República Argentina: 11:21:03am

En septiembre de 1973, Perón había ganado las elecciones con más del 61% de los votos y Montoneros veía amenazada su participación en el nuevo gobierno. La historia del operativo militar que tuvo como objetivo al jefe de la CGT y el libro que relanzó las investigaciones periodísticas de la década del setenta

Rucci fue asesinado a las doce y diez del mediodía de aquel martes, hace cincuenta años, cuando se aprestaba a subir al auto que debía llevarlo a Canal 13 para grabar un mensaje por el resultado de las elecciones

Rucci fue asesinado a las doce y diez del mediodía de aquel martes, hace cincuenta años, cuando se aprestaba a subir al auto que debía llevarlo a Canal 13 para grabar un mensaje por el resultado de las elecciones

José Ignacio Rucci era un personaje del que no se podía ni hablar quince años atrás, en 2008, cuando publiqué mi libro Operación Traviata. Un provinciano de familia muy pobre que solo había ido hasta quinto grado, un sindicalista peronista, un tipo de derecha, un facho. No tenía buena prensa porque lo políticamente correcto consistía en escribir sobre víctimas de la dictadura o escuadrones de ultraderecha como la Triple A; nunca sobre personas tan oscuras que bien podían haber sido “ajusticiadas” por los militantes angelicales de los setenta.

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En realidad, no estaba claro quién lo había matado, pero existía una sospecha sobre Montoneros, la guerrilla que en 1973 pretendía enseñarle cómo debía ser el peronismo al propio Juan Perón. Y eso era suficiente para que Rucci estuviera excluido de los protagonistas de la historia sobre los cuales los periodistas teníamos que escribir. Lo decía con claridad Hebe de Bonafini, la titular de las Madres de Plaza de Mayo: “Rucci fue un asesino que mató a montones de pibes y a otros los mandó a la muerte porque los denunció”.

Y si Hebe lo señalaba, había que cuadrarse. No fuera cosa de que al autor de un libro sobre el asesinato de Rucci lo alcanzara también el estigma infame que pesaba sobre la memoria del ex secretario general de la CGT, para colmo un gremialista muy leal al general Perón.

En aquel año, se cumplía el aniversario número treinta y cinco del asesinato de Rucci, el 25 de septiembre de 1973, que cortó de manera más bien abrupta los festejos populares por el triunfo de Perón, dos días antes, con más del 61 por ciento de los votos y en primera vuelta.

Rucci fue asesinado a las doce y diez del mediodía de aquel martes, hace cincuenta años, cuando se aprestaba a subir al Torino colorado de la CGT que debía llevarlo a Canal 13 para grabar un mensaje por el resultado de las elecciones. Un comando montonero encabezado por Julio Roqué, Lino, el mejor cuadro militar de la guerrilla peronista, lo emboscó desde una casa vecina en la avenida Avellaneda al 2900, en el barrio de Flores.

"Operación Traviata" se convirtió de inmediato en un best seller, que relanzó los trabajos de investigación periodística y abrió la puerta para libros que cuestionaban el paradigma instalado por el kirchnerismo sobre los setenta

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Perón acababa de regresar al país luego de casi dieciocho años de exilio. Rucci se había transformado uno de sus principales hombres de confianza porque desde el comando de la CGT le garantizaba la fidelidad de los sindicatos al acuerdo económico y social firmado con los empresarios, que era la piedra angular del peronismo para bajar la inflación, atraer inversiones, aumentar la producción y generar empleo.

Además, Perón lo quería mucho a Rucci. Tanto que al concurrir el día siguiente al velatorio del sindicalista el presidente electo lloró frente a su ataúd y regaló a los periodistas una frase que haría historia: “Esos balazos fueron para mí; me cortaron las patas”.

En un primer momento, Perón quiso creer que no habían sido los montoneros los asesinos de su fiel Rucci. Pero, pronto se dio cuenta de que había sido la “juventud maravillosa” a la que le había dado tanta cuerda cuando su prioridad era forzar a la dictadura del general Agustín Lanusse a una salida electoral sin proscripciones.

