República Argentina: 2:14:21am

Por Carlos Manfroni PARA LA NACION publicado en www.lanacion.com.ar

Santo Tomás Moro (sir Thomas More) era el lord canciller de Enrique VIII de Inglaterra, hasta que fue encarcelado y después decapitado por negase a avalar el adulterio del rey y a firmar el Acta de Supremacía, por la que el reino se separaba de la Iglesia católica y el monarca pasaba a ser la cabeza de la Iglesia anglicana. Fue uno de los miles de mártires cristianos y hoy bien podría ser el patrono de los funcionarios públicos.

La tradición judía, recogida por el libro de los Macabeos, que forma parte de la Biblia, da cuenta del suplicio del anciano sacerdote Eleazar y también de siete jóvenes y su madre por negarse a comer carne de cerdo, como lo exigía un rey pagano, quien los quemó vivos.

En la tragedia griega, la famosa heroína Antígona, de la obra de Sófocles, es ejecutada por sepultar los cuerpos de sus hermanos, contra el mandato del rey Creonte.

Y ya mucho más cerca de nosotros, las siete décadas de la Unión Soviética y sus satélites dieron ocasión a cientos o miles de víctimas heroicas torturadas y asesinadas por obedecer a su conciencia, entre los millones de muertos que provocó el comunismo. Esto fue ayer nomás y, en países como Venezuela o Nicaragua, sigue ocurriendo.

Tras la caída del Muro de Berlín, la autoridad del Estado, como fuerza opresora de la conciencia, perdió poder en Occidente. Sin embargo, enseguida fue reemplazada por una corriente cultural, también hoy opresora, que se expresó en el mundo a través de los medios masivos de comunicación, de los foros de las Naciones Unidas y de la sociedad civil. Pronto se propagó, por simpatía o por temor, a todos los estamentos con poder gubernamental y no gubernamental: los Estados, el empresariado, el periodismo y el gran mundo de las fundaciones y asociaciones socialdemócratas.

Se trata de una serie de postulados que, en su conjunto, conformaron la llamada “cultura woke” y que se introdujeron en los países con el método de los estafadores del rey desnudo, del cuento de Hans Christian Andersen. Aquellos defraudadores se presentaron como sastres y simularon confeccionar un traje que, según su relato, únicamente los tontos no podían ver, por lo que todo el pueblo llegó a elogiar la vestimenta real. La farsa terminó cuando un niño, en su inocencia, gritó que el rey estaba desnudo y solo entonces el pueblo se atrevió a reconocer lo que siempre había sido evidente para todos.

Lo mismo que en aquel clásico relato infantil, la cultura woke no amenaza ya con la muerte, sino con el ridículo, con el oprobio y la cancelación, lo que puede llegar a ser peor, porque quizás alguien se enfrenta decidido a la muerte en un momento heroico, pero el ridículo se arrastra de por vida.

“Cancelación” es, tal vez, el único término que el sentido común ha conseguido instalar en la jerga actual. La izquierda y su cultura “progresista” imponen a sus oponentes una muerte civil que podría compararse con la “zombificación” del ritual vudú de los haitianos. Aquel proceso hacia la muerte cívica es tan literal que se sepulta al condenado y su nombre es suprimido de los registros públicos y de todo texto que lo mencione. Previamente, se le aplica una sustancia tóxica procedente del pez globo, que primero lo hace entrar en estado de coma y, después de ser desenterrado, lo convierte en un individuo sin conciencia ni personalidad que vaga por las calles, carente de sentido y de memoria. Verdaderamente un zombi.

Las minorías woke condenan a las mayorías a perder la conciencia, a no exhibirla o, peor, a pronunciarse en un sentido contrario a ella. Una vez rociadas con la sustancia venenosa del pez globo, multitudes son enterradas y desenterradas para que sigan, como zombis, la agenda y el lenguaje de la diversidad, de la corrección política, de la negación de sí mismas y de su identidad. Hasta nos quisieron imponer un idioma al que paradójicamente llamaban “inclusivo”, pero que era nada menos que la exclusión de nuestras propias raíces, preservadas en este mundo por el poder de la palabra.

Como toda revolución, la cultura woke comenzó reclamando derechos y libertades para determinadas minorías y acabó coartando las libertades de las mayorías. El camino siempre es el mismo.

No bastó con la equiparación de derechos; no resultaron bastantes las libertades –justas en algunos casos– y ni siquiera fueron suficientes el amor, la comprensión y la concordia para convivir pacíficamente con quienes honraban sus propias tradiciones. Exigieron la adhesión íntima, completa y expresada en voz alta a los nuevos dogmas de la cultura woke. La entrega de todas las banderas, incluyendo, en el caso argentino, el pabellón nacional, en beneficio de la bandera a cuadros multicolores del indigenismo. Quien no lo hiciera ya no sería solamente un tonto, sino también un fascista, un energúmeno, un dinosaurio que no merece vivir en sociedad.

Llegó un momento en que no solo la izquierda condenó a quienes nunca acatamos ese armisticio del pensamiento.

La cultura woke es un catálogo al que se adhiere o no; no importa si sus postulados son contradictorios, porque el Occidente actual ha desterrado la lógica y prescinde del principio de no contradicción.

Con el mismo énfasis con el que se repudia la pena de muerte a los culpables, se reivindica el derecho a matar a los inocentes. Todo aquel que se oponga al aborto será, para ellos, un troglodita, un marginal del pensamiento y la cultura. Imposible pedir coherencia a esta construcción mental.

Hace poco más de dos años, dos jueces fueron sancionados por atreverse a mencionar el aborto en términos negativos en una sentencia y por negarse a fundar su fallo en la “perspectiva de género”, a pesar de que impusieron 35 años de prisión al violador al que condenaron.

La Argentina, por otro lado, tiene sus propios códigos de cancelación. A cualquiera que mencionara en un medio público a una víctima de la guerrilla de los 70, entre las más de mil que resultaron asesinadas, hasta hace poco se lo interrumpía y se le preguntaba inmediatamente: “¿Y qué opina usted de la dictadura?”, como si la compasión por una persona lo hiciera a uno cómplice de la muerte de otra. Así fue como ellas quedaron olvidadas, hasta hace poco, por todos los estamentos de la sociedad.

Y aun así, el silencio no alcanza. Existen entrevistadores que pasan revista al pensamiento para condenar en el futuro una y otra vez la respuesta fuera de catálogo.

El sexo, el lenguaje, la nacionalidad y hasta Dios mismo o, mejor dicho, comenzando por Dios, la cultura woke ha puesto todo en entredicho. Hoy se habla de la “voluntad del universo” o cosas parecidas que no fastidien al narcisismo actual. El poder de esta revolución es directamente proporcional al grado de narcisismo de los individuos que componen una sociedad.

Hoy, desde distintos rincones del planeta, desde Donald Trump hasta Javier Milei y Georgia Meloni, han surgido quienes con voz suficientemente fuerte gritan que el rey está desnudo y que su traje era una estafa. Es la “revolución del sentido común”, como la llamó el propio Trump en su asunción. Es el tiempo de recuperar la conciencia.

 

 

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