Se cumple un nuevo aniversario de la voladura del Casino de la Policía Federal en 1976, el ataque diseñado por el periodista y escritor Rodolfo Walsh que dejó 23 muertos y 110 heridos y fue el más brutal hasta el ataque a la AMIA. Un hecho que la memoria oficial evita reconocer, pero por el cual se instituyó esta fecha como Día del Policía caído en el cumplimiento del Deber.
El sargento de guardia Oscar Domínguez caminaba sin apuro hacia la salida del edificio cuando vio reflejado en el vidrio del portón un fogonazo que le pareció de color azul eléctrico; la aureola diabólica de una bola de fuego que avanzaba desde el comedor devorando todo: cuerpos, mesas, sillas, armarios, pedazos de mampostería y hasta el escritorio del personal de vigilancia. Domínguez no tuvo ni tiempo de darse vuelta y fue arrastrado también él por la onda expansiva de la bomba montonera, que arrancó el portón de cuatro metros de alto por seis de ancho como si fuera de cartulina y deglutió a los agentes Víctor Flores y Hugo Biazzo, que, parados en la vereda, custodiaban el ingreso con postura marcial.
El portón de madera, hierro y vidrio voló por encima de la calle Moreno al 1400, en el centro de la ciudad de Buenos Aires, y quedó estampado en la fachada de mármol del edificio de enfrente; Domínguez rebotó contra el portón, dio otra vuelta en el aire y cayó sentado —ya inconsciente— en diagonal a la sede policial; Flores y Biazzo fueron arrastrados varios metros y también terminaron despatarrados, Flores cerca de Domínguez, en la vereda de enfrente, y Biazzo en el medio de la calle, junto al agente Roberto Palacios que acababa de salir de la Superintendencia de Seguridad Federal para buscar el auto de uno de sus jefes cuando escuchó la fuerte explosión y se vio tirado al suelo y puesto a rodar por la impiadosa onda expansiva.
También el agente Julio César Yusso terminó tirado en la calle, junto a Biazzo y Palacios; Yusso viajó en la bola de fuego desde una mesa ubicada en la tercera fila del sector derecho del comedor; a la una y veinte en punto de la tarde del viernes 2 de julio de 1976, en plena dictadura, Yusso terminaba el postre —un Vigilante: dulce de membrillo y queso Mar del Plata— cuando fue levantado de la silla por la rotunda explosión que cambiaría la vida de todos ellos y de sus familiares, amigos y colegas.
De la bola de fuego solo se salvó la imagen de la Virgen de Luján, patrona de la Policía Federal, entronizada muy cerca del techo, a unos tres metros del portón de ingreso. La Virgen de cerámica no se cayó, ni siquiera se movió; atravesó indemne aquel infierno.
El sargento Domínguez y los agentes Flores, Biazzo, Palacios y Yusso sufrieron quemaduras en el rostro, cortes variados y fracturas en las piernas; pudieron recuperarse luego de permanecer internados en el hospital policial Bartolomé Churruca, en el barrio de Parque Patricios, aunque Domínguez quedó rengo de por vida. Los cinco policías formaron parte de los ciento diez heridos que provocó la explosión de la bomba colocada por Montoneros en el núcleo —el cerebro— del dispositivo preparado por la Policía Federal durante una década y media para vigilar, investigar, infiltrar y reprimir a las organizaciones guerrilleras.
Ciento diez heridos y veintitrés muertos, el saldo total del peor atentado guerrillero durante la sangrienta década de los 70, el más devastador ataque contra una sede policial en todo el mundo. Y el más cruento en la violenta historia de Argentina hasta el atentado contra la sede de la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA) el 18 de julio de 1994.
La bomba de Montoneros dejó incluso más muertos —una persona más— que la voladura de la embajada de Israel en la Argentina, el 17 de marzo de 1992.
