República Argentina: 6:02:30pm

Ninguna política de derechos humanos puede excluir víctimas y ninguna ideología puede imponernos una media verdad sobre los trágicos años 70.

Alcanzar la ansiada pacificación tras los trágicos hechos de violencia que signaron los años 70 supone acceder a la verdad de lo ocurrido, sin invisibilizar a ninguna de sus víctimas.

La terrible violencia que caracterizó aquellos años, incluso bastante antes de la instalación del régimen militar iniciado en marzo de 1976, no solo tuvo que ver con las violaciones de los derechos humanos desplegadas desde el Estado, sino también con la acción violenta de grupos terroristas que no vacilaron en segar la vida de miles de personas inocentes.

Ayer, con ocasión de conmemorarse el Día Internacional de las Víctimas del Terrorismo, la diputada nacional Victoria Villarruel y la legisladora porteña Lucía Montenegro convocaron, con el apoyo del Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas (Celtyv), a un homenaje a esas víctimas en el Salón Dorado de la Legislatura porteña. El hecho no tardó en ser duramente cuestionado por representantes de distintas organizaciones políticas de izquierda y de entidades vinculadas a la defensa de los derechos humanos, que llamaron a la población a movilizarse a la Legislatura y manifestarse en contra de aquel acto.

En un comunicado firmado por algunas de estas agrupaciones, en repudio al homenaje convocado por las citadas legisladoras, se señaló que “el único terrorismo fue el que llevó adelante el Estado genocida”, al tiempo que se pidió la adopción de todas las medidas necesarias para evitar que aquel acto, al que tildaron de “provocación”, se materializara.

Es lamentable que ciertas organizaciones, como las que convocaron a la población a repudiar e impedir el homenaje a las víctimas del terrorismo efectuado ayer, pretendan apropiarse de los derechos humanos, sosteniendo que estos deben ser solo para algunos. Más condenable aún resulta que se les niegue a familiares de víctimas de organizaciones armadas como Montoneros y el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) el derecho a recordar públicamente a sus seres queridos, asumiendo una vez más un nefasto liderazgo que distorsionó sin vergüenza alguna el profundo y trascendental sentido que jamás debieron perder los derechos humanos en nuestro país.

La memoria ante episodios de violencia terrorista no puede ser parcial ni utilizarse como instrumento de venganza

Es preciso que todos los argentinos, y especialmente las generaciones más jóvenes, accedan a reconocer en toda su magnitud la tragedia vivida durante la década del 70. Abordar los hechos históricos de manera integral y no parcial implica un desafío a la madurez de la sociedad argentina respecto de un relato que invisibilizó todo vestigio de las víctimas del terrorismo y la responsabilidad de organizaciones armadas, cuyo temerario accionar se inició mucho antes del golpe militar del 24 de marzo de 1976 y se profundizó durante el gobierno peronista que alcanzó el poder en 1973 por la vía de las urnas.

Un elevado número de argentinos, que incluye a hombres, mujeres y niños, han sido ignorados durante mucho tiempo, como si no se tratara de sujetos con derechos. Son personas que fueron asesinadas, secuestradas, mutiladas, heridas y hasta torturadas en las llamadas “cárceles del pueblo”, para las cuales no hubo homenajes, ni monumentos, ni indemnizaciones.

Uno de los más trascendentes testimonios de esta situación es el de Arturo Larrabure, hijo del coronel Argentino del Valle Larrabure, secuestrado en agosto de 1974 por el ERP y muerto después de 372 días de cautiverio. Pero muchas otras víctimas de los grupos subversivos eran civiles. Uno de los casos más emblemáticos es el de Laura Ferrari, una estudiante de 18 años, quien, en septiembre de 1975, mientras esperaba el resultado de un examen en el interior de un automóvil estacionado frente a la Universidad de Belgrano, sufrió la muerte cuando estalló un coche bomba ubicado en la vereda de enfrente. Otro caso fue el de Oscar Saraspe, dueño de un bar situado en el Ingenio Santa Lucía, Tucumán, quien fue asesinado en septiembre de 1974 por un grupo del ERP. Sus familiares, como los de tantas otras víctimas de la violencia terrorista, tienen derecho a recordarlos y a seguir reclamando justicia.

Los ánimos se caldean toda vez que alguien pone en duda lo que desde el poder se ha querido instalar como verdad suprema con insistentes distorsiones de una historia ajustada a la medida de intereses políticos e ideológicos. Quien ose desenmascarar el multimillonario negocio montado en torno a un tema tan delicado se enfrentará a una legión de ideólogos que han distorsionado hábilmente los hechos en su propio beneficio, con pingües ganancias que al día de hoy se siguen distribuyendo, a costa del erario público. Quienes se han apropiado de una tan tergiversada como redituable versión de los derechos humanos hoy se molestan cuando alguien demanda con total razonabilidad que se atiendan los derechos de todos y no solo los de unos pocos.

Hablamos de víctimas olvidadas, sin reconocimiento y mucho menos reparación, cuyos familiares no pueden seguir sintiéndose mendigos de la historia. Se comprobó, según el Celtyv, que totalizaron más de 17.000 las personas agredidas, secuestradas o asesinadas por el terrorismo, de las cuales 1094 perdieron la vida en unos 21.000 atentados –más de 5000 con uso de explosivos– y en unos 500 “ajusticiamientos”. Ninguna política de derechos humanos puede alentar enfrentamientos o excluir víctimas. No podemos dejar que la ideología de algunos cercene el acceso a una verdad que nos pertenece a todos.

Nunca la memoria ante episodios de violencia terrorista puede ser parcial ni utilizarse como instrumento de venganza. Nadie pretende desconocer, ni mucho menos reivindicar, los crímenes cometidos en tiempos de dictadura, pero sí corresponde pedir la misma vara para juzgar a unos y otros. Nuestra trágica página solo puede cerrarse con verdad, respeto por la historia, justicia y reparación para tantas víctimas inocentes.

Publicado por La Nación

 

Más Leídas