El atentado contra Rucci, su “ajusticiamiento” según el léxico montonero, fue un claro mensaje a Perón: para poder gobernar, debía volver a tenerlos en cuenta en el reparto del gobierno y del poder. Nada de seguir recostado sobre su ala derecha, formada por la tan odiada “burocracia sindical”, de la cual la víctima era su máximo exponente.

Resultó un error de cálculo enorme de los montoneros porque Perón no se dejó apretar; la disputa alcanzaría su punto culminante el 1° de mayo de 1974 en el acto por el Día del Trabajador en la Plaza de Mayo.

Sin que nadie lo esperara, Operación Traviata se convirtió de inmediato en un best seller, que relanzó los trabajos de investigación periodística y abrió la puerta para libros que cuestionaban el paradigma instalado por el kirchnerismo sobre los setenta. Y la justicia reabrió la causa Rucci, que estaba dormida desde hacía veinte años.

Operación Traviata instaló en la conversación pública que la militancia idolatrada por el kirchnerismo también mataba, también dejaba viudas y huérfanos, también violaba los derechos humanos, y por frío cálculo político, embarcada como estaba en lo que llamaba “una guerra popular y prolongada” para tomar el poder y concretar sus sueños de una revolución socialista o comunista.

Para mí, eso no implicaba negar la represión ilegal y sistemática de la dictadura ni los crímenes de los escuadrones de ultraderecha. Tampoco igualar el terrorismo de Estado con el terrorismo civil. No hubo dos demonios, como predicaba el alfonsinismo en los ochenta, pero tampoco era cierta la teoría de ángeles y demonios del kirchnerismo.

Apenas era un libro periodístico sobre un hecho del pasado reciente del que nadie escribía, buscando todas las fuentes posibles, respetando los dichos de los protagonistas, reconstruyendo el contexto histórico para entender -nunca justificar- qué tenían en la cabeza la víctima y sus asesinos.

La repercusión se debió a que una parte de la sociedad se había cansado del relato setentista inaugurado por Néstor Kirchner al comienzo mismo de su presidencia, en 2003. Él necesitaba ampliar su respaldo en las grandes ciudades y tomó la bandera de los organismos de derechos humanos contra el terrorismo de Estado de la dictadura. Claro que se trataba -se trata, todavía- de una bandera contaminada, a favor de los revolucionarios de los setenta.

No bien se asentó en Buenos Aires, Kirchner pasó a reivindicarse como el heredero legítimo de los militantes que habían sido diezmados en aquellos años de plomo, pero cuyos ideales de liberación, justicia e igualdad iban a ser concretados por él durante su gobierno.

Kirchner lo explicó en 2008 en una reunión con sus intelectuales de Carta Abierta: “Venimos de una derrota durísima. Pero, después de muchos años de resignación, vuelve la movilización, la ética, los pibes jóvenes quieren saber de qué se trata y podemos rendir las asignaturas pendientes”.

En esa reescritura de los setenta, Kirchner contó con tantos periodistas, historiadores, artistas, productores, guionistas y directores que lo ayudaron a esparcir la nueva historia oficial a través de una parafernalia de artículos, libros, programas de televisión, documentales y películas financiada generosamente por el aparato estatal.

Los colaboradores del príncipe patagónico no solo se llenaron los bolsillos, sino que ingresaron automáticamente al bando de los buenos, al progresismo, que llegaba para vengar a la “generación diezmada” por la conjura de los enemigos de la Patria de siempre: los militares y policías, brazos armados de la oligarquía criolla; los sindicalistas traidores; la clase media cipaya, y el imperialismo yanqui.

A Kirchner le fue muy bien y en los dos planos que le interesaban: los votos y el dinero, las dos caras de la política, para él. Votos para acumular dinero; dinero para sumar votos. Un círculo virtuoso.

Ese giro a la izquierda sorprendió a quienes lo conocían desde su época de gobernador de Santa Cruz. “La izquierda te da fueros, Ramoncito”, le explicó al senador misionero Ramón Puerta cuando le preguntó sobre sus nuevas amistades.

Resultó tan así que las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo constituyeron su principal escudo ético frente a las frecuentes denuncias de los medios de comunicación y la oposición sobre presuntos casos de corrupción y enriquecimiento ilícito.

Ángeles y demonios, buenos y malos; en política, la historia siempre es metáfora del presente.

Por Ceferino Reato

Publicado en Infobae.com

 


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