Entre los heridos, los casos de Domínguez, Flores, Biazzo, Palacios y Yusso no fueron los más graves. Varios policías sobrevivieron con graves mutilaciones; algunos, postrados para siempre. Seis cadáveres quedaron destrozados, irreconocibles a simple vista: carbonizados; sin brazos ni piernas; decapitados o con la cabeza apenas colgando y convertida en una masa sin forma.
Todo eso por las características del artefacto explosivo utilizado contra la fortaleza de la Inteligencia policial: una “bomba vietnamita”, del tipo Claymore: además de entre cinco y siete kilos de trotyl, cargaba bolas o postas de acero que salieron disparadas como una metralla, que agujereó cuerpos, maderas y paredes, junto con los tenedores, cuchillos, platos, vasos, botellas, bandejas, y hasta la caja registradora y las patas de las sillas y mesas del comedor, que también salieron volando para todos lados.
Precisamente, el oficial ayudante Héctor Alejandro Castro, Castrito, que había cumplido veinticuatro años el día anterior, fue atravesado de lado a lado por la pata de una mesa metálica; lo encontraron gritando, pidiendo por su mamá, Carmen, y lo llevaron al Churruca, donde murió ocho días después, el 10 de julio. El médico Héctor Murro explicó que “no salió en ningún momento del grave coma de grados tercero y cuarto” en el que fue internado.
“Castro era compañero de promoción mío, la promoción número 69″, dijo el comisario inspector Carlos Sablich, quien agregó: “Aquel día, yo iba a Defraudaciones y Estafas, en el Departamento Central de Policía. En el momento de la explosión, estaba en Moreno y Sáenz Peña, a menos de cien metros del lugar del atentado; la puerta de entrada voló y se estampó enfrente”.
“En un atentado así, si no te mata la onda expansiva te puede atravesar un cuchillo, un tenedor, la pata de una mesa. Vuela todo lo que puede volar y se convierte en un proyectil. Vi que, entre los primeros heridos, salía uno con un cuchillo atravesado en la cara”, señaló Sablich, que con el tiempo se convertiría en el hombre fuerte de Defraudaciones y Estafas durante varios años.
Es que este tipo de bombas no solo buscaba matar sino también despedazar los cuerpos. Ya lo indica el nombre con el que fueron bautizadas: Claymore eran las temibles espadas de doble filo, que pesaban un kilo y medio y debían ser manejadas a dos manos por los guerreros de las tierras altas de Escocia contra los invasores ingleses durante la Edad Media.
Diecinueve de las víctimas fatales murieron en el acto y sus restos fueron ordenados y numerados menos de tres horas después del ataque, a las cuatro y cuarto de la tarde de aquel viernes de tanta sangre y tanto dolor, en una sala contigua a la farmacia del Churruca, cada una con un número escrito a mano atado al dedo gordo de uno de sus pies; las otras cuatro personas fallecieron entre cuatro y ocho días después en el hospital policial a causa de las gravísimas heridas recibidas.
Entre los veintitrés muertos en el comedor de la calle Moreno 1417 hubo cinco mujeres. Una de ellas fue la única persona que no pertenecía a la policía, la única víctima civil: Josefina Melucci de Cepeda, de 42 años, casada, tres hijos, que trabajaba en la empresa estatal Yacimientos Petrolíferos Fiscales, y aquel viernes fue a comer con su amiga, la sargenta María Olga Pérez de Bravo, que también falleció.
Carolina Cepeda vio por última vez a su mamá aquel viernes 2 de julio a media mañana, cuando ella tenía cinco años y el subte de la Línea B paró en la estación Uruguay y la nena bajó con su papá, que la llevaba al médico. Fue el último beso que le dio y que la acompañaría, como un tesoro, durante toda su vida.
La madre siguió viaje una parada más, hasta la estación Carlos Pellegrini; trabajó un par de horas en la sede de YPF y salió para almorzar con su amiga; en el camino, entró a una tienda y compró un tapado, obligada por el frío intenso de aquel mediodía de invierno.
