Por Adrián Pignatelli publicado en www.infobae.com
En el ataque británico al Crucero General Belgrano se entrecruzan miles de historias. Una de ellas es la de Oscar Fornés, quien cumplía a bordo con el servicio militar. El momento del ataque y la ola milagrosa que golpeó el casco y alejó a las balsas del lugar en que podrían haber sido succionados durante el hundimiento del buque. La supervivencia en las aguas frías y cómo se abrió camino en la dura posguerra
El domingo 2 de mayo de 1982 dos torpedos hundieron al crucero General Belgrano, provocando la muerte de 323 tripulantes
La dotación del buque era sometida a un riguroso sistema de trabajo. Además de las ocho horas de guardia que hacían por día, practicaban una y otra vez el zafarrancho de combate y de evacuación a un ritmo que llegaron a aprenderlos de memoria. Oscar Fornés, conscripto clase 1961, ese domingo 2 de mayo estaba de guardia en el puesto de radar en el Control de Información de Combate, a la altura del puente de comando, en el centro del buque, donde compañeros se habían acostumbrado a ir para preguntarle hacia dónde iban o qué pasaba. A veces Fornés podía decirles y otras no.
Estaba esperando su relevo cuando una terrible explosión que frenó de golpe el buque lo tiró al piso. Eran las cuatro de la tarde y un torpedo había impactado en el Crucero General Belgrano.
Estaba muy lejos de Arroyo Dulce, el pueblo que está a mitad de camino entre Salto y Pergamino. Allí nació el 12 de agosto de 1961 y cuando le empezó a no ir tan bien en la escuela técnica porque trabajaba de matricero en una fábrica metalúrgica, renunció para poder egresar como técnico mecánico.
En las aulas escuchó el sorteo para el servicio militar, y no entendió qué significaba el 950 que le había tocado en suerte. Fue el 2 de abril de 1981 cuando desde el distrito militar de Ramos Mejía -que desestimó el recurso que presentó de sostén de madre viuda- lo enviaron a Puerto Belgrano y lo destinaron al crucero.
Para Fornés, “fue una colimba buena”. Destinado a la división operaciones, lo mandaron a hacer el curso de radarista. Recuerda que las guardias eran duras, que había mucha responsabilidad, pero que con el buque tuvo la oportunidad de conocer destinos para él impensados: toda la costa patagónica, Ushuaia y hasta la Isla de los Estados.
Fue en 1982 que el buque cubrió un largo periplo que empezó en Puerto Belgrano, llegó a Tierra del Fuego y de regreso anclaron frente a Punta del Este. En junio debía irse de baja, y a fines de marzo notaron en la base un inusitado movimiento de gente extraña, que manipulaba cajas con municiones y víveres. Se les ordenó incrementar las tareas de mantenimiento.
Un día se despertaron y vieron que la base estaba vacía. El 2 de abril a las ocho de la mañana el capitán de navío Héctor Bonzo, comandante del buque, los hizo formar en la plaza de armas y les comunicó la recuperación de las islas y que irían a la guerra.
El 16 de abril zarparon con rumbo sur luego de incrementar la dotación a casi el doble. Eran 1093 tripulantes. Los días los ocupaban en rigurosos entrenamientos de combate y de abandono.
Fornés describió al barco como una ciudad flotante, con comedores, cocinas, peluquerías, lugares de esparcimiento, con un hangar donde se practicaban deportes o se acondicionaba como una sala de cine. La comida era abundante y los ambientes estaban calefaccionados.
El 22 llegaron a Ushuaia, desde donde le escribió a su mamá Ana. Dos días después zarparon, reagrupándose con otros buques, como los destructores Piedrabuena, Bouchard, el aviso Gurruchaga y un petrolero. Fue el último puerto que tocó el Belgrano.
El 1 de mayo les anunciaron que atacarían un objetivo enemigo con el portaaviones 25 de mayo, pero a las cinco de la mañana del día siguiente supieron que la misión se había suspendido porque el escaso viento impedía el despegue de los aviones. Pusieron proa a la isla de los Estados.
Fornés estaba en la central de información de combate, esperando a su relevo Ramón Iturria, quien se había quedado dormido. Al despertarse fue rápido por la merienda en el comedor cuando una bola de fuego lo envolvió y, gravemente herido por las quemaduras, se desvaneció. Así lo encontró el propio Fornés, quien recuerda de esos momentos que se había cortado la luz y un fuerte olor a pólvora y azufre.
Luego del segundo torpedo, que borró unos quince metros de la proa, la situación se tornó irreversible, y minutos después se ordenó evacuar. Fornés destaca que no vio escenas de pánico, que sirvieron los simulacros que habían hecho una y otra vez y mientras se dirigía hacia las balsas, daba gracias que el torpedo no hubiera afectado a los tanques de combustible que habían cargado en Ushuaia, y que tampoco se incendiase el combustible de los helicópteros, lo que hubiera convertido al barco en un verdadero infierno.
Entendió que si Iturria no se hubiera quedado dormido, él seguramente hubiera muerto, porque su idea era la ir a descansar al lugar donde impactó el primer torpedo.
En la balsa asignada, eran 15 más el negro Iturria, a quien se lo subió envuelto en una frazada. Logró hacerse de una bolsa con ropa, frazadas y víveres.
