POR AGUSTÍN DE BEITIA * publicado en www.laprensa.com.ar
Instalado en Salta, el Ejército Guerrillero del Pueblo inauguró los ataques de la Cuba castrista. La operación de busca y captura lanzada por la Gendarmería Nacional en la espesura del monte desbarató la avanzada del “Che”. Pero no sería más que el germen de la tragedia de los años setenta.
El foquismo, esa idea de que un pequeño grupo de hombres, con acciones típicas de la guerra de guerrillas, podía activar una revolución y levantar a las masas, desvelaba a Ernesto Guevara desde poco después del triunfo de la Revolución Cubana. Su ambición de trasladar la experiencia de Sierra Maestra a toda la Cordillera de los Andes pronto empezó a ser programada bajo el nombre de Operación Fantasma y contemplaba un foco en el norte de la Argentina.
La aparición del Ejército Revolucionario del Pueblo (EGP) en la zona del departamento de Orán, Salta, a mediados de 1963, fue ese primer intento de la Cuba castrista por instalar una guerrilla marxista en nuestro territorio. Si pudo ser sofocado a tiempo fue por una combinación de factores, entre los cuales hubo errores propios y circunstancias un tanto azarosas, pero también una acertada información de inteligencia y una exitosa operación de busca y captura que lanzó en esa zona la Gendarmería Nacional.
Sesenta años acaban de cumplirse desde el enfrentamiento armado que sellaría el final de aquella experiencia, combate en el que murió el cabo (post mortem) Juan Adolfo Romero, primer caído en la lucha antiterrorista. La semana última en Orán se tributó un justo homenaje a quienes repelieron esa agresión armada contra la Argentina, aunque la escasa repercusión pública del acto sugiere que aquellos acontecimientos son aún poco recordados y peor dimensionados.
La avanzada guerrillera, aunque neutralizada, dejaría al descubierto que los hilos de la infiltración se extendían hasta Praga y Argel y que eran dirigidos desde La Habana, que los servicios de inteligencia de esos países se implicaron en este proyecto, y que los insurgentes contaban con amplios recursos económicos, bases de operaciones, medios, logística, entrenamiento en el exterior y hasta armas más sofisticadas que las fuerzas regulares de nuestro país.
OPERACIÓN SOMBRA
La elección de la Argentina para instalar un foco en 1963 se debía a que Guevara creía que las condiciones eran favorables, con un presidente como José María Guido que estaba en salida, en medio de una crisis económica y con unas elecciones a la vista que tendrían a las FF.AA. y sus feroces divisiones internas como telón de fondo. Elecciones donde sería proscrito el peronismo, lo que favorecía que el ala izquierda del movimiento se acercara al comunismo.
El “Che” encargó la que se llamaría “Operación Sombra” (o “Penélope”) a Jorge Masetti, un periodista argentino y agente cubano de 34 años al que había conocido en Sierra Maestra.
Masetti, quien para 1963 ya había intervenido en la guerra anticolonialista de Argelia y había recibido instrucción militar-terrorista en Cuba, como muchos otros argentinos, marcharía al frente de una vanguardia de oficiales cubanos y terroristas argentinos, que operaría a la espera de un contingente mayor, encabezado por el “Che” Guevara. Por eso adoptó el nombre de Comandante Segundo (el primero sería Guevara).
Entre los hombres que integraron el núcleo del EGP estaban el argentino Ciro Bustos (alias “Laureano” o “Pelado”); el oficial cubano Horacio Peña Torre (alias “Capitán Hermes”), un joven oficial de la FAR que fue escolta del Che; y los argentinos Leonardo Werthein, médico, Federico Méndez (“Basilio”), que había peleado contra Batista y en Argelia, y otro que pasó a ser conocido como “Miguel”. Luego aparecieron Abelardo Colomé Ibarra (“Furry”) y Juan Alberto Castellanos, otro oficial de las FAR que había combatido junto al Che en Sierra Maestra.
Masetti partió de La Habana en diciembre de 1962 junto a un puñado de esos hombres. Luego de varios días en Praga y París, y meses en Argelia (donde recibieron más entrenamiento militar y colaboración de inteligencia), en mayo partieron hacia Bolivia, con escalas en Roma y San Pablo. En Bolivia permanecieron en una quinta llamada Sidras, que sería su futura base de operaciones, donde continuaron con su entrenamiento militar. El cruce del río Bermejo para entrar a la Argentina sería el 12 de junio de 1963.
