República Argentina: 2:47:58am

En el intento de copamiento de la fábrica militar de Villa María en 1974, hubo cuatro militares heridos, dos de ellos de gravedad. Uno fue el conscripto Jorge Fernández quien recibió un disparo en la cabeza. La insólita historia del soldado traidor que posibilitó el ingreso de los guerrilleros y el homenaje que le hicieron.

Jorge Fernández sintió como una explosión en su parietal derecho que lo hizo caer boca abajo. Estaba consciente y su primera reacción fue la de alcanzar su fusil para continuar disparando pero sus piernas no le obedecían. Sintió que la sangre le inundaba el rostro, pidió la asistencia de un médico y llamó a su madre a los gritos. Luego se desvaneció. Era la noche del sábado 11 de agosto de 1974 y fue uno de los heridos en el intento de copamiento de la Fábrica Militar de Pólvoras y Explosivos de Villa María por parte del Ejército Revolucionario del Pueblo, de donde se llevarían secuestrado al entonces mayor Argentino del Valle Larrabure, subdirector de ese establecimiento.

El objetivo de los 70 terroristas era robar armas y apresar al coronel Osvaldo Guardone, jefe de la fábrica, quien se encontraba enfermo en su casa, ubicada en el barrio de oficiales. Al no poder hacerlo, se llevaron a Larrabure, a quien mantuvieron cautivo bajo tierra durante 372 días para luego matarlo. También se llevaron al capitán Roberto García, ingeniero químico.

El saldo del ataque fue de un policía muerto y siete heridos. Uno de ellos fue Jorge Fernández, uno de los primeros soldados conscriptos heridos en la lucha contra la guerrilla, que cumplía con la ley del servicio militar obligatorio durante un gobierno constitucional. Es el único que esos primeros soldados que vive.

 Argentino del Valle Larrabure era mayor y subdirector de la fábrica. Los terroristas se lo llevaron con la intención de que colaborase en la elaboración de explosivos. Murió luego de un calvario de 372 días

Argentino del Valle Larrabure era mayor y subdirector de la fábrica. Los terroristas se lo llevaron con la intención de que colaborase en la elaboración de explosivos. Murió luego de un calvario de 372 días

Cómo fue el ataque

Este joven soldado nació el 16 de agosto de 1953 en la localidad cordobesa de Villa María, y residía a unas veinte cuadras de la fábrica. Tendría unos 14 o 15 años cuando decidió ser seminarista y como su padre quería que estudiase lo que quisiera, pero que estudiase, accedió. Estuvo algo más de un año en Río Cuarto cuando se dio cuenta que la vida de religioso no era para él.

En los primeros días de marzo de 1974 fue incorporado al Ejército y destinado a la fábrica militar, donde se desempeñaba como estafeta. Como el 16 de agosto era su cumpleaños y quería festejarlo en su casa, cambió la guardia con un compañero. Así que ese sábado, luego de terminar con sus comisiones, regresó a la unidad.

Ya era de noche cuando se dispuso a ir al puesto número 5, cercano a la bomba de agua cuando se desató un tiroteo infernal. Levantó el fusil, lo cargó y logró disparar cuatro o cinco veces, hasta que se trabó. Manos anónimas había intercalado en los cargadores proyectiles de fusiles máuser, con un calibre sensiblemente mayor que los FAL. Las armas se trababan.

El conscripto infiltrado

Los atacantes habían entrado gracias a la ayuda de un soldado conscripto, Mario Antonio Eugenio Pettigiani, considerado por todos como un buen tipo, algo introvertido. Con Fernández se conocían muy bien, y “Petti”, como lo llamaban sus compañeros, se las arreglaba para que otros le comprasen sus cigarrillos preferidos, Particulares cortos sin filtro. Sus camas en la cuadra estaba una al lado de la otra.

Ese día Pettigiani no tendría que haber estado en la fábrica. Había pedido permiso porque su madre estaba enferma pero como al día siguiente debía presentarse temprano, había preferido dormir allí. Era una persona de bajo perfil, que no discutía con nadie. Solo llamaba la atención el vocabulario que empleaba. Cuando todos hablaban de la esposa o la novia, él se refería a “su compañera”. Para los soldados fue un duro golpe enterarse de que estaba con los terroristas.

