República Argentina: 5:05:05pm

Editorial del diario La Nación, publicado en www.lanacion.com.ar

El despojo de la condición militar a 23 condenados resulta una medida que, en lugar de reparar, suma parcialidad a los graves hechos ocurridos en los años 70

La baja de 23 militares por haber recaído sobre ellos sentencia firme en juicios sobre crímenes de lesa humanidad ocurridos durante la represión de los años setenta contra bandas subversivas ha suscitado malestar en el Ejército, según informaron diversos medios periodísticos; entre otros, este diario.

Tal vez una definición más precisa de ese sentimiento sea la de desconcierto y desilusión. Es lo que se aprecia cuando el observador registra algunos de los comentarios hechos por fuentes sin identificar: “El gobierno de Milei venía a reivindicar a las Fuerzas Armadas. Esto profundiza las heridas abiertas y deshonra a quienes dieron todo por la Nación”.

Al dictar la resolución 72/2025, que despojó de la condición militar a 23 condenados, el Ministerio de Defensa actuó de aquella forma por indicación del fiscal nacional de Investigaciones Administrativas, Sergio Rodríguez, actuante en la esfera de la Procuración General de la Nación. El ministerio a cargo de Luis Petri no podía haber delegado en aquel fiscal su responsabilidad en la decisión, pues no parece que este disponga de jurisdicción para ordenar la baja de ningún militar. Petri podría decir, en cambio, que aplicó la legislación vigente según su entender y al cabo de una mera notificación de aquel fiscal, pues las condenas conllevan la sanción de inhabilitación absoluta para ejercer cargos públicos. ¿Incluyen, también, el despojo de derechos adquiridos como la percepción de haberes de retiro por aportes personales realizados durante la carrera profesional? No. No debería ser así.

No ha sido esta, además, la primera vez que se ha dispuesto el cese de la condición militar para el personal que combatió la subversión en los términos ordenados por las sucesivas juntas militares juzgadas ulteriormente por decisión del gobierno constitucional de Raúl Alfonsín. Antes del golpe del 24 de marzo de 1976, otros dos presidentes se habían adelantado a la decisión del alto mando militar de combatir a los insurrectos dispuestos a instalar un régimen comunista como el de Cuba con idénticos métodos terroristas a los de aquellos y, por lo tanto, tan al margen de la ley como los propios terroristas.

Primero fue Juan Perón, quien después del asalto a un regimiento en Azul llamó en enero de 1974 a “exterminar” los grupos subversivos. A mediados de 1975, el gobierno de su viuda y sucesora presidencial, María Estela Martínez, solo cambió una palabra, pero para decir lo mismo: había que “aniquilar” al enemigo. Y así continuaron ella, y más tarde los militares, la política ordenada por el caudillo justicialista cuando ejercía por tercera vez una presidencia constitucional.

Otras bajas de militares sobre quienes pesaban condenas judiciales de carácter firme, es decir, sin nuevas apelaciones posibles, se habían producido en el pasado sin la repercusión habida en esta ocasión. Se puede atribuir eso, en principio, a la publicidad dada al caso en estas últimas circunstancias, y a la jerarquía escalafonaria de los afectados: cuatro generales y diecinueve coroneles. También al hecho de especial gravedad de haber alcanzado la medida a uno de los héroes de Malvinas más reconocidos tanto por sus pares como por el enemigo.

La asimetría de sanciones solo consigue acrecentar las controversias

Se trata de Horacio Losito, condecorado por la Argentina y distinguido por igual por el Reino Unido. Losito y su unidad de comando combatieron en la batalla de Top Malo House con tal bravura que admiró a los ingleses, no solo a los argentinos. Conmueve releer la carta que le dirigió años después el capitán de navío cirujano Richard Jolly, de la brigada de comando de Royal Marines. Jolly había operado a Losito de dos graves heridas, en la cabeza y en una pierna, y conoció de cerca la entereza de este combatiente, que más tarde sería agregado militar en nuestra embajada en Italia.

Así como la resolución del Ministerio de Defensa ha privado a Losito del derecho alimentario, al despojarlo, por efectivizar su baja del Ejército, de cualquier tipo de haberes, ¿se atreverá alguien a despojarlo por igual del reconocimiento por heroísmo en campos de batalla?