La zona elegida para esta aventura, de clima tropical, se encuentra muy próxima a la frontera y a las faldas de la cordillera subandina, que va escalando hacia el oeste desde los 400 metros hasta los casi 4.000 metros de altura. Una zona atravesada por grandes ríos, que a veces llegan a ser caudalosos, y cubierta de densa vegetación selvática. También está próxima al Ingenio Tabacal.
Masetti confiaba en poder soliviantar al personal de los ingenios, como Tabacal o Ledesma (Jujuy), y a los braceros bolivianos que acuden a la región para las zafras, en un número que, según se calculaba, rondaría las 25 mil o 30 mil almas.
La primera fase, bautizada “Operación Trampolín”, consistió en el reconocimiento del terreno, el estudio de los movimientos de Gendarmería, y la instalación de una poderosa radio de alta frecuencia para comunicarse con la base de operaciones en Bolivia y con La Habana.
El segundo y definitivo ingreso sería en septiembre, curiosamente cuando la situación en Argentina parecía encarrilarse con el triunfo de Arturo Humberto Illia. La ausencia de una intervención militar era un cambio en las “condiciones objetivas” que había creído ver el “Che”, pero la operación continuó igual. Incluso Masetti escribiría una carta abierta al nuevo presidente exigiéndole que renuncie, por considerar que su victoria se debía a un escandaloso fraude electoral y a la tutela de las FF.AA. Una carta que firmaba como “Comandante Segundo”, pese al sigilo que se habían autoimpuesto, y en la que revelaba que “subimos a las montañas armados y no bajaremos de allí sino para dar batalla”.
A partir de entonces los insurgentes se dedicarían a la instalación de seis campamentos o “embutes” -Anta Muerta, San Ignacio, La Calera, La Toma y El Alisal- donde depositarían pertrechos y víveres, y para otras operaciones logísticas, lo que los llevó a ampliar el radio de acción.
Los insurgentes, en ese tiempo, realizaron una activa tarea de reclutamiento en diferentes provincias -principalmente Córdoba, Mendoza y Buenos Aires- entre jóvenes universitarios. Lo hacían a través de los Comandos Revolucionarios Peronistas y la Federación Juvenil Comunista.
Según referencias citadas por el escritor Juan Bautista “Tata” Yofre, quien investigó el caso, como antes lo había hecho Carlos Manuel Acuña, gracias a esos reclutamientos el EGP llegó a tener en el terreno una treintena de hombres, que con las células de apoyo se incrementaba a medio centenar.
La idea de Masetti era realizar actividades de propaganda entre los habitantes de los valles y en las poblaciones que pudieran ser ocupadas para hacer demostraciones de fuerza.
No sabían, sin embargo, que la Gendarmería ya les seguía los pasos, tampoco que los pobladores -lejos de plegarse a la revolución- habían dado aviso de su presencia, y mucho menos que habían sido infiltrados por la Policía Federal, que tenía allí dos agentes encubiertos. El Ejército y la Gendarmería Nacional (GN), a su vez, ya contaban con su propia información de inteligencia.
Con los datos disponibles, el comandante principal Roberto Bogado, jefe del Escuadrón 20 de GN con asiento en Orán, eligió en febrero de 1964 a una treintena hombres con la misión de entrar al monte para jugársela y hallar al enemigo que acechaba a pocos metros, en la espesura. Para eso fijarían su base en Colonia Santa Rosa. Luego, ese despliegue llegaría a incluir a unos 50 hombres en total.
Uno de esos hombres movilizados en lo que se conoció como “Operación Santa Rosa” era el actual comandante (r) Ángel Cerúsico, tucumano, de 80 años, que entonces tenía 20 y acababa de graduarse en la Escuela de Oficiales de Gendarmería Martín Miguel de Güemes, de La Matanza.
Los problemas estaban a punto de comenzar para los guerrilleros. El malestar se hacía sentir en sus filas. Algunos, acostumbrados a la vida urbana, no soportaban los rigores del clima y la geografía. Luego se sabría que dos fueron fusilados por orden de Masetti por indisciplinas, Adolfo Rotblat y César Bernardo Groswald.