Minutos antes del ataque, Fernández se había cruzado con Pettigiani y le dio un par de paquetes de cigarrillos y un puñado de fósforos Ranchera.

Alguien, con una pistola, le disparó de atrás de muy corta distancia. Por lo que le dijeron los médicos, en el momento justo del disparo o al agresor le tembló la mano o Fernández giró su cabeza. Eso explicaría el trayecto de la bala, que entró por el parietal derecho y salió por el mismo parietal y no por la cara.

Se desvaneció, por eso no se dio cuenta de las patadas que le dieron los terroristas, que los médicos descubrieron cuando lo revisaron.

Fernández aseguró a Infobae que no tiene la certeza, pero se presupone que su ejecutor fue el propio Pettigiani, porque no había otro atacante en ese lugar.

Cuando todo había terminado, sus compañeros creyeron que Fernández estaba muerto, pero aún vivía. No pudo usarse la ambulancia de la fábrica porque tenía el motor agujereado por los disparos. Se buscó una puerta y se la usó como camilla. Así lo llevaron a un jeep de un soldado, que vivía en el campo y que lo dejaba estacionado en los fondos.

En la Asistencia Pública de Villa María no querían atenderlo ya que no disponían de los medios. Lo llevaron a Córdoba capital y en el trayecto le transfundieron sangre y le colocaron una vía de suero en la pierna. Los médicos aseguraron que llegó vivo de casualidad.

Tan grave estaba que los registros de Ejército lo habían dado como muerto en combate.

Fue internado en el Hospital Militar de la provincia, donde le salvaron la vida. Estuvo casi un mes en coma. Cuando se despertó pidió a los gritos su fusil para seguir peleando. No entendía por qué estaba vestido de blanco y no con su uniforme.

El sobreviviente milagroso

Al mes lo trasladaron al Hospital Militar Central donde entró nuevamente en coma. Esperaban que recuperase la conciencia para saber cómo reaccionaría el cerebro, ya que se creía que no quedaría bien. Durante 26 días le punzaron la columna, y él interpreta como un milagro de Dios que haya podido expulsar los coágulos por la nariz y los oídos.

Tan grave estaba que le suministraron la extremaunción en tres oportunidades.

Cuando recuperó la conciencia, se sentó en la cama y pidió una Coca Cola y un cigarrillo. El hermano recorrió el hospital y solo encontró Pepsi. El médico recomendó no contradecirlo y fueron a buscar la bebida que pedía. También lo dejaron fumar.

En ese momento pensaron que por el disparo había perdido sus cabales. En la cama de al lado estaba el capitán García, recientemente ascendido. García había intentado escaparse y saltó del vehículo de los terroristas. Le dispararon en la espalda y volvieron a subirlo. Quisieron interrogarlo, le hicieron dos disparos a quemarropa en el abdomen y lo tiraron al camino, dándolo por muerto.

Contó Fernández que cuando estuvieron con García en el hospital, se halló un pan de trotyl debajo de sus camas.

No era el único internado víctima de la guerrilla. En el hospital conoció a Agustín Luna, a quien le habían volado siete falanges por un escopetazo, con cartuchos rellenos de clavos y materia fecal, para que la herida se infectase más rápido. También estaba el teniente coronel Rodolfo Richter, herido gravemente en el combate de Pueblo Viejo, un enfrentamiento con el ERP ocurrido el 14 de febrero de 1975. Y se hizo amigo de “los manchaleros”, los soldados Adrián Segura, César Roberto Mamani, Juan Sulca y Luis Alberto Peñaranda, heridos en el enfrentamiento en Manchalá, también contra miembros del ERP, el 28 de mayo de 1975.

Fernández estuvo internado hasta entrado el año 1977. Ese flaco alto, de 1,92, tenía una debilidad: las rubias de baja estatura. Se enamoró de Norma Abram, la enfermera que lo atendía. Ella, 14 años mayor, decía que él era muy joven para ella, pero el muchacho hizo tanto que se casaron. Tuvieron un hijo, Diego.

