Desde hace 20 años, cuando se reabrieron las causas fenecidas por hechos ocurridos hace medio siglo durante la guerra revolucionaria de los 70, el Estado argentino decidió someter a los acusados al desamparo de los derechos mínimos fundamentales, creando un sistema paralelo y discriminatorio negándoles los derechos que se le reconoce a cualquier otro justiciable.
Fue el máximo tribunal llamado a custodiar la Constitución, la Corte Suprema, quien dijo que ellos no pueden siquiera “invocar ni la prohibición de retroactividad de la ley penal más grave ni la cosa juzgada” (fallo “Simón”). Cuando la ley es violada por aquel que debe impartirla, hemos perdido el último recurso para la defensa de nuestros derechos. Entonces, si el abuso al que vienen siendo sometidos 3000 conciudadanos acusados no nos conmueve, que lo haga el natural instinto de conservación. No es casual que las fuerzas de seguridad dejen de proteger al ciudadano por temor a ser condenadas por cumplir con su deber; ni que la propiedad privada sea arrebatada para entregársela a quienes se autoproclaman herederos de pueblos originarios; o que los condenados por corrupción mantengan o se postulen a cubrir cargos públicos, conserven su libertad y los bienes que arrebataron a la Nación mientras la pobreza crece a niveles escandalosos destruyendo las esperanzas. Ignorar esta realidad vergonzante como lo viene haciendo la dirigencia política porque no es redituable nos mantiene en la indefensión física y jurídica, porque la excepción se convierte pronto en regla, la autoridad en autoritarismo, la justicia en abuso de poder y la paz se disuelve en el desorden y la violencia.
María Laura Olea
DNI 13.968.163
Publicado en La Nación