TODO SE PRECIPITA
En marzo todo comenzó a precipitarse. Cerúsico cuenta hoy a La Prensa que se formaron patrullas de “entre cinco y diez hombres” que salían hacia el monte “en distintas direcciones” para dar con esos hombres. “La misión era rastrearlos, perseguirlos, no darles tregua, no dejarlos descansar”, asegura.
El día 4, en los márgenes del Río Colorado, una patrulla detuvo a siete hombres del EGP, entre ellos dos que habían desertado y que resultaron ser los agentes encubiertos de la policía. Los interrogatorios aportaron información fresca sobre la moral de la banda, el armamento, las reservas con que contaban y sus dificultades.
El día siguiente se halló el principal de los campamentos guerrilleros, el de “La Toma”, una excavación en la montaña en la que se encontraron armas automáticas, explosivos, documentación castrocomunista y otros elementos para la vida en el monte. Cerúsico formó parte de esa acción.
El actual comandante de GN relata que los insurgentes primero “huyeron hacia el oeste, hacia el Valle Colorado, y luego hacia el norte”. En su persecución, “las patrullas pasaban entre cinco y quince días siguiendo rastros montaña arriba, y en medio de la vegetación selvática, que no permite ver a más de cinco metros de distancia”, según recuerda. “Al cabo de ese tiempo iniciábamos el descenso para volver a Colonia Santa Rosa, y en el camino de vuelta nos cruzábamos con nuestros relevos”, dice.
“Las distancias eran de hasta 40 o 50 kilómetros”, dice. Como debían atravesar todo el tiempo cursos de agua sus uniformes estaban siempre mojados, y en ese ambiente sombrío no se secaban, por lo que terminaron avanzando en ropa interior, según cuenta. La misión que tenían era empujarlos lejos de sus provisiones y tal vez dejarlos encerrados en la cima de un despeñadero.
Cerúsico admite que los insurgentes tenían armas y uniformes más modernos, de origen estadounidense, y hasta equipos de comunicación portátiles. En contraste, la GN tenía sólo unas radios semejantes a cajones que “ya eran viejos en la Guerra de Corea”, según la investigación de Carlos Manuel Acuña.
“Ellos tenían carabinas M-16 americanas, muy livianas, subfusiles Thompson y granadas tipo “piña” del mismo origen. Todo su armamento era americano, salvo las bazucas, que eran rusas, y las pistolas ametralladoras con silenciador, checoslovacas. Nosotros, en cambio, no teníamos granadas personales. En Argentina no existían. Y solo teníamos la pistola ametralladora Halcón, argentina, más antigua y de menor calidad, y las carabinas Mauser, de tiro a tiro, que habían sido fabricadas en 1909”, detalla Cerúsico.
El comandante explica que tampoco tenían apoyo aéreo: “helicópteros no había y los aviones resultaban inútiles en esa zona de vegetación tan espesa”, aclara.
Sin embargo, la información aportada por los detenidos y, sobre todo, una carta hallada en su poder, dirigida a Masetti, permitió dar con un centro de reunión en la ciudad de Salta donde se halló más documentación y un diagrama de contactos para operaciones en Jujuy.
A los insurgentes, en el terreno, para entonces solo les quedaba huir en condiciones cada vez más desventajosas y afrontar los primeros choques con una doctrina invertida: lejos de golpear y replegarse, como pretendían, solo atinaban a defenderse mientras huían. Habían perdido la iniciativa.
Para fines de marzo ya se había tendido un cerco en torno a la zona montañosa donde operaban. El director general de la GN, el general de brigada Julio Alzogaray, tenía claro ya para entonces el desafío que enfrentaba la Argentina: “Este es el primer paso de la guerra revolucionaria”, afirmó, según los diarios de la época.
El 15 de abril una patrulla del Escuadrón Orán de la GN detuvo en el curso del Río Piedras a cuatro guerrilleros, entre ellos Federico Evaristo Méndez, que habían bajado de la montaña debilitados por el hambre y el cansancio. Dos días más tarde, en la misma zona, detuvieron a otros dos que bajaron por el mismo motivo: habían estado comiendo pastos y raíces. Luego se sabría que algunos habían muerto por inanición.
Al día siguiente, 18 de abril, otra patrulla que avanzaba por la ribera del Río Piedras avistó a dos guerrilleros, el “Capitán Hermes” y el guerrillero “Jorge”, que bajaban desde el alto y, al ver a los uniformados, huyeron hacia arriba. Los gendarmes se lanzaron en persecución y dos de ellos, Juan Adolfo Romero y Alfonso Portillo, se adelantaron.
