Se cumplen este mes 50 años del asesinato de José Ignacio Rucci, ocurrido el 25 de septiembre de 1973, dos días después de que el líder justicialista ganara las elecciones presidenciales
Las últimas palabras que se le escucharon a José Ignacio Rucci cincuenta años atrás fueron un trivial “Negro, pasate adelante y dejame tu lugar, así te ocupás de la Motorola”; una orden suave dirigida al ex boxeador santafesino Ramón Rocha, uno de sus trece guardaespaldas, quien se había ubicado en el asiento trasero del Torino colorado sin blindar en el que se desplazaba el secretario general de la CGT.
En el primer piso de la casa de al lado, a Lino, el mejor cuadro militar de Montoneros, no se le movía un pelo; apuntó con cuidado, esperó el segundo preciso e, inmediatamente después de la ráfaga de ametralladora de uno de sus compañeros, apretó el gatillo de su fusil, un FAL.
Eran las 12.10 del mediodía del martes 25 de septiembre de 1973 y la bala penetró limpita en la cara lateral del cuello de Rucci, de un metro setenta de altura, que a los 49 años estiró su mano, pero no llegó nunca a tocar la manija de la puerta del coche que estaba por llevarlo al Canal 13, al frente de una caravana formada por otros tres vehículos.
De izquierda a derecha entró el plomo, que partió la yugular y levantó en el aire los 69 kilos del “único sindicalista que me es leal, creo”, como dijo Juan Domingo Perón -flamante ganador de las elecciones presidenciales cuarenta y ocho horas antes- la primera vez que lo vio, todavía en su larguísimo exilio madrileño.
Los pies dibujaron un extraño garabato en el aire y cuando volvieron a tocar la vereda de Avellaneda al 2900, el poderoso jefe sindical ya estaba muerto. Un tiro fatal, definitivo, disimulado entre los veinticinco agujeritos que afearon su cuerpo, abiertos por el FAL de Lino -Julio Roqué, un maestro cordobés-, pero también por las armas de los otros miembros del pelotón guerrillero.
El cuerpo acribillado de la víctima motivó el nombre con el que el atentado pasó a la historia: Operación Traviata, título también de mi libro, publicado hace 15 años. Los Montoneros lo llamaron así, basándose en un jingle muy popular, que por radio y televisión publicitaba a las galletitas Traviata, “la de los veintitrés agujeritos”.
Esa ironía cruel de los Montoneros reflejaba la naturalización de la violencia de los 70, cuando se mataba y se moría por cuestiones políticas. Las armas no se callaron ni siquiera con el retorno del peronismo al gobierno, el 25 de mayo de 1973, a través de Héctor Cámpora, que se convirtió en candidato para las elecciones del 11 de marzo de aquel año porque Perón no podía presentarse.
Un atentado peronista
El atentado contra Rucci fue todo peronista: la víctima lo era; los victimarios también, aunque cada vez más influidos por el marxismo de un grupo guerrillero que se había sumado a Montoneros, las Fuerzas Armadas Revolucionarias.
En aquel momento, los Montoneros, por un lado, y los sindicatos por el otro, eran los dos polos principales del vasto y heterogéneo movimiento fundado por Perón. El ala izquierda y el ala derecha; la heterodoxia y la ortodoxia; los socialistas y los partidarios de un capitalismo orientado fuertemente por el Estado.
Hasta el retorno del peronismo al gobierno, esos dos polos estaban en tensión, pero tenían un objetivo común que disimulaba sus diferencias. Perón tenía un estilo de conducción pendular y hasta el gobierno de Cámpora se había apoyado en su ala izquierda para derrotar al gobierno militar de entonces; de hecho, fueron los Montoneros los bastoneros de aquella victoriosa campaña electoral.
Seis meses después la situación había cambiado drásticamente. Perón forzó la renuncia de Cámpora, disgustado por la alianza a sus espaldas entre el flamante mandatario y sus jóvenes guerrilleros, que le desarticulaba el frente interno. Hubo que llamar a nuevos comicios, el 23 de septiembre, y aquella campaña pasó a ser liderada por Rucci y los sindicalistas.
Tanto fue así que el único acto masivo resultó un desfile partidario frente al edificio de la CGT: Montoneros y sus agrupaciones juveniles llevaron mucha gente, pero Perón los miraba desde el balcón cegetista rodeado por la plana mayor de los gremialistas, la odiada “burocracia sindical” de los guerrilleros, encabezada por Rucci.
También estuvieron su mujer, Isabel Perón, candidata a vicepresidenta, y José López Rega, su secretario privado y ministro de Bienestar Social, que intentaba complacerlo con una interpretación rebuscada.
-General, no son tantos: dan vuelta la esquina y vuelven a pasar frente a nosotros —le decía.
-No, Lopecito, no pasan dos veces. Pero, éstos no son nuestros.
La decisión de Perón
Perón se había decidido por el sindicalismo, que le garantizaba una estructura de poder y de lealtad dentro de su movimiento. Ya se había convencido de que los principales jefes montoneros no estaban dentro de la muy laxa doctrina peronista.
