Por Pablo Mendelevich publicado por www.lanacion.com
“No nos anima ni nos mueve ningún interés político, no hemos contraído compromisos con partidos o tendencias”, decía en 1930 la proclama del primer derrocamiento militar de un gobierno civil. Lo más interesante estaba en la oración siguiente, porque el Ejército golpista se explicaba a sí mismo con una transparencia y un candor irrepetibles: “estamos por lo tanto colocados en un plano superior”.
Sucedió el famoso 6 de septiembre de hace 95 años, día en el que al decir de Mario Vargas Llosa se jodió la Argentina. Inauguraba con estrépito la decadencia un general de aspecto prusiano apodado “Von Pepe”, el fascista José Félix Uriburu, al cabo repositor del fraude patriótico. Siguieron a lo largo del siglo, además de gobiernos civiles tutelados, cinco golpes más, el último de los cuales, denominado con hipocresía “Proceso de Reorganización Nacional”, industrializó el terrorismo de estado y produjo un drama colosal. Tan traumático que sus secuelas se arrastran hasta hoy, pese a que del nacimiento de la dictadura el año próximo ya se cumplirá medio siglo.
Es en la intersección de ese trauma con verdades a medias donde tal vez se incuba la polémica por la designación de un general en actividad como ministro de Defensa. Se ha dicho en las últimas horas, por ejemplo, que sólo hubo civiles a cargo del Ministerio de Defensa desde que se instauró la democracia continuada, dato incompleto, quizás, para concluir que triunfó la política. Pocos lo recuerdan, pero los últimos ministros de Defensa de la dictadura también eran civiles. Con la curiosidad de que uno de ellos, el dirigente del Partido Demócrata mendocino Amadeo Frúgoli, nombrado por Galtieri, precisamente estaba a cargo de la defensa nacional cuando le avisaron que el país entraba en guerra. El doctor Frúgoli actuó como ministro de Defensa durante toda la guerra de Malvinas. Recién lo cambiaron (por otro civil) cuando asumió Reynaldo Bignone la presidencia. Los argentinos tal vez se olvidaron de Frúgoli todavía más rápido que los libros de historia, eso debido al papel marginal que le cupo en 1982, un papel, si cabe el término en contextos bélicos, esencialmente protocolar.
La incorporación al gabinete del teniente general Carlos Alberto Presti, quien ingresó en el Colegio Militar en 1984 cuando al país ya lo gobernaba Alfonsín, quizás esté inflamando la carga simbólica que tiene la reiteración de ministros civiles de Raúl Borrás en adelante. Se insinúa que hubo una política de estado donde no la hubo. Mucho menos existió algo parecido a una secuencia de políticas de defensa. Todo lo contrario. Lo habitual, según varios expertos, fue la ausencia de políticas. Algunos lo explican con sencillez: darles una misión a las Fuerzas Armadas habría exigido aumentarles el presupuesto, lo cual habría conllevado la necesidad de dar explicaciones públicas, tarea engorrosa no sólo por el pasado sino porque involucra la geopolítica y las zigzagueantes políticas de derechos humanos de estas cuatro décadas.
La asfixia presupuestaria auxilió el objetivo de quitarles protagonismo a los militares para sacarlos del juego político con el que marcaron, laceraron casi todo el siglo XX. Menem lo hizo: terminó con los alzamientos carapintadas, suprimió el servicio militar obligatorio y, sobre todo, repartió indultos como pan caliente. Pero después vino otro gobierno peronista que en derechos humanos dispuso todo lo contrario.
Las políticas seguidas respecto de las Fuerzas Armadas por Alfonsín y por Menem también fueron bien distintas entre sí. Ninguna alcanzó el sesgo revanchista exhibido después por los Kirchner en su reelaboración nostálgica de la juventud maravillosa que quería un mundo mejor. A su vez Cristina Kirchner, quien tuvo tres ministros de Defensa de variada extracción ideológica (Nilda Garré, Arturo Puricelli y Agustín Rossi) empoderó como jefe del Ejército a un controvertido general de inteligencia, César Milani, que intentó reponer la doctrina del ejército subordinado, pero no a la democracia sino al gobierno peronista de turno. Al asumir, en 2013, Milani bregó porque las Fuerzas Armadas “acompañen con renovadas ansias el proyecto nacional”, o sea el kirchnerismo. Mientras Hebe de Bonafini inesperadamente lo blanqueaba, él sorteaba denuncias en los tribunales relacionadas con supuestas violaciones a los derechos humanos de los tiempos de la represión ilegal.
