Procuró durante años obtener justicia, pero los tribunales nacionales no calificaron los crímenes como de lesa humanidad o de guerra y solo condenaron a algunos de sus autores que pasaron poco tiempo en las cárceles, beneficiados con el 2x1, para ser luego indemnizados con sumas millonarias por el Estado argentino. Optó por presentar su denuncia al Estado argentino ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), imputándole haber violado el principio de igualdad ante la ley, discriminando a víctimas de la guerrilla, a las que se han negado las garantías judiciales consagradas por la Convención Americana de Derechos Humanos.
Al responder la denuncia, el Gobierno argumentó que los crímenes de la guerrilla no pueden ser calificados como de lesa humanidad o de guerra, pues en la década del 70 el derecho internacional humanitario no consideraba como tales a los actos violentos de las organizaciones armadas. La Argentina –sostuvo– no sufrió, entonces, un conflicto armado interno tratándose de meros “disturbios o tensiones”, negando también que las organizaciones armadas hubieran contado con apoyo de Cuba y de funcionarios del propio gobierno argentino.
La viuda del capitán Viola cuestionó esta tesis del Gobierno e imputó a su país haber violado el principio de buena fe al olvidar que desde 1949 están vigentes las Convenciones de Ginebra que impiden atentar contra civiles inocentes en cualquier clase de conflicto armado. Como la Cámara Federal que juzgó a los comandantes concluyó que el país padeció una guerra revolucionaria, el Estado está obligado a respetar la cosa juzgada. Así también lo corroboraba el presidente Perón, luego del ataque del ERP al Regimiento de Azul, cuando convocaba a defender la república enfatizando que “ya no se trata de contiendas políticas parciales, sino de poner coto a la acción criminal que atenta contra la existencia misma de la patria”.
El Estado –sostuvo Viola– falta a la verdad cuando alega una cuestión abstracta o académica, callando que nunca fueron juzgados los autores mediatos que planificaron el atentado, ni muchos directos cuyos nombres constan en la causa. Ello torna competente a la CIDH por mediar falta de investigación, captura y enjuiciamiento de los presuntos autores más aún cuando la Argentina consintió y aplicó un Informe emitido por la CIDH en ocasión del ataque que el Movimiento Todos por la Patria hiciera al Regimiento de la Tablada, en l989.
Dicho informe, apoyándose en conclusiones del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) distinguió “disturbios interiores de tensiones internas”, caracterizados por ser actos de violencia aislados y esporádicos, de operaciones militares realizadas por las fuerzas armadas o grupos armados organizados capaces de librar combate, considerando que el ataque al cuartel de la Tablada constituyó un conflicto armado interno, pues fue cuidadosamente planificado, coordinado y ejecutado, lo cual tornó aplicables las Convenciones de Ginebra, tanto para los guerrilleros como para los militares. Esa conclusión permitió que el Poder Judicial argentino reabriera la causa de La Tablada solo contra los militares que liberaron el cuartel del cobarde ataque guerrillero, y los condenara a altismas penas.
Suscribir un tratado internacional obliga a respetarlo y cumplir la jurisprudencia sentada por órganos internacionales de protección de los derechos humanos, sin recurrir a artilugios como alegar que los ataques a los Regimientos de Azul, Monte Chingolo y Catamarca, al igual que a la Fábrica Militar de Villa María, y los numerosos secuestros, asesinatos y atentados cometidos por el ERP, constituyeron meros disturbios internos.
El Estado argentino pretende incluso cercenar las potestades de la CIDH advirtiéndole que acoger la petición de la familia Viola implicaría quebrantar el proceso de Memoria, Verdad y Justicia, no existiendo equiparación posible entre el terrorismo de Estado y la violencia guerrillera que en justicia esgrime la peticionante, aportando sólidas pruebas de que el terrorismo guerrillero fue de Estado, tal como reconocieran el propio Fidel Castro y el líder del ERP, Enrique Gorriarán Merlo, en tanto sus huestes fueron apoyadas militar y financieramente por Cuba. Sobran evidencias del apoyo del Estado argentino: liberación de los terroristas en mayo de l973 antes de dictarse la ley de amnistía y sin que las organizaciones entregaran previamente sus armas; discursos parlamentarios reivindicando y estimulando la violencia; la supresión de la Cámara Federal en lo Penal que los había juzgado; la entrega de armas a la guerrilla, probada en la causa “Rucci” con la declaración del entonces jefe del penal de Sierra Chica, Mario Roberto García, quien debió acuartelarse para impedir que por órdenes del gobernador bonaerense Oscar Bidegain continuaran los guerrilleros teniendo acceso a los arsenales.
Sin justificar los graves errores cometidos por las Fuerzas Armadas, una víctima sobreviviente como Maby Viola, ha reclamado sustituir la memoria por un análisis objetivo de la historia que considere lo que hubiera ocurrido con la vida y libertad de los argentinos de haber triunfado la guerrilla.
Las causas “Viola” y “Larrabure” son apenas dos pruebas evidentes de una política de Estado destinada a evitar que los crímenes de la guerrilla sean considerados de guerra y/o de lesa humanidad. Mientras tanto, con una vara bien diferente y cargada de ideología se exime de culpa e incluso se premia con cargos, indemnizaciones y monumentos a quienes cercenaron violentamente las vidas de miles de víctimas, cuyos familiares siguen a la espera de reconocimiento y justicia.
Editorial publicado por LA NACION