Fue irreprochable y merece reconocimiento la destacada actuación de la Cámara Federal Penal de la Nación en el juzgamiento de delitos de grupos subversivos.
En 1971, al asumir el gobierno de facto encabezado por el teniente general Alejandro Agustín Lanusse, la Argentina vivía un estado de violencia caracterizado por atentados terroristas que los juzgados federales, inconexos a lo largo del país, no podían contener.
A diferencia de Uruguay donde se recurrió a tribunales militares, a instancias de Jaime Perriaux, ministro de Justicia de Lanusse, se creó por ley la Cámara Federal Penal de la Nación (CFPN) para juzgar los delitos de las organizaciones subversivas. La integraron jueces sin actuación política alguna, de reconocida experiencia y extensa formación judicial en materia penal. Fueron ellos Ernesto Ure, Juan Carlos Díaz Reynolds, Carlos Enrique Malbrán, César Black, Eduardo Munilla Lacasa, Jaime Lamont Smart, Tomás Barrera Aguirre –luego reemplazado por Esteban Vergara–, Jorge Vicente Quiroga y Mario Fernández Badesich. El tribunal se dividió en tres salas con tres vocales cada una y Jorge González Novillo, Gabino Salas y Osvaldo Fassi fueron nombrados fiscales.
Con asiento en la ciudad de Buenos Aires, la competencia territorial del CFPN se fijó en todo el país. Ante un hecho terrorista, el vocal instructor de turno viajaba inmediatamente al lugar para colectar la prueba y regresaba con el sumario casi concluido, disponiendo el traslado de los detenidos a la Capital Federal.
Se trataba de un tribunal de instancia única, aunque sus sentencias eran susceptibles de recurso extraordinario ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación, vía a la que ningún condenado recurrió.
La independencia que impusieron los jueces de la CFPN les valió el respeto del gobierno de facto. Los detractores cuestionaron su ilegitimidad de origen precisamente a manos de un gobierno de facto, sin tener en cuenta el estado bélico que se vivía y los peligros que imponía, y criticaron la celebración de juicios fuera de la provincia en la que se había cometido el delito, lo cual estaba justificado por el carácter federal de estos. Se atribuyó a la CFPN, sin evidencia ni denuncia alguna, alentar o encubrir interrogatorios bajo tortura a los imputados. Muy por el contrario, numerosos ejemplos demostraron que era precisamente la Cámara la que los protegía con la inmediatez de su intervención y la firmeza de sus jueces dispuestos a dar pelea con la ley en la mano y a derecho, regulando el accionar de las Fuerzas Armadas y policiales en el combate a la guerrilla. Fue esta una condición impuesta por aquellos magistrados antes de iniciar su intervención en el juzgamiento de los delitos “de índole federal que se cometan en el territorio nacional y lesionen o tiendan a vulnerar básicos principios de nuestra organización constitucional o la seguridad de las instituciones del Estado”, en palabras del propio Perriaux, y que tuvieran por “objeto lograr una ruptura violenta del sistema institucional argentino y que afectan en forma directa los más altos intereses nacionales”.
La historia continúa confirmando hoy en día que, incluso con gobiernos elegidos democráticamente, sin una justicia independiente los ciudadanos vemos tambalear la república
Durante el funcionamiento de este órgano de justicia de tan corta como relevante actuación, no existió una sola persona “desaparecida”. Se instruyeron más de tres mil causas; se dictaron más de dos mil sobreseimientos –confirmando su independencia y ajuste a la ley–; se dictaron 600 sentencias condenatorias, y, al momento de su disolución, tenía unos 500 procesados.
La CFPN intervino en casos de fuerte repercusión pública como el asesinato del director general de Fiat Guillermo Oberdan Sallustro, tras 20 días de cautiverio por el ERP, y del general Juan Carlos Sánchez en Rosario, acaecidos ambos el 10 de abril de 1972. No así en el de asesinato de Pedro Eugenio Aramburu que erróneamente se le atribuye, ocurrido antes de iniciar su actividad.