Al llegar a un claro, donde había un campamento insurgente, uno de los guerrilleros se internó en la selva mientras que el otro, el Capitán Hermes, giró sobres sus talones y disparó dos ráfagas cortas. Portillo alcanzó a tirarse al suelo en tanto Romero, que tenía al enemigo cubierto con su arma, la accionó, pero el proyectil no salió. Esa ocasión fue aprovechada por el cubano, que abatió a Romero con su carabina M-16, tras lo cual prosiguió su huida en medio de los disparos del resto de la patrulla que ya había llegado al lugar.
Tres gendarmes fueron enviados tras los fugitivos. Recorrieron unos 15 kilómetros hasta un obraje de un tal Martínez, donde se desarrollaba una intensa actividad de desmonte. Martínez dijo que unos guerrilleros pasarían al anochecer a buscar alimentos que les habían encargado, previo pago. Así que dos de los gendarmes se escondieron para esperarlos, mientras un tercero bajó vestido de civil a buscar refuerzos.
Al caer la tarde, aparecieron finalmente el “Capitán Hermes” y “Jorge”. El primero caminó detrás del capataz Pascual Bailón Vázquez y, cuando el gendarme Luis Rosas impartió la orden de detención, el cubano asesinó por la espalda a Bailón Vázquez y empezó a disparar ráfagas cortas.
Rosas disparó su ametralladora Halcón 11.25 pero el arma se le trabó. Mientras “Hermes”, sin verlo, disparaba buscándolo, Rosas se tomó el tiempo para recargar, apuntó y esta vez dio muerte al cubano.
El otro guerrillero, “Jorge”, que resultó ser Jorge Raúl Guille, estudiante de medicina cordobés, y que corría para cubrir a “Hermes”, fue divisado por los refuerzos de gendarmería que, con un disparo, lo hirieron de muerte. Los rastrillajes en busca de más insurgentes continuaron hasta mayo.
Aislado de todo contacto con el exterior, sin apoyo local, rechazado por la población, hambriento, perseguido, el EGP quedaría disuelto luego de que algunos de sus integrantes murieran por inanición, otros huyeran y otros -con la moral destrozada- cayeran presos. Estos últimos fueron condenados por varios años, aunque luego serían liberados con la amnistía de Cámpora en 1973. A Masetti nunca pudo encontrárselo. Tampoco pudo encontrarlo Cuba, que siguió enviando hombres para dar con él, hasta que lo dio por muerto. Se presume que puede haberse despeñado hacia un río, o puede haber sido arrastrado por la corriente si quiso atravesarlo estando exhausto.
Los insurgentes habían subestimado la moral de las Fuerzas Armadas y de seguridad, y en cambio habían sobreestimado sus propias capacidades, sobre todo la simpatía que despertarían en la población. Sin embargo, una posterior explosión en un departamento de la calle Posadas, en la capital, que revelaría nexos con lo ocurrido en Orán, confirma que la operación contemplaba también un frente urbano, lo que plantea preguntas.
¿Qué habría ocurrido si los errores propios de los insurgentes y el azar, por no decir la Providencia, no ayudaban a desbaratar los planes revolucionarios, si los lugareños no los hubieran delatado, si el aparato cultural hubiese tenido más tiempo para las campañas de propaganda, si la maquinaria de infiltración hubiera volcado más recursos en esta acción? Es difícil saberlo.
Lo cierto es que ciertas líneas de fuerza históricas ya estaban operando desde mucho antes en el mundo a favor de una revolución mayor, con mayúscula, y también en nuestro territorio: la rebeldía como moda, la fascinación con la vía armada, el corrimiento hacia la izquierda de muchos sectores, que aquí se dio de la mano de la infiltración castrista en el peronismo, y la cobertura de los intelectuales a todo este proceso, estaban en marcha.
“El huevo de la serpiente” es una expresión que se hizo popular en los setenta por una película de Ingmar Bergman. Alude a la posibilidad de ver, a través de la fina cáscara, el reptil ya formado. El Ejército Guerrillero del Pueblo tiene algo de eso. Permite también distinguir el futuro. Pronto se vería que su fin no sería más que el preámbulo de la tragedia mayor que estaba a punto de desangrar a nuestro país.
@agustindebeitia