
Allí el licenciado en Ciencias Sociales, doctor en Filosofía, master en Ciencia Política y ex oficial de Montoneros exiliado en Brasil exploraba el uso generalizado del terrorismo en la década maldita, pedía perdón por una acción armada de la que fue responsable en 1973 y se animaba a objetar algunos de los dogmas centrales del discurso de los derechos humanos al estilo argentino. Lo urgía la amenaza de la muerte. Tarde había comprobado que a medida que pasa el tiempo, “las memorias históricas se tornan más instrumentales y menos verdaderas”.
Leis recordaba en su libro que en los ‘70 hubo “lados beligerantes”, consideraba que se libró una “guerra revolucionaria/contrarrevolucionaria” que fue “casi guerra civil” y situaba en 10.000 los muertos totales, que distribuía de este modo: 1.000 causados por la guerrilla, 1.000 por la Triple A y 8.000 por las Fuerzas Armadas.
Negaba la existencia de un “terrorismo de Estado”; aseguraba que en los ‘70 el terrorismo en todas sus versiones no se ejerció contra la “humanidad” sino “en contra de la comunidad política argentina”. Admitía que hubo “víctimas inocentes y ajenas al conflicto”, pero recordaba que ellas “no fueron el objetivo principal del terror, ni de un lado ni del otro”. Por eso cuestionaba los museos de la memoria de la era kirchnerista ya que “registran solamente a las víctimas de un lado, pero no del otro, y ocultan así el hecho de la beligerancia compartida”.
En ese tramo del ensayo Leis tocaba el punto clave de todo el proceso. Se había percatado de que, para acusar a los militares de “crímenes contra la humanidad”, necesariamente debía presentarse a sus víctimas como inocentes, sin ninguna vinculación con hechos u organizaciones armadas. Una omisión que repugnaba al antiguo guerrillero que escribía esas líneas y que le servía para correr por izquierda a un gobierno que fingía su militancia progresista. “No les hace justicia a la historia, ni al compañero o la compañera —observaba—, que se recuerde como estudiante o empleado a quien, por ejemplo, enfrentó la muerte con el grado de oficial de los Montoneros”.
Eran todas observaciones atinadas pero inaceptables para sus viejos compañeros, entonces y ahora.
Leis murió en 2014. Si hoy viviera, el veterano de aquella “casi guerra civil” que militó en el bando de los “buenos”, seguramente estaría entre los primeros detenidos por el inminente delito de “negacionismo”.
Jorge Martínez
@JorgeGMar
Publicado en La Prensa (www.laprensa.com.ar )