Josefina Melucci de Cepeda murió en el acto por una herida profunda en la base del cuello y su cuerpo fue retirado al día siguiente por su esposo, que tenía una gomería en el límite entre los barrios de Villa Urquiza y Belgrano.
Es que, si bien la mayoría de los comensales solían ser policías, iban también empleados de comercios y empresas de la zona. Por ejemplo, de Suixtil, que estaba en la esquina y fabricaba trajes, camperas, camisas y corbatas, y donde los suboficiales y oficiales podían abrir una cuenta corriente a sola firma. También de YPF, ESSO y algunos bancos, como el Nación.
Montoneros afirmaba que buscaba eliminar preferentemente al personal superior de la Policía Federal, en tanto “centro de gravedad” de la represión ilegal de la dictadura, pero de los veintitrés muertos solo dos eran oficiales y de muy baja graduación. Siete de las víctimas fatales ni siquiera cumplían tareas policiales: el encargado del comedor, el cajero, un mozo, un enfermero, un bombero, un suboficial retirado que estaba haciendo su changa de repartidor de pan y “Fina” Melucci de Cepeda, empleada de YPF.
Es que, por lo general, los jefes no iban al Casino, que es como los policías llaman al comedor; almorzaban en sus despachos o en algún restaurante de Monserrat, San Telmo, Congreso o el Microcentro, o volvían a comer a sus casas ya que tenían horarios más flexibles.
A pesar de que fue el atentado más sangriento en la historia del país hasta la AMIA, nunca fue investigado por la Justicia. Primero la jueza federal María Servini de Cubría en 2006 y luego la Corte Suprema en 2012 rechazaron una denuncia contra los presuntos autores del atentado, entre ellos el ex número uno de Montoneros, Mario Eduardo Firmenich, Pepe, y el periodista Horacio Verbitsky.
Todas las instancias judiciales coincidieron en que el ataque no debía ser ni siquiera investigado porque había pasado demasiado tiempo y, en consecuencia, estaba prescripto. No fue considerado un delito de lesa humanidad, como solicitaban los abogados de algunas de las víctimas del estrago, sino un delito común.
No solo permanece impune, sino que, hasta Masacre en el comedor, no se sabía bien cómo había ocurrido ni quiénes habían sido sus autores: no existía ningún libro —periodístico o histórico— ni, obviamente, ningún documental o película. Ni una placa en la ciudad de Buenos Aires tienen esas víctimas ignoradas.
El autor material del ataque fue José María Salgado, Pepe, un joven agente de policía de 21 años que también estudiaba Ingeniería Electrónica en la Universidad de Buenos Aires
¿Por qué tanto desinterés? ¿Será por el carácter notoriamente terrorista del ataque? Me ocupo del tema en la Introducción del libro.
Desde un punto de vista estrictamente militar, la voladura del comedor fue una perfecta operación de Inteligencia protagonizado por un infiltrado audaz, un jefe perspicaz, una escueta pero eficiente red de apoyo y una cúpula montonera lanzada a una ofensiva militar contra la policía, que reveló la facilidad con la que Montoneros había logrado penetrar nada menos que en la fortaleza de Seguridad Federal, el núcleo duro del dispositivo organizado desde hacía una década y media para vigilar, infiltrar, controlar y reprimir a los grupos guerrilleros, no solo en la capital del país.El autor material del ataque fue José María Salgado, Pepe, un joven agente de policía de 21 años que también estudiaba Ingeniería Electrónica en la Universidad de Buenos Aires. Los Salgado eran una familia de clase media alta que vivía en una casa de dos plantas en Olivos; el papá era abogado con un estudio muy activo en la zona de Tribunales, y la mamá, profesora de Ciencias, aunque no ejercía; su tío, Enrique Salgado, era general.
Como sus cuatro hermanos, Pepe Salgado fue al Jesús en el Huerto de los Olivos, que era el colegio de la quinta presidencial, una institución católica inaugurada en 1959 con la presencia del presidente Arturo Frondizi y el gobernador de Buenos Aires, Oscar Alende.