El caso de Losito es uno más entre cientos y cientos de hombres castigados cruelmente por el destino. Habiendo sido subtenientes o tenientes a una edad en que apenas acababan de salir de la adolescencia, recibieron órdenes bajo el imperio del Código Militar de entonces y de tradiciones sobre el rigor de la obediencia en instituciones adoctrinadas para la guerra, de trabarse en lucha sucia contra la delincuencia subversiva: la guerra antisubversiva, sin frentes definidos y donde el enemigo puede anidar en la propia casa. Para triunfar en ese tipo de guerra, generaciones de oficiales del Ejército habían sido adiestradas por el Ejército francés desde fines de los años cincuenta, primero, y después por los norteamericanos en sus propias bases, sin que nada objetaran los partidos políticos dominantes en su tiempo.

Ha transcurrido casi medio siglo de aquellos años terribles, que arrojaron casi 10.000 bajas entre quienes se proponían por las armas la instauración de una “patria socialista” y unos 1000 muertos entre efectivos militares y caídos de la sociedad civil. Desde el asesinato del teniente general Pedro Eugenio Aramburu, en 1970, y de otras “ejecuciones” elaboradas con frialdad por grupos de acción subversiva, el Ejército llegó a contabilizar la pérdida de más 133 hombres; la Armada, 20; la Fuerza Aérea, 10. Corrieron igual suerte cerca de 60 empresarios y 35 sindicalistas.

La asimetría de las sanciones aplicadas con invocación de la ley y de tratados internacionales ha puesto cada vez más en controversia la seriedad de la justicia impartida como derivación de los años más trágicos que se recuerden en la Argentina. La burla se acentúa cuando los protagonistas de la subversión, no pocos de ellos beneficiados por amnistías e indultos que se han negado al final a la otra parte, se han refocilado en numerosas situaciones de enriquecimiento y de acogida por sucesivos gobiernos para la asunción de altas funciones públicas, incluso en la Justicia. Personajes del mayor cinismo, señalados por haberse involucrado en crímenes aberrantes, se han permitido impartir cátedra sobre derechos humanos, mientras del lado militar la cárcel ha sido la regla a la fecha, imbuida de un fuerte espíritu revanchista, hasta para condenados de más de 80 años.

De modo que no debe extrañar que frente a la baja impuesta a 23 oficiales superiores se hayan aunado ahora varias instituciones para protestar por lo sucedido con la reciente resolución del Ministerio de Defensa: la Asociación de Abogados por la Justicia y la Concordia, los foros de generales y almirantes –que nuclean a innumerables jefes y oficiales que no estaban en actividad en los años de plomo–, la Unión de Promociones, la Asociación de Familiares y Amigos de los Presos Políticos de la Argentina, entre otras. La privación de acceder a ingresos por aportes realizados durante sus carreras por quienes han sido dados de baja puede ser compensada, según la legislación imperante, con las pensiones que reciban sus mujeres.

Pero al margen de esa posibilidad, denunciada como humillante en el eco suscitado en el Ejército por la comentada decisión del Ministerio de Defensa, ¿no queda, acaso, en absoluta indefensión el militar sancionado con la baja que se encuentre en estado de viudez? Hay casos concretos al respecto.

En “Castillo Pertuzzi y otros”, de mayo de 1999, la Corte Interamericana de Derechos Humanos dijo que “(…) por graves que puedan ser ciertas acciones y por culpables que puedan resultar los reos de determinados delitos, no cabe admitir que el poder pueda ejercerse sin límite alguno o que el Estado pueda valerse de cualquier procedimiento para alcanzar sus objetivos, sin sujeción al derecho o a la moral”. Ese razonamiento explica la repercusión habida estos días.

La cuestión central, con todo, seguirá girando alrededor de la prolongación de una historia parcializada de los hechos de los años setenta, en la que los militares son los rehenes, sin distinguir jerarquías en los juicios, aun cuando la organización militar es netamente piramidal. Solo encontrará remedio con un tratamiento equitativo de las conductas de quienes cometieron en nombre de la subversión hechos atroces acreedores de la reprimenda del Estado y lo que han padecido militares y agentes de seguridad involucrados en la represión.

O en una solución política en la línea que abunda en tal grado desde 1810 en los anales políticos y legislativos del país, que su recopilación hasta principios de los años setenta sobraba para conformar un libro de proporciones considerables sobre la continuidad jurídica del Estado argentino en la materia.

En ese, como en cualquier otro asunto, la Corte Suprema de Justicia de la Nación será siempre la instancia de interpretación definitiva de los compromisos adquiridos por la Nación ante el mundo y ante la propia sociedad. Así lo dispone la última doctrina del tribunal en consonancia con los actos de un Estado que nunca debió resignar, como lo hizo en un tiempo, sus principios soberanos.

 


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