República Argentina: 12:37:05pm

Por Alejandro Díaz Bessone* publicado en www.lanacion.com.ar

El 17 de agosto de 1850, el padre de la patria pasó a la inmortalidad, en Francia, Boulogne Sur Mer, el lugar elegido por él.

Había llegado allí apenas dos años antes desde París junto a su familia. Contaba en ese momento con setenta años de edad, su hija solo treinta y dos, sus nietas María Mercedes catorce y Josefa doce. Decidieron dejar París por una revuelta política que intranquilizaba al General. El lugar elegido, una pequeña ciudad al norte de Francia, con un puerto importante, Boulogne Sur Mer.

Esta hermosa ciudad balnearia ubicada en un anfiteatro de colinas abierto al mar impresionó muy bien al Libertador. Esta le permitiría, si la revolución en el país se agravaba, pasar rápidamente a Inglaterra. Para eso contaba ya con los pasaportes de toda la familia. Inicialmente se instalaron en un hotel de la ciudad, posiblemente “L’ Hòtel de Bains”. A los seis meses San Martín se sentía tan cómodo y feliz, que le indicó a Mercedes que buscara un alojamiento permanente.

Como era la costumbre de la época, alquilaron un piso de una hermosa casa sobre la principal avenida. A pocos metros de allí se encontraba la ciudad amurallada, que contenía en su interior el Château de Boulogne-sur-Mer, donde Napoleón se había alojado desde 1803 al 1805 al mando de la Grande Armée, el ejército más poderoso de la época. San Martín era un apasionado estudioso de Napoleón, y le gustaba visitar esos lugares históricos. El piso alquilado era parte de la vivienda personal de Henry Adolphe Gerard, un ilustre francés. Era abogado, secretario de la Cámara de Comercio, bibliotecario de la ciudad y periodista. Casado con Adela Cary en 1836, tenían tres hijos de doce, diez y ocho años. La casa, actual museo argentino adquirida en 1926, está ubicada sobre la Grande Rue con el número 115. La familia San Martín / Balcarce ocuparía el segundo piso, y parte de los comedores en el primer piso. Disfrutó mucho de su confort y las grandes charlas con Gérard, quien escribirá las últimas memorias del General. Pero lo que más amaba era la compañía de sus nietas, que solo quienes somos abuelos lo podemos entender. Paseaba seguido con ellas, salían a almorzar y/o tomar el té a la ciudad amurallada. Ellas eran muy cariñosas y apegadas a su abuelo. Merceditas, su hija, lo veía feliz y por ello sentía mucha paz a pesar que quizás el clima no era el ideal para la salud de su padre.

Intentó convencerlo de volver a París, pero él se opuso. Ya habían vendido su casa de campo de Grand Bourg: su entrañable amigo, Alejandro Aguado, había partido hacia una década y no la quiso conservar, ya no tenía sentido, según decía. El General había decidido, en su secreta intimidad, que ese sería el lugar elegido para morir. Quizás le recordaba la época de su niñez en Málaga al lado del mar. Quizás era el mejor lugar lejos de las grandes ciudades, para hacer un repaso en paz de su intensa vida.

Unos días antes del 17 de agosto de 1850, su salud empeoró. Sin embargo, con el tratamiento del Dr. Joseph Jardon mejoró. Iba a la habitación de su hija, continua a la suya a conversar, leer los diarios y pasar tiempo con sus nietas, en un verano cálido.

El 17, un día sábado como hoy, se sintió bien al despertar. Se vistió y al rato se fue a la habitación de su hija, donde se sentó a conversar con ella. Le pidió que le leyera los diarios, tomó pocos alimentos y bastante líquido. Le pidió que colocara tabaco en su tabaquera, para ofrecerle a sus visitas. Seguía dando órdenes como buen militar. Antes del mediodía, llegó Francisco Javier Rosales, encargado de negocios de Chile en Francia. Había viajado en tren de París para visitar a San Martín el fin de semana.

Almorzó bien cerca del mediodía y conversó con quienes lo acompañaban, entre ellos sus nietas. Luego de ello, sintió frío en las piernas y Mercedes le sugirió que reposara en su cama, a lo cual accedió. Pasadas las 14:45 empezó con fuertes dolores de estómago y comenzó a sentirse muy fatigado. Su hija lo abrazó y él le dijo: “Mercedes, esta es la fatiga de la muerte”, y unos minutos después, casi sin fuerzas para hablar le dijo a Balcarce: “Mariano, a mi cuarto”. Fueron sus últimas palabras, y luego de una ligera convulsión expiró el padre de la Patria.

Eran exactamente las tres de la tarde. Estaban a su lado su hija, su yerno, sus nietas, el doctor Jardon y Rosales.

Un silencio profundo se apoderó de la habitación. Mercedes abrazó a sus hijas y a su esposo. Inmediatamente después colocó un crucifijo en las manos de su padre. Balcarce llamó a Gérard y su familia, quienes se unieron a las plegarias.

Por la tarde, lo pasaron al cuarto del General para velarlo. Colocaron dos cirios encendidos al costado de su lecho. El resto de ese día, 17 de agosto de 1850, que pasaría a ser un día histórico para nuestra patria, transcurrió con la casa en silencio, pero a pesar de la tristeza que se respiraba en el aire, había mucha paz y resignación.

Hagamos unos instantes de silencio y reflexión. ¿Cuántas veces hemos rendido honores a nuestros héroes que nos dieron la libertad? ¿Cuántas veces el 17 agosto fue olvidado por razones ideológicas o luchas fratricidas sin sentido?

Como dijo Nicolás Avellaneda; “Los pueblos que olvidan sus tradiciones pierden la conciencia de sus destinos, mientras que aquellos que se apoyan sobre sus tumbas gloriosas, son los que mejor preparan el porvenir”.

*General (R)

 

 

 


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