República Argentina: 11:20:43pm

Desde hace años, cada tanto escuchamos un llamado a “cerrar la grieta”. Muchos de los que lo sugieren no toman en cuenta que uno de los que contribuyó al origen de la grieta fue el matrimonio Kirchner, en cumplimiento de la exhortación del intelectual Ernesto Laclau, quien en su libro “La razón populista” promueve la necesidad de partir la sociedad en dos y que el líder se transforme en representante de una de las partes en contra de la otra.

Para cumplir con esa premisa, la pareja presidencial que en 2003 ató a la Argentina a sus propios intereses no tuvo mejor idea que remover la herida de los 70. No se trataba de convicción, sino de utilidad.

La confrontación de los 70 no terminó, como la mayoría de los antagonismos argentinos. Y no terminó, entre otras cosas, porque siempre fue abordada desde la mentira o desde el silencio.

La primera mentira fue el origen de la guerrilla, al menos la de Montoneros, que en la Argentina fue la más extensa, tanto en el espacio como en el tiempo, y es la que hoy, con otras armas, sigue dominando la agenda cultural.

Hay una idea ampliamente aceptada de que la guerrilla nació para confrontar con las dictaduras. Esto es falso.

La guerrilla montonera surgió a la luz de la dictadura del teniente general Juan Carlos Onganía, alentada y cobijada por ese gobierno de facto. Quien no lo crea puede revisar el plantel de la Casa Rosada en esa época. También puede ver en los archivos ciertos números de la revista Extra, cuya redacción estaba integrada mayoritariamente por los proto-montoneros, y enterarse de sus elogios empalagosos hacia Onganía, que hoy provocan vergüenza ajena a quien los lea. Y tampoco combatieron contra una dictadura a partir de marzo de 1976, sino contra intereses que resultaban antagónicos a los del almirante Emilio Eduardo Massera, con quien la cúpula guerrillera tenía una estrecha alianza aquí y en Europa, como fue demostrado en otras ocasiones.

La siguiente mentira llegó desde el otro lado. Se trataba de la supuesta necesidad estratégica del método de las desapariciones, fuertemente alentado por Massera y al que el general Alejandro Agustín Lanusse llamó “indigno de hombres que visten el uniforme de la patria”.

“Con el Papa, no se puede fusilar a 5000 guerrilleros”, decía el almirante, agitando el cuco de un escándalo mundial y un potencial conflicto con el Vaticano. Pero no necesitaba fusilar a 5000. Podría haber fusilado -o encarcelado- a cinco, que eran miembros de la conducción, y así Montoneros –una organización más verticalista que cualquier otra– se hubiera derrumbado como un castillo de naipes. Pero, justamente, con la cúpula montonera Massera estuvo tomando café en París, en Madrid, en Venezuela y en Roma.

En cuanto al ERP, había quedado prácticamente exterminado en diciembre de 1975, durante el gobierno de María Estela Martínez de Perón, cuando intentaron tomar el batallón de Monte Chingolo, un depósito militar de arsenales que llevaba el nombre de Domingo Viejobueno.

Las víctimas en el centro

Son cosas que no tienen por qué estar en la memoria o en el conocimiento de todos. Pero muchos sostienen la premisa según la cual los crímenes cometidos por efectivos de las Fuerzas Armadas o de las fuerzas de seguridad son invariablemente peores que aquellos cuyos autores fueron guerrilleros, cualesquiera hayan sido las víctimas y las circunstancias. La respuesta debe buscarse caso por caso. Tal aseveración tiene una grave falla: pone el foco en los victimarios y no en las víctimas. ¿Es lo mismo que muera un niño o que muera un adulto? ¿Es igual que muera un inocente o que muera un culpable?

¿La muerte de un guerrillero que acababa de poner una bomba o que se estaba tiroteando con la policía es peor que la de María Cristina, la hijita del capitán Humberto Viola, o de Juan Eduardo, el hijito del obrero Isaac Clotildo Barrios, ambos de tres años?

Si no se pone el centro en las víctimas, de cualquier lado, estamos excluyendo la compasión y dejando únicamente la venganza.

El siguiente apotegma controversial consiste en sostener que el Estado otorgó a los militares y a los miembros de las fuerzas de seguridad una oportunidad que ellos no dieron a sus víctimas, que es la de un juicio justo y el respeto a los derechos humanos.

En primer lugar, el Congreso anuló en agosto de 2003 la ley de obediencia debida, sancionada por el mismo Congreso durante el gobierno de Raúl Alfonsín, en 1987. Representó una grave falla jurídica. El Poder Legislativo no puede anular leyes; en todo caso, puede derogarlas. Lo demás es una facultad del Poder Judicial, pero nunca con efecto retroactivo.

La violación de este principio elemental pasó como agua entre las piedras, tal vez porque muchos consideraron, equivocadamente, que de todos modos se hacía justicia. En Derecho Penal no puede haber justicia al margen de la ley. Lo escribió Santo Tomás hace 800 años y forma parte de los códigos del mundo occidental desde el siglo XIX.

En cuanto a los juicios, cualquiera que observara videos que circulan en las redes se escandalizaría. Testigos que no presenciaron los hechos, pero que argumentan, sin pudor, que la memoria es un proceso colectivo de reconstrucción; otros que dicen que les parece que se trataba de tal o cual persona y esa sola duda sirve para una detención preventiva que dura años.

Al 31 de enero de este año, ya había 657 efectivos de las Fuerzas Armadas o de seguridad muertos en prisión sin sentencia firme, sin que se sepa si son inocentes o culpables.

Actualmente hay 173 detenidos con prisiones preventivas que van de tres a seis años; 250 con prisiones preventivas de seis a diez años; 104 con prisiones preventivas de 11 a 15 años, y 13 con prisiones preventivas mayores a 16 años. El promedio de edad de esos detenidos es de 77 años, pero hay procesados con prisiones preventivas de hasta 98 años de edad. El argumento de los jueces para mantenerlos así es el temor a la fuga.

Muchos encarcelados preventivamente resultaron después absueltos en el juicio oral, pero el tiempo promedio que pasaron en prisión es de 8,72 años. Una condena de hecho.

El problema no consiste sólo en que nadie quiere hablar, sino que, además, nadie quiere escuchar. Lo mismo que en Hamlet, alguien ha puesto veneno en los oídos de nuestra sociedad dormida y habrá inquietud mientras cada uno no diga la verdad que conoce y los demás escuchen.

 

Carlos Manfroni

Publicado en La Nacion

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