Algunas iniciativas impulsadas desde el oficialismo para castigar posiciones disidentes sobre nuestro trágico pasado ocultan una raíz claramente autoritaria.
Durante la última década, en el Congreso de la Nación se han presentado proyectos de ley que propician sancionar con prisión e inhabilitación a quienes se manifiesten públicamente negando, minimizando, justificando o aprobando un hecho de genocidio o un crimen de lesa humanidad.
Si se siguiera el criterio de alguna de esas iniciativas, nos hallaríamos ante el disparate jurídico y político de sancionar a quien niegue que hubo 30.000 desaparecidos durante la represión militar de la subversión terrorista en los años setenta. Ese fue un número inventado intencionalmente, sobre la base de que sería suficientemente escandaloso como para agigantar en Europa la defensa de los derechos humanos ciertamente vulnerados en aquella época tanto por el Estado argentino como por las bandas de la izquierda radicalizada alentadas, entre otros, por el régimen comunista cubano. Sobre el origen de esa cifra se explayaron con claridad nada menos que quienes fueron autores de su lanzamiento hace más de cuarenta años.
Aquellas iniciativas han sido retomadas de modo reciente por la vicepresidenta de la Nación, por el ministro de Justicia y otros funcionarios oficialistas. Según sus declamaciones, el “negacionismo” es una forma de discurso de odio que no busca confrontar ideas, sino ejercer violencia sobre personas o grupos de personas. Tanta falsedad abunda entre esos discursos que se desacreditan no por uno, sino por múltiples motivos. Al respecto basta tomar nota de la posición del Gobierno del que son parte los declarantes de abstenerse de condenar en días recientes a la dictadura venezolana en contraposición con la posición asumida por los gobiernos genuinamente democráticos de la región.
Estamos ante propuestas que pueden resultar interesantes para oídos ideologizados y edulcorados por el marxismo-leninismo, pero a poco que se profundice la amplitud e indefinición de las nociones de negacionismo y discursos de odio resultan de un peligro evidente.
En favor de una regulación en esta controvertida materia se suele citar el caso de países europeos que se fundaron en razones históricas propias, y en el contexto de ecosistemas jurídicos y sociales distintos del nuestro. Desde la perspectiva jurídica, el régimen de protección de la libertad de expresión tiene en Europa una intensidad bastante menor que en el régimen constitucional argentino y se diferencia, por iguales razones, del sistema interamericano de protección de los derechos humanos. Muchas restricciones a la libertad de expresión toleradas en el contexto europeo son incompatibles con la Constitución nacional y el Pacto de San José de Costa Rica.
En América Latina, y en la Argentina en particular, la tradición jurídica que protege con énfasis la libertad de expresión surgió en respuesta a Estados acostumbrados a fungirlos como meros instrumentos del partido político o de la persona circunstancialmente a cargo del gobierno.
Según la definición que difunden las instituciones aplicadas a asuntos sobre discriminación, como el Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (Inadi), los discursos del odio son aquellos que contienen narrativas sociales por las que se transmiten prejuicios y estereotipos negativos sobre un grupo de personas en particular.
Bajo ese prisma, el comunismo y los partidos comunistas, en cuanto reivindican la lucha de clases, deberían ser objeto de prohibiciones. Otro tanto podría decirse de expresiones ultrajantes contra una religión, como las que se registraron en algunas marchas en favor del aborto. La definición de negacionismo contiene otros riesgos similares a los de estos ejemplos.
En la Argentina, la desaparición de miles de personas como consecuencia de un plan sistemático llevado a cabo por el último gobierno de facto constituye un hecho aceptado y no sujeto a mayores disidencias. Sin embargo, aspectos parciales de lo sucedido en aquella época de terrorismo de Estado y terrorismo subversivo suscitan a diario visiones encontradas.
El ejemplo más claro, ya mencionado, concierne al número de desaparecidos durante la última dictadura militar. Si debiera haber un punto de coincidencia más o menos generalizado sobre ese punto, no podría ser otro que el dato suministrado en su momento por la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas (Conadep). La investigación realizada entre 1984 y 1985 por un conjunto de destacadas personalidades argentinas, y con abstención de las de origen peronista, que se negaron a participar del esclarecimiento de lo ocurrido en los siete años de gobierno militar, informó de un número de desaparecidos algo inferior a la cifra de 9000.
La liviandad con la cual el kirchnerismo y otras expresiones de la izquierda han batido parches sobre este tema quedó expuesta días atrás en el Aeroparque, en el acto de exhibición de uno de los aviones usados para tirar al Río de la Plata los cuerpos inertes de personas que habían sido secuestradas por fuerzas militares y parapoliciales. En lugar del que debió haber sido un homenaje a las víctimas, ese acto tuvo por motivo central una perorata de la vicepresidenta de la Nación –tan absurda como ajena a la convocatoria– referida al llamativo proceso de designación a dedo de candidatos oficialistas para los próximos comicios. Un espectáculo deplorable en términos históricos e institucionales.
La pérdida de una sola vida habría sido suficiente para consternar a la conciencia argentina. Sin embargo, los promotores del cambio legislativo se ufanan de ser genuinos defensores de los derechos humanos en grado tan estricto que sindican como “negacionista” cualquier cuestionamiento sobre el número de víctimas consagrado en la narrativa del kirchnerismo y desmitificado documentalmente.
Frente al atajo de instaurar un inadmisible delito de opinión, es oportuno recordar que la oposición a este malhadado gobierno también está en falta con la libertad de expresión y la verdad histórica. En Buenos Aires rige una ley por la cual se sanciona a los funcionarios provinciales que renieguen del fantasioso número de 30.000 desaparecidos. Otra sería hoy la situación si la entonces gobernadora de Buenos Aires María Eugenia Vidal hubiera vetado como correspondía esa legislación.
No se trata de un problema de derechas o izquierdas. En un ambiente signado por la intolerancia, la falta de diálogo y el fundamentalismo ideológico, sincero o fingido, la sanción a quienes nieguen o justifiquen delitos de lesa humanidad podría alcanzar también a quienes aún justifican o relativizan los millones de muertes en los Gulag de Stalin, a quienes defienden dictaduras como las de Venezuela, Nicaragua, Cuba, o niegan el homicidio de civiles sucedido hace años en la Plaza de Tiananmen.
Imponer una versión oficial de hechos históricos e impedir su cuestionamiento priva a la sociedad de la herramienta más importante para juzgar a sus mandatarios. Y si eso ocurriera sería especialmente peligroso en sociedades como la nuestra, con pocos anticuerpos institucionales para evitar el uso arbitrario del poder del Estado.
La Corte Europea de Derechos Humanos ha destacado la necesidad de que cada país se esfuerce en debatir su propia historia en forma abierta y desapasionada. Ese es el desafío que toda sociedad libre debe emprender, con espíritu científico, ajeno a las supersticiones o a las miradas ideologizadas, y distante de los prejuicios y los dogmas oficiales a partir de los cuales algunos buscan sacar indebido provecho de las exhaustas arcas del Estado.
Publicado en La Nación