Por Jorge Tisi Baña
Martín Balza vuelve cada tanto a la palestra ávido de mantener vigencia pública y tratar de consolidar su supuesto prestigio de “general de la democracia” ante una parte de la sociedad que, obviamente no lo conoce bien, ni a él ni a sus miserias.
Ahora vuelve a la carga con un artículo plagado de denuncias y falsedades contra gente que ya no puede defenderse, a quienes les rindió obsecuente pleitesía durante sus años de servicio en actividad, y a quienes ahora, después de muertos, se atreve a acusar de los crímenes más infames.
No me voy a poner a contestarle a Balza. Porque no soy quien para eso y porque hay gente más autorizada que yo para responderle con mejores fundamentos. Yo solamente digo que si él realmente creyera en lo que sostiene, debería haberlo manifestado a sus superiores por la cadena de mandos cuando estaba en actividad y haberse retirado honrosamente de la fuerza por no compartir los procedimientos con los que se libró la guerra contra el terrorismo. Lo que no se puede es decir y actuar de determinada manera en un momento y hacer exactamente lo contrario en otro, en virtud del sentido en que soplaban los vientos.
En su largo escrito vuelca todo su resentimiento, probablemente producto del tremendo desprecio que despierta entre quienes fuimos sus camaradas y reparte excrementos a discreción contra generales ya fallecidos, a quienes “les pegó las chauchas” con obsecuencia en otros momentos de su carrera. Es comprensible, porque él nunca se enteró de nada de lo que ahora dice que pasaba (ni siquiera de que hubo una guerra contra el terrorismo) porque estaba en Perú.
Llama a Videla “general de escritorio, carente de liderazgo y firmeza en el ejercicio del mando, irresoluto, dubitativo y timorato”. No estoy escribiendo esto para defender a nadie, sino para hacer notar que el propio Balza en 1989, siendo Director General de Institutos Militares, le envió una esquela protocolar al teniente general Videla, deseándole a él y a su familia unas Felices Pascuas, expresando que, “con el tiempo, su valor será reconocido por la ciudadanía”. Un par de meses más tarde, el 26 de mayo, ya como Jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas, le envió una nueva esquela, esta vez con elogios hacia su persona y hacia el Proceso, haciéndole llegar su “más profundo agradecimiento a quien tanto diera por el engrandecimiento y profesionalización de la institución que con tanto cariño hemos abrazado”, agregando de puño y letra al final: “¡Hasta siempre, mi General!” Por último, el 20 de diciembre de ese mismo año, le envió una última nota de salutación con motivo de Navidad que decía textualmente: “De cara a una nueva recordación tan significativa para la cristiandad, deseo hacerle llegar un especial y afectuoso saludo que le ruego haga extensivo a su familia. A nadie escapa que los tiempos de la historia han empezado a reubicar los hechos, iluminando la verdad que algunos intentaron colocar bajo un cono de sombras tan falso como poco creíble. La conjunción de estas fiestas navideñas y el brillo de una gesta heroica que empieza a adquirir su real dimensión a pesar de las falacias, debe ser interpretado con la fe y la esperanza del que contempla un nuevo amanecer.” A eso mi abuelita lo llamaba borrar con el codo lo que se escribió con la mano, y a esta altura, en que somos pocos nos conocemos bien, no me parece un acto digno de alguien que presume de caballero. Otros podrán decir que se trata de traición, o cuanto menos, de un profundo viraje ideológico de un extremo a otro.
Por último y con respecto a su pasquín, Balza dice textualmente: “En el Ejército, el mayor poder de decisión sin límites ni control lo tenían los generales Santiago Riveros, Luciano Menéndez, Genaro Díaz Bessone, Albano Harguindeguy, Carlos Suárez Mason, Leopoldo Galtieri y Jorge Videla. Ellos, y otros, deslizaron sus responsabilidades en jóvenes oficiales y suboficiales. Las víctimas del sistema fueron obreros, estudiantes, empleados, docentes, políticos, sindicalistas, periodistas, diplomáticos propios, religiosos, soldados, mujeres y niños y algunos deportistas y militares”. Me permito agregar que todos esos, o al menos la inmensa mayoría tenían un denominador común, eran terroristas subversivos que, mimetizados entre la población, atacaron cobardemente al pueblo argentino, integrando organizaciones armadas, para tratar de derrocar un gobierno democrático e instalar en su lugar una dictadura del proletariado embebida por ideas foráneas, completamente ajenas a nuestra forma de sentir y de pensar como argentinos, occidentales y cristianos.