Pese a los riesgos que corrió, la Cámara brindó todas las garantías procesales y de seguridad a los detenidos, marcando y exigiendo el respeto de un claro límite entre la jurisdicción de los jueces y la labor de las fuerzas de seguridad. No obstante, no faltan desde entonces y hasta hoy trasnochados que, molestos por la labor del tribunal, pasaron a denominarla “la Cámara del terror” o el “Camarón”.
A diferencia de los jueces encapuchados que dictaron sus sentencias contra Sendero Luminoso en Perú en los años 90, los miembros de la CFPN cumplieron una valiosa labor a cara descubierta y, aun a sabiendas de que podrían pagar un alto precio, trabajaron con un elevado nivel de eficacia, independencia y apego a la Justicia.
En 1973, hace 50 años, durante el breve gobierno elegido democráticamente de Héctor J. Cámpora, la misma noche que asumía al poder, un sector del peronismo ideologizado y militante abría las cárceles para liberar a los terroristas juzgados por su violento accionar, lo que fue aprovechado además por muchos presos comunes.
Fue solo al día siguiente que el Congreso decretó una amplia amnistía en favor de los guerrilleros –que por primera vez en la historia no implicó la deposición de las armas ni la liberación de un militar al que mantuvieron cautivo varios días más– y disolvió la Cámara Federal Penal. Se contó para ello con el aval de todo el arco político en tiempos de democracia. Luego llegarían las indemnizaciones para los guerrilleros reprimidos incluso en tiempos democráticos, premios a su nefasto accionar que aún hoy están vigentes, mientras sus víctimas aguardan largamente reconocimiento y justicia.
El nuevo desborde terrorista post amnistía no se hizo esperar y el espíritu de venganza cargaría sobre los jueces de la CPFN. Quiroga fue asesinado, Munilla Lacasa y Malbrán fueron víctimas de atentados, Smart, Ure y Fassi debieron exiliarse, mientras se degradaba a sus auxiliares en la carrera judicial.
Sin medir las consecuencias futuras, ese gobierno elegido democráticamente, pero integrado en gran medida por quienes habían formado parte de las organizaciones subversivas, desarticuló un mecanismo judicial que, armado solamente con la ley, había demostrado su utilidad para enfrentar al flagelo del terrorismo. Con su disolución se perdió la oportunidad histórica de continuar ese estado de cosas, dando paso a los “centros de detención” castrenses y a las “cárceles del pueblo” guerrilleras.
A partir de entonces, miembros de las fuerzas de seguridad y de las Fuerzas Armadas volvieron a perder la vida en enfrentamientos, alimentándose el odio y la irracionalidad que volvieron a asolar el país durante la llamada guerra sucia.
La disolución de la CPFN, creada por un militar en el poder que respetó la autonomía e independencia del Poder Judicial, nos condujo a una verdadera guerra –como lo reconoció la sentencia de la Cámara Federal de la Capital Federal que juzgó a los nueve comandantes de las Fuerzas Armadas– impidiendo que se volviera a investigar y juzgar a la guerrilla a la luz del derecho.
No se puede más que lamentar que las ideas confusas o decididamente totalitarias de los protagonistas de entonces inclinaran las acciones para favorecer a los sectores más radicalizados y violentos que aplaudieron a rabiar la decisión de eliminar a la Cámara Federal en lo Penal de la Nación.
Es indiscutible la destacada actuación de este tribunal al detener y juzgar, con procedimientos legales, a la mayoría de los jefes de las organizaciones terroristas que atentaron contra el Estado y la democracia. A 50 años de aquellos hechos, es hora de que la sociedad reconozca las múltiples y sangrientas consecuencias del tremendo error en que se incurrió con su disolución para reivindicar, con respeto y admiración, la valiente labor de aquellos nueve magistrados que ayudaron a enfrentar con la ley la acción subversiva.
La historia continúa confirmando hoy en día que, incluso con gobiernos elegidos democráticamente, sin una Justicia independiente los ciudadanos vemos tambalear la república.
Publicado en LA NACION