Sin venganzas ni revanchismos
Editorial del diario La Nación
Es hora de respetar los derechos humanos de todos por igual, sin reversiones históricas que responden a intereses sectoriales
Hacer alarde de ideología fundamentalista es muchas veces vaciarse de sentido y contenido. Repetir un mantra es una de las tantas maneras en las que se pueden cerrar los oídos, alimentando una peligrosa falta de racionalidad.
Cuando este proceder se vuelve colectivo, se refuerzan los errores de concepto, se retroalimentan los propios registros y hasta se puede terminar incluso distorsionando peligrosamente la percepción.
Esto ocurre cuando una sociedad como la nuestra presenta un discurso tan ambivalente y desenfocado como el referido a los derechos humanos. ¿Pueden Hebe de Bonafini, Estela de Carlotto o el secretario de Derechos Humanos de la Nación, Horacio Pietragalla, ser quienes mejor expongan el tema? Se trata de cuestiones doctrinarias y legales, acordadas sesudamente por juristas y expertos del mundo que, aun así, muchos intérpretes locales pretenden ligar forzadamente a su propia conveniencia política, cuando no económica, mucho más que a una posición de principios digna de respeto en un ámbito de debate democrático.
Para colmo, un relato construido para sustituir la verdadera historia busca imponerse dogmáticamente desde distintos frentes y llega a las jóvenes generaciones cargado de imprecisiones, instalando supuestas verdades, adoctrinando en el fraude y ahondando las diferencias y los dolores de unos y otros. ¿En qué momento podremos cambiar este fatal derrotero? ¿Qué debería ocurrir para que liberemos tanta energía estancada en el pasado y adricemos las velas sin más demoras con proa a construir el futuro que imperiosamente nos interpela?
Somos protagonistas y testigos de un mundo y un país en crisis. De violencias, pandemias, economías en derrumbe, vidas amenazadas o perdidas. Los derechos humanos deben asistirnos a todos, sin acepción de personas, amparados en la Constitución, los tratados internacionales y el Estado de Derecho que garantizan su vigencia.
Más de uno se envalentona criticando a tal o cual autoritario régimen que silencia, tortura o mata a opositores por razones políticas. ¿Y por casa? ¿Será que pocos recuerdan que en nuestro país encarcelamos a más de 2500 uniformados y civiles? Algunos son culpables de los delitos por los que se los acusa, pero ese no es el único fundamento de su castigo. Muchos aguardan aún su condena con más de 18 años de encierro, algunos sin siquiera proceso. Otros tantos fueron sentenciados en juicios amañados, con causas fragmentadas y multiplicadas arbitrariamente, y lo siguen siendo hasta hoy, por hechos ocurridos hace ya medio siglo. Unos 700 han muerto estando privados de su libertad, con servicios penitenciarios sin preparación para atender sanitariamente como corresponde a quienes tienen 77 años de edad promedio, pero con detenidos que llegan a los 98. Para quienes predican tan distorsionadamente la doctrina de los derechos humanos, la realidad y las leyes no cuentan. Solo valen el relato y la venganza. Tampoco cuentan los plazos razonables, las normas que autorizan el arresto domiciliario por edad avanzada o el estado de salud. Las aberraciones que pudieron haber cometido no justifican su situación: se invocan los derechos humanos para violarlos. Un profundo contrasentido.
La v de venganza no puede reemplazar a la v de verdad. El nuevo siglo ha arrastrado los lastres de una vieja historia que nos divide. Las guerras más cruentas se libran en el corazón de cada hombre. Haber estado dispuesto a dejar la propia vida y a matar por un ideal parece ser razón suficiente para ganarse lugar en un monumento, cobrar suculentas indemnizaciones o alcanzar un cargo.
Una Justicia amordazada o de un solo ojo no es Justicia. Los jueces deben hacer efectivas las garantías del debido proceso penal absteniéndose de condenar si hay duda razonable, respetando los principios in dubio pro reo y de igualdad ante la ley. Quienes merecen castigo deben recibirlo, sin demoras ni excusas. Quienes purgan condenas deben hacerlo al amparo de la ley, con la atención sanitaria provista en tiempo y forma, con arrestos domiciliarios cuando por su edad así corresponda y preservando, ante todo, su dignidad como personas y el principio de igualdad ante la ley.
Es tiempo de consensos y de pacificación. La gravedad de la hora demanda gestos de grandeza por parte de todos. No permitamos que nos sigan dividiendo en función de batallas estrictamente personales. Redireccionemos esos esfuerzos destinados a enfrentarnos y avancemos en la construcción de una nación que nos hermane y nos asegure un futuro de paz, orden y desarrollo.
Editorial de LA NACION