República Argentina: 10:44:08pm

Editorial publicado por www.lanacion.com.ar

En el mundo actual, la principal ventaja comparativa de un país pasa por sus instituciones, cuya solidez será la primera condición que analizará cualquier potencial inversor

En su reciente visita a España, el presidente Javier Milei no solo recogió aplausos, sino también quejas. No por asuntos de su gestión, sino por representar a la República Argentina, reconocida como la nación más incumplidora de sus compromisos internacionales. Es una herencia pesada que genera prevención acerca de cualquier nuevo presidente argentino hasta que los hechos demuestren lo contrario. En este caso, la protagonista fue la constructora Abertis, que acaba de presentar una demanda ante el Centro Internacional de Arreglos de Disputas sobre Inversiones (Ciadi) por 300 millones de dólares relacionada con las autopistas de acceso a la ciudad de Buenos Aires.

Es una historia que lleva más de treinta años. Comenzó en 1993, cuando el entonces presidente Carlos Menem logró convencer al mundo de que la Argentina había cambiado para siempre, a pesar de dos hiperinflaciones (1989 y 1990) y siete defaults de su deuda externa. Con su carisma personal y la seriedad de su equipo económico, llevó a cabo un programa de privatizaciones profundo y exitoso, como la construcción de los Accesos Norte, Oeste y Ricchieri a la Ciudad de Buenos Aires. La predecesora de Abertis, Dycasa, puso un tercio de los 700 millones de dólares “enterrados” por Autopistas del Sol, a recuperar con el cobro de peajes hasta el año 2020. Tras el abandono de la convertibilidad, la política de Néstor Kirchner pasó por congelar las tarifas de los servicios públicos y también los peajes de las autopistas, que siguieron operando a pérdida. No daremos detalles de este reclamo, pues es similar a tantas otras manchas de nuestro tigre celeste y blanco, irreconocible de tan manchado.

Lo citamos aquí pues es un ejemplo de la inseguridad jurídica que caracteriza a la Argentina. Según el reciente informe que el exjefe de Gabinete Nicolás Posse envió al Senado de la Nación, existirían casi 250.000 juicios contra el Estado Nacional, en distintas jurisdicciones y de diferente magnitud, incluyendo aquellos ante el Ciadi. Los más importantes se refieren al default de 2001, a la estatización de las AFJP y al incumplimiento de los contratos de las privatizaciones. Todos, por violación de compromisos, invocando emergencias siempre causadas por exceso de gasto estatal. Es decir, por aplicar axiomas populistas contrarios a principios elementales de la economía, para ganar votos a costa de demoler la credibilidad de nuestra palabra frente al mundo.

Los eventuales inversores se preguntarán: ¿Es confiable esta gente? ¿Honrarán promesas? ¿Respetarán sus leyes? ¿Reconocerán derechos adquiridos? ¿Regirá el Estado de Derecho o resolverán jueces “de la servilleta” como el postulado Ariel Lijo?

La Argentina ha sido el país más demandado ante el Ciadi, con más de 50 casos entre concluidos y pendientes, seguido por Venezuela. Según un estudio del economista Sebastián Maril, en lo que va del siglo se llevan pagados 16.538 millones de dólares por fallos o arbitrajes adversos por expropiaciones, pesificaciones y defaults. Sin incluir los 16.000 millones por violación del estatuto de YPF al expropiarse a Repsol, gracias a la “viveza” de Axel Kicillof, quien creyó que estaba jugando al truco y que podía persuadir a sus contrincantes de que tenía el as de espadas, cuando solo contaba con un 4 de copas.

Ahora se debate la Ley Bases en el Congreso de la Nación y muchos representantes del pueblo también juegan, como Kicillof, sus pequeños partidos sin advertir la importancia que tiene la seguridad jurídica para reconstruir la Argentina. Condenan el estilo de rockstar del presidente Milei, sus viajes al exterior y su falta de contacto con la realidad cotidiana, pero, a efectos de salir de la recesión, son mucho más graves sus acuerdos espurios para bloquear cambios en perjuicio de la mayoría silenciosa. En lugar de proteger intereses sectoriales o estructuras deficitarias e insostenibles, deberían tener el valor de compartir el esfuerzo de toda la población y apoyar la transición hacia un país que se desarrolle libre de sobrecostos mafiosos, trabas regulatorias y organismos redundantes.

