República Argentina: 3:35:23pm

Por Mariano Chaluleu publicado en www.lanacion.com.ar

Ezequiel Martel tenía 10 meses cuando el avión que piloteaba su padre, el capitán Rubén Héctor Martel, fue derribado; hoy, 1° de mayo, en el aniversario del bautismo de fuego de la Fuerza Aérea Argentina, le rinde homenaje

Ezequiel Martel (42) nació el 6 de agosto de 1981, en Capital Federal. Tenía escasos 10 meses de edad cuando su padre, Rubén Héctor Martel, capitán de la Fuerza Aérea Argentina, falleció en combate. Un misil Sea Dart alcanzó y derribó su Hércules C-130 en las proximidades de la isla Borbón.

“Era un apasionado de la aviación”, lo define Ezequiel. Había pasado por varios sistemas de armas hasta alcanzar su sueño: pilotear el C-130, un avión emblema. Conocía como pocos la ruta hacia Puerto Argentino: antes de la guerra, en la década de 1970, había sido piloto de los Fokker 27 de LADE que hacían vuelos semanales a las islas Malvinas.

En mayo de 1982, Ezequiel vio a su padre por última vez: “Cuando no estaba en Comodoro Rivadavia, papá venía de descanso a casa. Una de las últimas veces que él vuelve, lo hace para el cumpleaños de mi hermana Pilar, que es el 23 de mayo. Mi vieja me contó que papá llegó muy cansado ese día y ella le ofreció posponer el festejo. Pero él dijo ‘No, se hace’. Mamá cree que él se la veía venir, no sé cómo... Esa tarde, papá sacó muchísimas fotos con su cámara y después se la llevó consigo. Por eso en mi familia atesoramos muchos recuerdos de aquel cumpleaños de Pilar, pero ninguna foto”, dice Ezequiel.

 “Vuelos locos”

Durante la Guerra de Malvinas, el capitán Martel actuó en un tipo de misiones muy particulares que, con el tiempo, fueron denominadas “vuelos locos”. Eran misiones de exploración que pretendían determinar la ubicación de la flota inglesa. Los aviones Hércules despegaban y, una vez que lograban altura, el navegador del avión encendía el radar meteorológico y hacía dos barridas. Durante ese breve lapso de tiempo podrían determinar la ubicación de los ingleses. Pero la operación suponía un riesgo mayúsculo para el Hércules ya que al activar su radar también daba a conocer su posición. Tras las dos barridas, la tripulación apagaba el radar y descendía a gran velocidad. En vuelo rasante, pegado al mar para no ser detectados por los radares enemigos, el Hércules emprendía el regreso al continente. El margen de error era ínfimo: si algo salía mal, el avión podía ser alcanzado por un misil.

-¿Cuándo fue derribado el avión de su padre?

-El 1 de junio. Ellos despegaron temprano pero regresaron porque tenían una falla técnica. Luego volvieron a salir. Fue derribado alrededor de las 11 de la mañana. Creo que fue a las 11:45.

-¿Cómo y cuándo se entera su familia?

-Ese mismo día le dijeron a mi mamá que el avión estaba desaparecido, que lo estaban buscando. Imagínate esto mismo multiplicado por 7 familias, todos con la incertidumbre de no saber qué pasaba... Se pensaba que los tenían unos rusos, porque se decía que había submarinos rusos en la zona... o que se habían salvado con una balsa, pero no aparecían y no aparecían... Hasta que sale la notificación de los ingleses donde dicen que habían bajado un avión argentino.

No saber dónde está

Durante un año, nadie podía precisar dónde cayó el avión del capitán Martel. Era un misterio de la guerra. “La sorpresa llegó en 1983 cuando un oficial de Fuerza Aérea le notificó a mi mamá que había aparecido el tren de aterrizaje flotando en la isla de Borbón. Un diario británico publicó la foto de los restos del avión”, cuenta Ezequiel.

-¿Cómo fue absorbiendo esta información mientras crecía?

-Cada año le preguntaba a mi mamá qué había pasado con mi papá. Pero el punto de quiebre eran las ceremonias del 1° de junio, donde yo empezaba a razonar que faltaba algo en mi familia, que no tenía figura paterna. Mi casa estaba llena de figuras de aviones, yo las veía y hacía preguntas. Y mi mamá se soltaba y me contaba bien lo que había pasado.

El dolor, la ausencia, la incomodidad y la falta de certezas acompañaron a Ezequiel durante la mayor parte de su vida. En 2017, a sus 35 años, tomó la decisión de viajar hasta la remota isla de Borbón para concretar un viejo anhelo que no podía esperar más. Quería conocer el lugar donde había caído su padre, ver el mismo paisaje que su padre vio por última vez, tomar contacto con los restos del avión donde selló su suerte.

“Viajé a Comodoro Rivadavia. Allá tomé un vuelo de LAN que hace escala en Río Gallegos y te cruza a las Islas Malvinas. En Puerto Argentino me recibió una señora que se llama Arlette. En el aeropuerto pagué un vuelo particular y seguí hasta Puerto Yapeyú (Nota de la redacción: en la Isla Gran Malvina, lugar que los ingleses llaman Puerto Howard y en la toponimia argentina es Puerto Mitre, pero durante la guerra el Regimiento de Infantería 5 de Corrientes lo rebautizó como Puerto Yapeyú). De ahí seguí viaje a Borbón, donde me estaba esperando Ricky Evans, un kelper que tiene la casa a pocos metros de la orilla. El día estaba muy soleado, la verdad que no lo podía creer”, cuenta Ezequiel.