Es significativo que Milani reaparezca ahora como voz más enfática de las pocas que apoyaron públicamente la designación de un militar en actividad como ministro. A Milani no le agrada especialmente el liberalismo que él le atribuye al general Presti, pero aplaude que llegue el Ejército al gabinete nacional. O mejor dicho, que retorne. Milani debe tener más presente que Milei la historia de Perón, quien comenzó su carrera política precisamente como ministro de Guerra de la dictadura del 43.
En 1946, cuando todavía no existía el Ministerio de Defensa, no había un militar en el gabinete, había varios, empezando por el presidente. Perón tenía como ministro de Guerra al general de división Humberto Sosa Molina, quien había sido en la década anterior edecán del general Uriburu, el repositor del fraude. Luego, como miembro del GOU (Grupo de Oficiales Unidos), fue ministro de Guerra del gobierno militar de Farrel. En 1949 Perón convirtió a Sosa Molina en el primer ministro de Defensa Nacional. Permaneció como funcionario y en actividad hasta 1955, cuando el gobierno peronista fue derrocado.
Es extraño que los ministros de Defensa peronistas que critican la designación de Presti, como Rossi o Taiana, se hayan olvidado de que el mayor impulsor de sumar militares en actividad al gabinete haya sido el fundador y líder de su partido, a quien habitualmente veneran. Podrían decir que era otra época, que ahora es distinto, pero por algún motivo han preferido hacer como que el antecedente de Perón no existe. Rossi también se olvidó de que él fue quien le tomó juramento al general Milani cuando Cristina Kirchner intentó transferirle el manejo centralizado de la inteligencia, algo que la legislación prohíbe. Rossi dijo que la designación de Presti es un retroceso para la democracia, opinión que no tuvo respecto del general de inteligencia. Milani salió entonces a tuitear contra Rossi, pero en la categoría interna peronista: lo acusó de formar parte del gobierno fallido de Alberto Fernández. Vaya uno a saber qué cuentas pendientes esconde este intercambio.
Lo que más se parece a los tiempos del primer Perón es el hecho de que Presti permanezca en actividad. También es el aspecto más cuestionado de la designación. El problema estaría en el funcionamiento de la cadena de mandos y fundamentalmente en la jerarquización de las Fuerzas Armadas como interlocutoras del poder central. Se da por descontado que un teniente general de temas militares entiende bastante. No habría, pues, un problema de idoneidad para el cargo sino de poder. El propio Milei presentó el nombramiento como una reivindicación de las Fuerzas Armadas injustamente maltratadas por sus antecesores. El comunicado oficial hasta expresa la esperanza de que se esté frente al comienzo de una tradición. Pero en general las tradiciones no brotan con expresiones de deseos tempranas, como mínimo requieren de consensos sostenidos.
Lo de la idoneidad funciona como contraargumento, lo agitan los devotos del teniente general que llega al gabinete dado que ninguno de los ministros de Defensa de la democracia estaba especializado en temas militares cuando obtuvo el cargo. Algunos ni siquiera habían hecho el servicio militar.
Ocho eran abogados (Italo Luder, Humberto Romero, Oscar Camilión, Nilda Garré, Arturo Puricelli, Oscar Aguad, Luis Petri y el excepcional Horacio Jaunarena, quien desempeñó la cartera en tres oportunidades) y dos eran a la vez ingenieros y economistas (Roque Carranza, que es el único al que recuerda una calle de Buenos Aires, y Guido Di Tella). Entre los restantes hubo un periodista zonal (Raúl Borrás, de Pergamino, donde también trabajó en una pyme familiar de construcción de silos), un doctor en química (Germán López), un contador (Erman González), un administrador de empresas (Jorge Domínguez), un economista (Ricardo López Murphy), un ingeniero (Rossi, quien ocupó la cartera dos veces), un sociólogo (Jorge Taiana) y un médico oncólogo (José Pampuro). Todos ellos políticos.
Si hubiera una política de defensa que pudiera ser sostenida por futuros gobiernos la controversia en torno del jefe de estado mayor del Ejército ascendido el sábado a ministro seguramente sería menor. Urge acordar que la superioridad de los militares proclamada por Uriburu ya prescribió y que estas Fuerzas Armadas no son las de Videla.