El interrogante acerca de cuándo se reactivará la economía, aumentándose el empleo y el poder adquisitivo, se responde con una afirmación que contiene otra incógnita: dependerá de las señales que la política emita respecto de la viabilidad del cambio y la sustentabilidad de las transformaciones en curso. Es decir, de la confianza que genere el marco jurídico que las contenga, también llamada “seguridad jurídica”.

Toda mala señal del equipo de gobierno o de la oposición “dialoguista” afecta en forma automática la percepción del riesgo país. Y esto no es ideología.

Son tantos los males que aquejan la transición, con su secuela de pobreza y descontento, que el presente enturbia la visión del futuro posible. La Argentina tiene al alcance de la mano un aluvión de prosperidad si despliega sus múltiples fortalezas en el sentido correcto. El caso de Grecia, que sufrió una dura crisis financiera hace una década obligándola a un fortísimo ajuste, debe servirnos como ejemplo. Su crecimiento duplica el promedio de Europa y hay una demanda insatisfecha de empleo. Es cierto que integra la Unión Europea, pero no tiene Vaca Muerta, ni litio, ni cobre, ni soja, ni tres millones de kilómetros cuadrados.

Luego de años de desdeñar el esfuerzo, el mérito, el trabajo, el orden, el respeto al profesor y el acato a la ley, se ha “lavado la cabeza” de nuestra gente, haciéndola incrédula respecto de la potencia creadora de las instituciones liberales como si fueran cosas de mercaderes y no las bases éticas plasmadas por Juan Bautista Alberdi en la Constitución de 1853, hoy menos conocida que la letra de una cumbia villera.

La tentación de muchos es declarar “hasta aquí llegamos” y volver a las alquimias populistas, reclamadas por sindicalistas, kirchneristas y la izquierda retrógrada, secundados por otros que dicen A, pero votan B (escondiendo la mano). Quieren reactivar el consumo con gasto público, créditos blandos y subsidios, aunque haya que emitir “un poquito” pues, como dijo la exdiputada Fernanda Vallejos, confundiendo soberanía con defraudación: “Un Estado no necesita endeudarse porque puede emitir”. O retrotraer aumentos de tarifas y congelar precios, pues “deben alinearse con los salarios” (latiguillo de Cristina Kirchner). En definitiva, pedirle a Gabriel Rubinstein, exviceministro de Sergio Massa, que reemplace a Luis Caputo y desempolve las herramientas que guardó en un cajón el pasado 10 de diciembre.

Cuando exista seguridad jurídica basada en sólidos consensos colectivos, habrá empleo e inversiones. Es lo que aún falta para que nada falte.

Cuando un eventual inversor analiza a nuestro país, no solamente se interesa por el programa de gobierno, sino también por el pensamiento de la oposición, de las cámaras empresarias, de los sindicatos y pondera la influencia de otros factores de poder. Evalúa los buenos deseos de quienes han sido ungidos por el voto popular y su capacidad de hacerlos realidad, la solidez de las instituciones y la gravitación de quienes pueden frustrarlos. En este momento, al escuchar tantas críticas presentes y recordar tantas arbitrariedades pasadas, se preguntarán: ¿Ocurrirá de nuevo? ¿Es confiable esta gente? ¿Honrarán promesas? ¿Respetarán sus leyes? ¿Reconocerán derechos adquiridos? ¿Regirá el Estado de Derecho o resolverán jueces “de la servilleta” como el postulado Ariel Lijo?

Los posibles inversores observan con minucia cada gesto, cada pestañeo del receptor de capital a riesgo o deudor de un préstamo financiero. Cada movimiento brusco es interpretado en el peor sentido, aunque luego haya explicaciones. Toda mala señal del equipo de gobierno o de la oposición “dialoguista” afecta en forma automática la percepción del riesgo país. Y esto no es ideología, sino algoritmos que alteran índices y coeficientes, ante los cuales no hay excusas, guiños cómplices ni “códigos” vernáculos que los inversores puedan entender.

En el mundo actual, globalizado y volátil, la principal ventaja comparativa de un país son sus instituciones. Éstas reflejan, en definitiva, el grado de compromiso de un grupo humano con su futuro, con sus hijos, con los más débiles. Son fruto de su educación, de sus creencias colectivas, de sus valores compartidos. Cuando existe una base democrática que sostiene una estructura de normas estables, justicia independiente y equilibrio fiscal, fluyen capital e inversiones. En la Argentina, cuando exista seguridad jurídica basada en sólidos consensos colectivos, habrá empleo e inversiones. Es lo que aún falta para que nada falte.

LA NACION


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