Con medio cuerpo paralizado, logró entrar en la Dirección General de Fabricaciones Militares, donde estuvo 16 años. Cuando estalló la guerra de Malvinas, a pesar de su estado físico, se presentó para ir como voluntario.

A Fernández le habían otorgado una pensión que el gobierno militar le quitó, argumentando que ningún soldado que había sido herido por defender a la Patria merecía una retribución, mientras que los familiares de los guerrilleros cobraron indemnizaciones millonarias. “Nos atacaron, nos hirieron, no lo puedo entender”, expresó.

Como pudo, la fue peleando hasta que la vida le dio otro golpe. En 2008 se enteró que en la escuela IPEM 286 (ex ENCO) de Oliva, donde había estudiado Pettigiani, la Asociación de Familiares de Desaparecidos y Detenidos por Razones Políticas de Córdoba había colocado una placa en su honor.

Fueron las cosas de la vida que apareció en el camino de Fernández el abogado penalista Mariano Ludueña, quien denunció al intendente de entonces por apología del crimen: Pettigiani había sido un traidor a la Patria y no podía ser puesto como ejemplo para la juventud. Luego de un largo peregrinar por la justicia, este año lograron que la quitasen. Aun así, debieron hacer otra presentación para evitar que una calle de un loteo de tierras en las afueras del pueblo llevase el nombre del guerrillero.

“Estamos todos rotos”, confesó Fernández. “En Villa María peleamos como en Formosa cuando atacaron el Regimiento 29; si bien no hubo un Hermindo Luna que gritó que nadie se rendiría, nosotros tampoco lo hicimos. Tenemos mucho amor por la bandera”.

“Estábamos defendiendo lo nuestro, y le pudo haber tocado a cualquiera”. Se lamenta que ya no esté “Adriancito Segura, que es uno de los manchaleños”. Segura falleció en noviembre del 2020 y fue enterrado con honores militares.

Volvió a la fábrica para un acto presidido por el general Claudio Pasqualini, que era el jefe del Estado Mayor General del Ejército. Dijo que fue muy emocionante para él encontrarse con viejos soldados y de volver al lugar que lo había marcado de por vida.

Guarda como recuerdo de esa noche el birrete que usó, con el agujero provocado por el proyectil que casi lo mata. La herida no se le nota ya que le hicieron cirugía plástica y le colocaron una placa.

Todos los 24 de marzo, en que se conmemora el día de la memoria, la verdad y la justicia, el abogado Ludueña organiza un asado para los veteranos de Malvinas. Lo hace en Oncativo, una ciudad cordobesa donde hay muchos ex combatientes. Suele hacerlo en el salón de fiestas de la familia Salazar y todo el pueblo colabora. En uno de esos encuentros invitaron a Fernández. Al entrar al salón, el veterano Sergio Calderón se puso de pie y exclamó “¡llegó el soldado olvidado!”, y todos lo aplaudieron. Fernández confesó que se siente cómodo entre los veteranos, quienes lo tratan como un par.

Asegura ser una persona de fe, y no pierde el tiempo en ponerse a llorar porque sería desagradecido con Dios. El no lo dice, pero su abogado Ludueña contó a Infobae que en su momento a su hijo le dijo que su hemiplejia se debía a que se había caído de la moto, porque no quería que el chico creciera con odio.

Contó que Luis Labraña, militante montonero, quiso conocerlo. En las presentaciones Fernández le aclaró que no fueron, no son ni nunca serían amigos. Dijo que Labraña insistía en que ambos debían ser reconocidos como veteranos de guerra. Sin embargo, Fernández aclaró que, si bien tenían algo en común, que era el fusil, los guerrilleros lo usaron para asesinar y los soldados para defender al país.

“No me gusta que me palmeen la espalda, pero hay que entender que los guerrilleros no eran Robin Hood, sino asesinos”. Y hoy, desde su casa en Villa María, tiene claro que los que quedaron vivos representan la voz de los que ya no están. Y en eso está Fernández, en un combate desigual contra la indiferencia y el olvido.

Por Adrián Pignatelli

Publicado en www.infobae.com


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