La Argentina es un país donde demasiada gente suele mentir sin pudor, pero comienza justificándose cuando está a punto de decir la verdad.
No lo haremos; no nos justificaremos, sencillamente porque la verdad no debe pedir disculpas, sobre todo si se trata de describir algunas escenas de un “teatro de la crueldad”, según las palabras de un abogado de la vicepresidenta. ¡Magnífica expresión aplicada a la ocasión incorrecta! La historia, a la que ella imagina como su único juez, ha querido que su destino sea hoy escrito por una justicia que antes le brindaba satisfacciones al mantener encerrados sin piedad a ancianos octogenarios, la mayoría sin condena firme. No le parecía cruel en esos años, cuando cientos de esos presos se desangraron en las cárceles y murieron sin atención ni misericordia, ante la indiferencia de casi todos.
Hoy, las imágenes están registradas en múltiples videos, fotografías y audios, para vergüenza de todos nosotros. Se abre el telón y se encamina al estrado un anciano que apenas puede caminar. Se desplaza lentamente, ayudándose con un bastón, y sus cabellos blancos se levantan despeinados, haciendo juego con una barba desprolija. Uno de los jueces le pregunta por su número de documento y el viejo marino ni siquiera eso puede responder. Su mirada vidriosa queda perdida sobre un objeto inexistente, paralizada, y muestra el asombro humillante que cualquiera podría sentir ante su propia incapacidad. Han pasado otros así ante el mismo tribunal. Alguno no recordaba su año de nacimiento. En todos los casos, los peritos forenses habían dictaminado su absoluta incapacidad para declarar, pero igual fueron obligados a comparecer e interrogados. La mayoría murió hace años.
¿Quién no recuerda la escena del comisario Luis Patti, llevado denigrantemente en camilla, inmóvil, hasta la sala de audiencias del Tribunal de San Martín, para jolgorio de las organizaciones de derechos humanos presentes allí? Pero lo recordamos porque había sido intendente de Escobar, en su tiempo entrevistado por canales de televisión debido al éxito de su gestión en seguridad y, después, diputado nacional electo a quien los bloques no dejaron asumir. Algo muy similar sucedió con el exministro José Alfredo Martínez de Hoz, trasladado a una cárcel común a las menos de 24 horas de ser operado de columna, con más de 80 años, y sacado de su casa en camilla, inmovilizado, en medio de festejos colectivos.
Dos casos demasiado conocidos como para no tenerlos presentes, pero cientos de uniformados ahogaron su grito de dolor desatendido en la penumbra de las cárceles.
En plena pandemia, mientras 10.000 presos comunes, muchos de alta peligrosidad, eran liberados, se envió a prisión a un exsuboficial de la más baja jerarquía que tenía 77 años y estaba gravemente enfermo. De esa forma se le ocasionó la muerte, una consecuencia más que previsible.
Se llevó a juicio a un oficial de alto rango del Ejército que tenía por entonces 85 años y sobre el cual había diez informes médicos, incluidos los de los peritos de la Corte Suprema, que lo declaraban incapaz a consecuencia del mal de Alzheimer. Sin embargo, a los 90 años, mientras cursaba además una enfermedad cardíaca, se le revocó la prisión domiciliaria y se lo trasladó al penal de Marcos Paz, donde se descompensó y murió. ¿Qué circunstancia puede justificar el traslado a una cárcel común de un hombre de 90 años y con Alzheimer, como no sea la voluntad de torturarlo? También se le revocó la prisión domiciliaria a un anciano comisario de la Policía Federal, quien padecía graves enfermedades, y que murió en su celda con presos comunes, a pesar de su condición de miembro de una fuerza de seguridad.
Otro comisario retirado de la Policía de San Luis sufría cuadros gravísimos de diabetes, pero se lo mantuvo detenido sin atención médica hasta que no hubo más remedio que amputar sus piernas; primero una, después la otra; así fue siendo mutilado y murió a los 66 años, tras una lenta agonía.
Un suboficial principal de la Fuerza Aérea Argentina, detenido, fue operado de un cáncer de intestino y quedó con un “ano contra natura”. Cuando se dispuso su arresto domiciliario, su esposa viajó a su hogar, en Alta Gracia, para esperarlo allí. Sin embargo, en lugar de ser trasladado a la provincia de Córdoba, se lo derivó a la prisión de Campo de Mayo y, desde allí, a presenciar su juicio oral en Mar del Plata. Como no había dónde alojarlo, durmió toda la noche en el camión celular, enteramente metálico y bajo el frío de la costa atlántica en invierno. Su vientre tenía un volumen tan impresionante, al momento de presentarse ante los jueces, que dos de ellos dieron vuelta la mirada cuando él levantó su remera. Las fotografías de su estado realmente causan escozor. En reiteradas oportunidades, el Servicio Penitenciario no lo trasladó al hospital para sus sesiones de quimioterapia. Murió sin haber obtenido nunca la prisión domiciliaria de manera efectiva.
Si alguien supusiera que se trata de casos aislados –que aun así resultarían muy graves–, debe saber que de 2697 uniformados detenidos 789 murieron en las celdas, casi el 30% del total. Y, de esos 789 que murieron, 675 no tenían sentencia firme; es decir que, técnicamente, eran inocentes para el derecho.
El preso más joven detenido en la cárcel tiene 64 años y el más viejo, 94. Son muchas las prisiones preventivas que pasan los diez años, contra toda lógica y derecho, y algunas llegan a los 16 años. Está claro que, con ese monto de encarcelamiento, el propósito es aplicar a los miembros de las Fuerzas Armadas y fuerzas de seguridad una pena anticipada. Los hechos lo demuestran. El promedio del tiempo de prisión preventiva de los efectivos que después resultaron absueltos es de siete años. Es decir que muchas personas irrefutablemente declaradas inocentes debieron pasar antes un largo tiempo de encierro a una edad a la que los años pesan doblemente sobre el cuerpo y sobre el alma. A ello se agrega el negocio. Los testigos, no pocos dudosos declarantes, cobran indemnizaciones millonarias una vez que son validados como víctimas por el tribunal.
Nadie debería estar en prisión después de los 70 años.
El poder público violó los derechos humanos de los detenidos y desaparecidos después de 1976. El poder público viola hoy los derechos humanos de los militares y efectivos de las fuerzas de seguridad. ¿De qué se jactan? La pregunta es si el próximo gobierno no kirchnerista encarará este tema tantas veces postergado. Algunos equipos de abogados cercanos a Patricia Bullrich preparan soluciones apoyadas en la aplicación lisa y llana de las convenciones internacionales de derechos humanos, en cuanto se refieren al plazo razonable de un juicio, y las que establecen el tratamiento a dispensar a los adultos mayores. Otros del mismo entorno piensan en alguna solución al estilo Mandela. Nada está definido, salvo la necesidad de poner fin a una situación vergonzosa para el Estado argentino. Debe suponerse que, del lado de Javier Milei, dada la presencia de Victoria Villarruel en la fórmula, también se barajan propuestas. Y nadie más.
En uno de sus discursos, Martin Luther King declaró: “No me preocupa el grito de los violentos, de los corruptos, de los deshonestos, de los sin ética. Lo que más me preocupa es el estremecedor silencio de los buenos”.
Publicado en La Nación