-¿Le resultó difícil planificar el viaje?

-Fue el resultado de un trabajo en cadena... Yo hablaba con Arlette, ella me puso en contacto con la gente del aeropuerto, uno de los chicos de la torre de control me organizó el vuelo y me preguntó si tenía alojamiento en Borbón... Él me pasó el número de Evans. Lo llamé y le dije “Viajo tal fecha, quiero ir a conocer ese lugar”. Y el tipo me generó un lugar dentro de su casa. Ricky, que fue muy hospitalario, me dijo que me quedara dos noches si era necesario. Me llevó a ver el tren de aterrizaje del Hércules de papá. Ahí pude comprobar que los restos del avión tenían el mismo número de serie que el avión de mi papá. Como los restos estaban un poco alejados de todo, yo le pedí a Ricky que los trasladase, que lo tuviese más cerca de su casa.

-¿Evans vivía solo en Isla Borbón?

-No, en la misma casa había dos chilenos que estaban trabajando. Uno era cocinero y la otra era una chica que preparaba habitaciones y servía la comida.

-¿Le gustaría volver?

-Sí, quiero ir y poner una placa.

-Hablaste con el oficial inglés que derribó a tu padre. ¿Cómo se produjo ese contacto?

-Hablé con él el miércoles 27 de abril de 2011. Fue en el programa Perros de la calle. Yo fui a la radio y salimos al aire los dos. Me quedé sorprendido por el desarrollo de la charla: fue muy cordial y hubo mucho respeto. Creo que yo era tan parco como lo era él. Pude llevar la charla para el lado que yo quería, que era que él me respondiera todas las dudas que yo tenía, y que él se diera cuenta de todo lo que yo sabía de él. Eso le llamó mucho la atención. Habló de un montón de cosas. Algo que resaltó es que él no tenía un tema personal. Hacía hincapié en eso: “Tanto tu papá como yo éramos dos oficiales de carrera. Uno había elegido ser piloto de caza, el otro de transporte. Estábamos dentro de una guerra y cada uno cumplía su función. Y la mía era derribar su avión. Al día de hoy nos seguimos mandando mails. Tenía muchas ganas, porque durante mucho tiempo lo había estudiado, quería ver cómo reaccionaba él. Volvimos a hablar después. En un momento me enteré que su hijo, que se había convertido en piloto, se suicidó. Le escribí para darle mis condolencias. “Esto no me hace feliz, no lo disfruto”, le dije. Yo estaba a un paso de viajar a conocerlos, pero cuando pasó eso, tiré palanca para atrás. No se dio el encuentro, pero Ward me contestó agradeciendo.

-¿Qué reflexión hace de su charla con Ward?

-La explicación que le doy a todo el mundo es que yo tenía 10 meses cuando pasó esto. No tengo la cabeza hecha mierda... Crecí de otra manera, con otros valores, que son los que me inculcó la institución y mi familia.

Hoy, Ezequiel Martel forma parte del personal civil de la Fuerza Aérea Argentina en el Comando de Alistamiento y Adiestramiento, desde donde realiza tareas de divulgación y documentación, todas relacionadas con la Guerra de Malvinas.

En los últimos años, de manera muy artesanal y precisa, confeccionó mapas en los que detalla el lugar en el que murió cada argentino durante el conflicto. “En el Liceo, en las ceremonias, nos decían ‘murieron por Dios y por la patria’... ¿pero dónde?’, preguntaba yo. Malvinas es demasiado grande. Yo tenía un mapa viejo de las islas en mi oficina, lo agarré y lo desplegué. El papá de un amigo, Jorge Bono, sabíamos que había caído en la bahía Rey Jorge. Fue el primero que marqué. Después seguí averiguando dónde había caído cada argentino y los fui marcando a todos en el mapa”, dice.

El logo de "Hijos de caídos", organización creada por Ezequiel; el número 55 representa a los 55 caídos de la Fuerza Aérea argentina en Malvinas

Además de los mapas, Ezequiel impulsó la creación de tres monumentos. Uno en Pinamar, que exhibe la hélice de un Hércules TC-63; otro en la localidad bonaerense de Dolores, un Mirage en homenaje al mayor (PM) Gustavo Argentino “Paco” García Cuerva, caído el 1.º de mayo de 1982; y una cabina de un Hércules en El Palomar, cuyo fuselaje reza: “Los héroes solo mueren cuando se los olvida”. Y también formó el grupo “Hijos de caídos”.

Por último, constituyó una lámina con la foto y el nombre de los 55 oficiales de la Fuerza Aérea caídos. “La idea era poder recordar a nuestros viejos como queríamos nosotros, sus hijos. ¿Cómo? Sonrientes y orgullosos del uniforme que portaban, haciendo lo que tanto amaban. Como dice una estrofa de la marcha alas argentinas: ‘Y llevan en sus planos con gloria el pabellón’. Y como uno más, en nombre de los hijos de los caídos, no tengo duda alguna: juraron con gloria a morir”, concluye.


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