Entre las consignas “¡Perón, Evita, la patria peronista!” de los sindicatos, y “¡Perón, Evita, la patria socialista!” de quienes hasta hacía poco tiempo formaban parte de su “juventud maravillosa”, el General había optado por la primera.
Los Montoneros también habían cambiado o, al menos, habían explicitado sus diferencias con él. El conflicto apareció con nitidez cuando se asumieron como la vanguardia de la clase obrera, un concepto tomado del marxismo leninista que los llevaría, en poco tiempo, a una posición irreductible: el peronismo sin Perón.
Este giro fue explicado por el número uno de Montoneros, Mario Firmenich, en una charla con los principales dirigentes de las agrupaciones juveniles que orbitaban a su alrededor en la Ciudad Universitaria de la Universidad de Buenos Aires, en los últimos días de septiembre o la primera quincena de octubre de 1973, en todo caso luego de la Operación Traviata.
—La ideología de Perón es contradictoria con nuestra ideología porque nosotros somos socialistas. Nuestra ideología es el socialismo porque el socialismo es el estado que mejor representa los intereses de la clase obrera. Y un proyecto de vanguardia es el proyecto de una organización política que expresa los intereses de la clase obrera —señaló Firmenich.
Por lo tanto, los Montoneros no se consideraban unas simples “formaciones especiales” que, como pensaba Perón, habían servido para luchar contra la dictadura, pero que, una vez recuperada la democracia, tenían que dejar las armas y dedicarse a la política.
No: los Montoneros, como el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), otro grupo guerrillero muy bien pertrechado, estaba convencido de que solo la lucha armada podía conducirlos a la toma del poder para concretar el sueño de la revolución comunista, sobre el cual no había muchas precisiones, aunque se descontaba que incluía una primera etapa de dictadura para socializar los medios de producción y abolir las clases sociales.
Prometían una socialización amplia: “¡Que lindo, que lindo que va a ser, un hospital de niños en el Sheraton hotel!”, cantaban, por ejemplo, en los actos.
La emblemática imagen de José Ignacio Rucci, acompañando a Juan Domingo Perón en su retorno a la Argentina, el 17 de noviembre de 1972, tras 18 años de exilio
En ese marco, Firmenich identificó a la “burocracia sindical” como el gran enemigo interno de Montoneros, ya que era el pivote sobre el que se estaba apoyando Perón para enfrentarlos, para “aniquilarnos”.
—En el Movimiento Peronista hay, salvando a Perón, dos fuerzas orgánicas que son la burocracia y nosotros, que son dos proyectos. Si Perón pretende combatir a los dos imperialismos y opta por su proyecto ideológico para combatirnos a nosotros no le queda más remedio, aunque no le guste, que apoyarse en la burocracia —concluyó.
El símbolo de sus enemigos internos era, precisamente, Rucci, como ya habían identificado sus partidarios en los actos; por ejemplo, el 22 de agosto en la cancha de Atlanta. “¡Rucci traidor!, ¡a vos te va a pasar lo que le pasó a Vandor!”, entonó la multitud, aludiendo a otro jefe sindical asesinado, el 30 de junio de 1969, cuando Firmenich lamentó el pacto económico y social firmado por el Estado, los empresarios y la CGT.
-Los trabajadores no tienen representantes... Porque tienen allí, en la CGT, una burocracia con cuatro burócratas que no representan ni a su abuela —bramó.
La otra consigna coreada por los 40.000 asistentes fue: “¡Se va a acabar, se va a acabar, la burocracia sindical!”.
Rucci había sido uno de los firmantes de aquel pacto económico y social, que era la piedra medular del plan de gobierno de Perón en su intento de bajar la inflación, fomentar la inversión privada, aumentar la producción y promover el empleo.
Por eso, el asesinato de su ladero sindical lo enojó tanto, además del afecto paternal que le tenía. La cúpula montonera veía que Perón se les había corrido a la derecha y pensaba que, con ese atentado, lo forzarían a volver a tenerlos en cuenta en el reparto del gobierno y del poder. Como se decía en el lenguaje de aquellos años de plomo, le tiró “un fiambre a la mesa de negociaciones”.
Les salió mal: Perón no se dejó apretar por la que había sido su “juventud maravillosa”. Cuando se dio cuenta de quiénes habían sido los autores -los Montoneros nunca lo asumieron de manera pública-, puso en marcha el escarmiento, que consistió en una purga fenomenal de todos los lugares de poder que los montoneros habían logrado en los gobiernos nacional y provinciales, así como su visto bueno para que los grupos armados de la derecha peronista combatieran a los “infiltrados”.
Fue un crimen crucial, que inició la pelea definitiva entre Perón y Montoneros. La violencia política entraba en una etapa superior, justo cuando el General se aprestaba a asumir la presidencia por tercera vez, ya viejo y enfermo, en el ocaso de su vida.
Por Ceferino Reato
El autor es periodista y escritor, autor de “Operación Traviata”, entre otros libros que reseñan la violencia de los años 70. Publicado en La Nacion