Son palabras que se atribuyen, en cambio, al expresidente Néstor Kirchner, dichas en 2003 durante una conversación con Ramón Puerta, por entonces senador nacional y exgobernador de Misiones. Sin dudas, las imágenes de aquellos, como de otros íconos del marxismo, le sirvieron a Kirchner y a su esposa para camuflar la corrupción con el manto expiatorio del idealismo ajeno.
Los gobiernos que no pretenden ser democráticos no necesitan ser progresistas para obtener fueros. Ni fueron progresistas las 15 repúblicas “democráticas” (así se llamaban) que integraron la URSS (1922-1991), ni lo son las actuales dictaduras afines al kirchnerismo. En Cuba, Venezuela, Nicaragua, Irán, Corea del Norte, China o Rusia no hay derechos individuales ni humanos. No hay organizaciones sindicales, ni feministas, ni orgullo gay, ni movimientos sociales. Sus dictadores ejercen fueros obtenidos con la represión del disenso y el encarcelamiento y ejecución de opositores.
El kirchnerismo no solo acumuló poder por izquierda, sino también por derecha, con el apoyo de corporaciones de sindicalistas, comerciantes, contratistas, industriales, publicitarios y profesionales que se aferran al orden establecido y a sus alianzas con el Estado prebendario para conservar rentas y privilegios
El desafío del fallecido expresidente fue conciliar las reglas de juego de la democracia con su apetito desmedido por acumular en su provecho poder y fondos públicos. Y lo logró al combinar la versátil picardía peronista con el discurso ético de la izquierda, en una conjunción patológica, más práctica que doctrinaria. Eso le permitió usufructuar la supremacía moral que se atribuyen los discípulos de Gramsci con el submundo de las licitaciones digitadas, facturas infladas, retornos en efectivo y hoteles con “lavanderías”, propio de las mafias sicilianas.
Ernesto Laclau enseñó que, luego de la caída del Muro de Berlín, se debía reformular el marxismo y construir un nuevo poder, acumulando demandas sociales insatisfechas, uniéndolas contra el enemigo común: el orden burgués. Cuanto grupo quejoso cuestionase el sistema vigente, cualquiera fuese la razón, allí debería estar el líder populista, integrándolo, para alcanzar la ansiada hegemonía y demoler las instituciones republicanas. En términos más sencillos, “ir por todo”.
Lo que no imaginaron Laclau ni su esposa, Chantal Mouffe, fue que esa estrategia sería utilizada por el kirchnerismo, no para la liberación nacional, sino para lucrar en nombre del progresismo. Y allá van, con ojos cerrados y oídos sordos, como una feligresía embobada, los activistas más disímiles. Derechos humanos, feminismo, igualdad de género, ecología, pueblos originarios, abortistas y garantistas. Sin omitir a los presos, los sin tierra, los manteros y las múltiples minorías que sienten injusticias y reclaman derechos. Además de algunos hombres de la cultura, científicos, artistas y literatos, quienes, seducidos por el relato arielista o por los ceros en sus contratos, convalidan fueros malversados con el aura de sus propias valías.
Pero el kirchnerismo no solo acumuló poder por izquierda, sino también por derecha, con el apoyo de corporaciones de sindicalistas, comerciantes, contratistas, industriales, publicitarios y profesionales varios que se aferran al orden establecido y a sus alianzas con el Estado prebendario para conservar rentas y privilegios. De algún lado salen los fondos para que los dirigentes kirchneristas más destacados vivan en lujosos barrios cerrados, departamentos en Puerto Madero o en mansiones enrejadas. Aunque pareciera contradictorio, es así. La izquierda da fueros, pero los negocios dan dinero.
El caso reciente de José Schulman, presidente de la Liga por los Derechos Humanos, quien insultó y abofeteó a una empleada en una terminal de ómnibus, en Santa Clara del Mar, demostró con crudeza las reales convicciones del agresor, un activista profesional al servicio del kirchnerismo. Y, también, la verdad de la frase que titula este editorial, ante el mutismo de las entidades que suelen marchar por los derechos de la mujer. Y la propia liga que, en lugar de exonerarlo, le concedió una licencia indecorosa, hasta que finalmente Schulman decidió renunciar al cargo.
Como decía Chico Marx, imitando a su hermano Groucho: “¿A quién va usted a creer, a mí o a sus propios ojos?”. Esa frase la pronunció en 1933, mucho antes de que las imágenes y las voces se grabasen por doquier, como en la actualidad.
¿Qué hubiera dicho el otro Marx, el filósofo de Tréveris, al ver las bolsas del convento, los billetes en la Rosadita, los dólares de Florencia, los campos de Báez, los condominios de Muñoz o los lujos de Gutiérrez? ¿Cómo hubiera reaccionado el autor de El Capital ante las múltiples grabaciones de Alberto Fernández afirmando primero y desdiciendo después lo que vieron sus ojos de la corrupción kirchnerista? ¿Y si hubiera leído los testimonios de arrepentidos, los peritajes de expertos y los informes oficiales acerca de quienes se escudan en vulnerables y excluidos, para ocultar sus fechorías? ¿A quién creería el viejo Karl? ¿Al relato oficial o a sus propios ojos?
Sin dudas, en la penumbra de la Biblioteca Británica, se arrancaría las barbas, una por una, con la ayuda de su amigo Engels, al comprobar cómo lo que tuvo por impoluta ideología se utilizó en la Argentina para embolsar gigantescas plusvalías.
“La izquierda te da fueros”: una frase reveladora que describe en cinco palabras la esencia del kirchnerismo y la doble vara del progresismo nacional y popular.
LA NACION