Pepe Salgado se fue convirtiendo en uno de los recursos principales del servicio de Inteligencia e Informaciones de Montoneros, donde el hombre clave era el famoso periodista y escritor Rodolfo Walsh, Esteban, hoy un personaje de culto para muchos intelectuales y políticos, homenajeado con cátedras, premios, monumentos, plazas, calles, escuelas, centros de salud y hasta barrios enteros, en todo el país.
Walsh, autor de Operación Masacre y de otros libros magistrales, era el “responsable” de Salgado ya que estaba a cargo de los montoneros infiltrados en el Ejército, la Marina, la Aeronáutica y la policía, entre las múltiples tareas que desempeñaba este verdadero hombre orquesta de la guerrilla, que, además, antes de morir hace cuarenta y cinco años a manos de un grupo de tareas de la Marina, dejó un legado escrito que sugería un drástico cambio de táctica para llegar al poder, que incluía el reconocimiento de “la derrota militar”, el “abandono del terror individual” y la apropiación de la “bandera fundamental de los Derechos Humanos”.
La secuencia sobre la colocación de la bomba vietnamita parece de película. Salgado fue a comer al Casino de Seguridad Federal con su maletín Primicia negro de siempre; no se pudo sentar en el lugar que quería y tuvo que conformase con una mesa cerca de las dos columnas centrales del edificio. El mozo que lo atendió recordó que unos minutos antes de la explosión que lo depositó no muy suavemente en la puerta del comedor, Salgado se levantó de la silla, dejó sobre la mesa —sin tocarlo— el plato de carne al horno con papas que él acababa de servirle, y caminó hacia la salida del comedor, como si fuera a saludar a algún conocido. Hasta se levantó sin su sobretodo, que quedó plegado sobre el respaldo de la silla donde había apoyado su maletín en el que cargaba la bomba.
Los precisos datos del mozo que atendió a Salgado coincidieron con los testimonios de algunos comensales, como, por ejemplo, el agente Juan Domingo Figueroa, que también se sentó en el sector derecho del comedor y vio que “a unos cuatros metros aproximadamente y hacia el fondo del comedor había una mesa con cuatro sillas donde presumiblemente fue colocado el artefacto explosivo, recordando que había un sobretodo color beige tirado sobre el respaldo de una de las sillas y un plato al parecer con carne asada”.
Con la cúpula de Montoneros, el vínculo del servicio de Inteligencia e Informaciones era directo, a través de la secretaría Militar de la Conducción Nacional, a cargo del comandante Horacio Mendizábal, Hernán, que, a su vez, reportaba a Firmenich y al número dos, el comandante Roberto Perdía, Carlos o Pelado.
Perdía aseguró que habían evaluado cuáles serían las represalias de la dictadura antes de autorizar el atentado que mató al jefe de la Policía Federal, el general Cesáreo Cardozo, el viernes 18 de junio de 1976, y la voladura del comedor, apenas dos semanas después.
“La esencia del enfrentamiento no es tanto la muerte como la quita de la voluntad de combatir. La apuesta era, con esos atentados, quitarles la voluntad. Pensábamos que la represión salvaje podía pararse de alguna manera con operaciones que les produjeran un daño importante”, señaló.
Fue el propio Mendizábal quien explicó el 24 de julio de 1976 en una reunión con corresponsales de diarios y revistas del extranjero que el artefacto “fue introducido en el edificio por un compañero que estaba infiltrado y que había entrado durante una semana con un paquete similar, pero inofensivo, como prueba”.
“Cuando vimos que todo andaba bien —completó—, se largó la operación, que también sirvió para demostrar la alta moral y serenidad de nuestros combatientes porque el compañero que accionó el explosivo, estuvo almorzando allí y se retiró siete minutos antes del lugar”.
Los guardias ya se habían habituado a aquel joven tan simpático y cordial que llegaba con su maletín negro siempre puntual: diez minutos antes de la una de la tarde.
Ceferino Reato
Periodista y escritor