Tras la decisión de Carlos Menem de no concurrir al ballotage en 2003, Néstor Kirchner asumió la presidencia con sólo el 22 % de los votos en las elecciones nacionales. Para encontrar apoyo político interno e internacional del que carecía, aceptó la sugerencia de la izquierda a través de Horacio Verbitsky, quien le proporcionó el libreto del manejo de la política de derechos humanos y la reapertura de las causas por los hechos de acaecidos durante el conflicto armado entre las fuerzas armadas y de seguridad frente a los grupos terroristas guerrilleros en los años 70. Claro que dicha reapertura sólo debía darse contra sólo una de las partes: los militares y policías.
Fue así como, en cumplimiento de ese pacto, y a solo cinco meses de su asunción, el 21 de agosto de 2003 el Congreso anuló, a pedido del Ejecutivo, las leyes de pacificación llamadas de Obediencia Debida y Punto Final. Para cerrar el círculo era preciso que la Corte Suprema de Justicia de la Nación modificara los fallos que había dictado declarando la constitucionalidad de aquellas leyes y por ende la validez de sus efectos sobre todos aquellos a los que las mismas beneficiaron. Comenzó así un hostigamiento personal, escraches, pedidos de juicio político, agresiones y amenazas contra los ministros del supremo tribunal, con lo que se logró la renuncia y el desplazamiento de la mayoría de ellos. Los nuevos miembros dictaron tres fallos que removerían los obstáculos constitucionales que impedían la reapertura de los juicios tal como lo pretendían los Kirchner y sus nuevos aliados, en el marco de un gigantesco prevaricato.
Así fue como a partir del año 2004, la nueva mayoría de la Corte dictó el fallo “Arancibia Clavel” declarando la imprescriptibilidad de los hechos cometidos por las fuerzas del Estado para declarar luego, a través de “Simón”, que tales delitos serían imperdonables, anulando los beneficios de las amnistías que protegían a guerrilleros y militares a través de las citadas leyes de pacificación y finalmente, con el fallo “Mazzeo”, anular los indultos. Cierto que, nuevamente, lo hicieron únicamente respecto de los integrantes de las fuerzas del Estado.
Se abrió así un proceso de venganza, degradación, corrupción e ilegal persecución. Por su lado, el nuevo gobierno instaló un sistema de recaudación ilegal a través de la obra pública y otros negociados protagonizados por una miríada de funcionarios públicos que generó el escandaloso enriquecimiento de cientos de ellos. Pero los tribunales federales encargados de investigarlos y juzgarlos eran utilizados para condenar a militares, policías y civiles por hechos ocurridos medio siglo atrás.
La acción judicial se extendió más tarde a los civiles que integraron el gobierno de facto, a agentes inteligencia, a las policías del interior del país y agentes del servicio penitenciario. Fueron acusados de estos delitos o de connivencia o encubrimiento dirigentes gremiales, sacerdotes -entre ellos el entonces cardenal Bergoglio- empresarios y opositores. Muchos de ellos fueron llevados a juicio.
Hasta el día de hoy, a través de centenares de juicios, más de 3000 ancianos han sido encarcelados, entre los que se cuentan 35 exjueces y fiscales que juzgaron la guerrilla de los 70, mientras que han fallecido en cautiverio más de 790, gran parte de ellos sin condena firme y muchos por falta de atención médica. Cientos de causas continúan abiertas mientras que ingentes fondos de la administración pública se aplicaron al pago de indemnizaciones fraudulentas a supuestas víctimas de las fuerzas estatales. Actualmente se siguen presentando y aceptando falsos reclamantes. Los jueces los aceptan sin más como testigos en contra de los procesados e inmediatamente pasan a cobrar las millonarias indemnizaciones que paga el Estado.
El abandono de las garantías que deberían proteger a los procesados ante la arbitrariedad del Estado, en especial a los ancianos y enfermos, resulta evidente en estos procesos, mientras se aplica un garantismo sin límite para los delincuentes comunes.
Muchos fueron sometidos a juicio aún frente a acreditadas incapacidades que les impide defenderse, llevados a debates orales en sillas de ruedas, enfermos, en camillas, con tubos de oxígeno, con claras evidencias de graves deterioros cognitivos, o haciéndolos participar por video conferencia desde hospitales en donde se encuentran internados con gravísimos cuadros de salud que les impide todo ejercicio de la defensa. Se los condena por hechos por los cuales no fueron indagados ni procesados, se incorpora en los juicios las filmaciones de las declaraciones prestadas por testigos en otros juicios imposibilitando el control de la prueba y el derecho de interrogarlos, se invierte la carga probatoria obligándolos a probar su inocencia y se condena por presunciones sin pruebas que acrediten la participación en los hechos. Se condena sólo con sustento en el destino o el cargo que ocupaban y sin consideración alguna al grado o jerarquía que poseían a la época de los hechos. Se integran los tribunales con magistrados que tienen acreditados compromisos ideológicos e incluso familiares o de amistad con las querellas, afectándose el principio de imparcialidad del juzgador. Se les imponen penas tan elevadas que implican, conforme a las expectativas de vida, privarlos de su libertad hasta su fallecimiento. Se fraccionan las causas sometiendo a los imputados a sucesivas indagatorias, procesamientos, juicios y condenas, manteniéndolos en un estado permanente de sujeción a proceso, e incluso se les impide acceder a la libertad condicional pese a cumplir con los requisitos legales exigiéndoles que se “arrepientan”, obligando al culpable a autoincriminarse y al inocente a declararse culpable.
Pese a las públicas y notorias graves deficiencias del sistema carcelario en lo que atañe a la atención de la salud de los detenidos, se les deniega la prisión domiciliaria a ancianos y a enfermos. A estas personas carentes de antecedentes, de irreprochable conducta procesal, aduciendo inexistentes riesgos procesales se les deniega la excarcelación convirtiendo a la prisión preventiva en una pena anticipada prorrogándola hasta alcanzar los 10 o más años cuando la ley establece un máximo de 3 años. Fue el máximo tribunal de la Nación, la Corte Suprema, quien dijo que ellos no pueden siquiera invocar garantías constitucionales. El primer paso al restablecimiento del orden y la paz social exige reconocer la existencia de semejante abuso inflingido por las autoridades a los más de 2700 conciudadanos a quienes nadie quiere escuchar y la dirigencia política ignora porque hablar de ellos no da rédito. En la guerra hubo excesos, a veces inadmisibles, por parte de las fuerzas del Estado. Esa injusticia, por grave que sea, no se repara con la mayúscula injusticia que hemos descripto.
En estos años de pronunciada decadencia la excepción se convirtió en regla, la autoridad dio paso al autoritarismo, la justicia a la arbitrariedad y al abuso del poder, y el objetivo de la paz y la unión de los argentinos sería cambiado por el enfrentamiento, el desorden y la violencia como política permanente del gobierno para ensanchar la grieta que nos divide.
Por Alberto Solanet
Publicado en La Nación
Presidente de la Asociación de Abogados por la Justicia y la Concordia