El crucero se escoraba irreversiblemente a babor y el viento hacía que las balsas se acercasen peligrosamente al casco. Fornés dice que, en medio de la desesperación de la gente que temía ser succionados cuando el buque se hundiese, fue Dios quien mandó una ola que golpeó el casco y alejó a las balsas.
Mientras el buque desaparecía en las frías aguas, hubo tiempo para cantar el himno y dar varias hurras al Belgrano. Asegura que fue un momento muy emocionante, aunque en las horas siguientes debieron afrontar otros desafíos.
Un temporal, olas de dos metros que con el correr de las horas se transformaron en gigantescas de nueve, con un fuerte viento y una temperatura de quince grados bajo cero. Confesó a Infobae que debieron aprender a sobrevivir, y la premisa fue no quedarse dormido y pegarse uno con el otro para darse calor.
Cada tanto el suboficial Quipildor, familiar de Zamba Quipildor, los hacía numerar y los mantenía ocupados. Era noche cerrada, no se veía nada y el profundo silencio solo era quebrado por los quejidos de Iturria.
Siempre hubo agua dentro de la balsa, que se la sacaba con las manos. Muchos se descompusieron. Fornés aún recuerda que al mediodía había almorzado ravioles y también había sopa juliana. Descubrieron que el vómito sobre el cuerpo daba unos segundos de calor, así como orinar dentro de una bolsita, la que acercaban a los labios y a la punta de los dedos. La sensación de calor era reconfortante, pero duraba segundos.
La noche del 2 de mayo hasta el amanecer del 3 se les hizo interminable. Hubo un halo de esperanza con los primeros rayos de sol y más a las 13 horas cuando los sobrevoló el Neptune 111. Recién serían rescatados a las cuatro de la mañana del 4. Fue el aviso Gurruchaga quien los rescató.
Los recibieron con chocolate bien caliente y comieron churrasco con huevo frito. Las vueltas de la vida hicieron que comieran el pan que dos días antes se había elaborado en el crucero y que le habían pedido del aviso Gurruchaga.
El día que regresó a su casa se casaba una prima. Lo esperaban para la ceremonia, pero fueron tantas las preguntas que sufrió una especie de shock que lo hizo irse del lugar.
El domingo a la mañana lo invitaron a jugar al fútbol, pero se negó, se sentía débil. Fueron varias veces las que insistieron hasta que accedió. En realidad no había ningún partido: en el centro del campito donde se jugaba, habían colocado una bandera con una caña tacuara de mástil. Cuando llegó, todos los vecinos, amigos y familiares le cantaron el himno. Es un momento que nunca olvidó, como tampoco al apoyo de su hermano Jorge.
La presión era mucha. Ya vivía en General Sarmiento y decidió pasar una temporada en su pueblo natal, donde trabajó en el campo hasta que Garay, el dueño de la fábrica donde había trabajado antes, le ofreció empleo. Recuerda que comenzó un lunes a las nueve de la mañana. En la puerta del establecimiento habían colocado una bandera argentina en su honor.
En 1985 comenzó a dar clases de máquinas herramientas en el Enet N° 1 hasta 1991, cuando se asoció con el ingeniero Jorge Pérez, y juntos fundaron una pyme metalúrgica donde trabajan 12 personas. Pérez falleció durante la pandemia y él quedó a cargo de la empresa y confesó que la situación está muy floja.
En 1983 se casó con Mirta Graciela y tienen dos hijas, Anabela, que está por recibirse de médica y Micaela, que estudia derecho y lo ayuda en el taller.
Remarcó que en su vida de posguerra hay cuatro hitos: cuando en 1994 fue invitado a navegar en el rompehielos Irízar hasta el lugar donde a tres mil metros de profundidad descansa el crucero; cuando viajó a las islas junto a otros veteranos en 2012 y los dos cruces de la cordillera de los Andes que hizo en 2015 y 2017.
Asegura tener la mente tranquila, no tuvo pesadillas, y remarca que la posguerra para el veterano fue dura para muchos y criticó la indiferencia del Estado de entonces. Se dedica a dar charlas en las escuelas y desde 1995 participa de los homenajes al crucero que se organizan en Puerto Belgrano. Dice que son ceremonias muy emotivas, ya que participan sobrevivientes y familiares de los caídos y se hace frente al muelle de donde zarpó el buque.
Contó que Iturria debió someterse a varias operaciones, logró recuperarse y son grandes amigos.
Afirma que el destino se empecina en relacionarlo al conflicto del Atlántico Sur. Cuando vivía en Barrio Parque, a una cuadra de la ruta 8, la calle se llamaba Almirante Brown, y la de la esquina le habían puesto Cabo Sosa, un caído del Belgrano. Y el partido General Sarmiento a partir de 1995 cambió su nombre por el de Malvinas Argentinas.
Insista que la misión de los veteranos es contar lo que ocurrió, aclarar que no eran chicos de la guerra y que fueron a defender la Patria.
Guarda como tesoros del Belgrano su llavero, un cinto y su gorra manchada con petróleo del buque, el que desapareció en las aguas mientras los sobrevivientes lo despedían cantando el himno, como un bravo compañero que estuvo en las buenas y en las malas.