Al tiempo en que se empeñan todos los recursos del Estado para repoblar las cárceles con ancianos ex jefes militares y miembros de las fuerzas de seguridad acusados de delitos durante la guerra antisubversiva –pese a que no pocos de ellos están privados de su libertad desde hace años sin proceso formal, juicio ni menos aún condena- pareciera ser que las instituciones castrenses de la República se han convertido en meras reparticiones administrativas donde –como infelizmente suele ocurrir en cualquier ente público- las sospechas de corrupción abren preocupantes interrogantes que, hasta el presente, nadie se esfuerza por aclarar.
Al tiempo en que se empeñan todos los recursos del Estado para repoblar las cárceles con ancianos ex jefes militares y miembros de las fuerzas de seguridad acusados de delitos durante la guerra antisubversiva –pese a que no pocos de ellos están privados de su libertad desde hace años sin proceso formal, juicio ni menos aún condena- pareciera ser que las instituciones castrenses de la República se han convertido en meras reparticiones administrativas donde –como infelizmente suele ocurrir en cualquier ente público- las sospechas de corrupción abren preocupantes interrogantes que, hasta el presente, nadie se esfuerza por aclarar.
El último escándalo, que salpica indudablemente a la Fuerza Aérea y cuyas connotaciones todavía es impredecible determinar, desnuda una progresiva degradación de los mecanismos disciplinarios y de control, algo inadmisible en una estructura castrense en donde la disciplina y el honor militar deberían ir indisolublemente de la mano. Ello le permite, como en Ezeiza, al poder civil escabullir sus culpas y descargar todo el andamiaje de lodo sobre la gestión militar.
Pero el último sólo es un eslabón más a una larga cadena de bochornos, que entristece a los hombres de las fuerzas armadas. Hace ya un largo año se denunció la compra de víveres y material logístico en pésimo estado para las bases antárticas. Pese a que las dotaciones recibieron carne podrida y elementos inutilizables, todo quedó prolijamente en el baúl de los olvidos. TIEMPO MILITAR se ocupó detalladamente del tema y requirió de los legisladores responsables del área de Defensa en el Parlamento un pedido de investigación sobre estos hechos, pero el receso veraniego parece haber pesado más que toda requisitoria.
El mutismo es más profundo aún en torno a las denuncias de sobornos en el ámbito de la Armada con las denuncias de un fabricante alemán sobre irregularidades en las contrataciones para la adquisición de material naval. En su momento se informó sobre presentaciones ante la justicia y la apertura de causas que involucran a oficiales superiores de esa fuerza, pero todo el mundo pareció hacer mutis por el foro.
Hay sin duda una degradación moral, un relajamiento de valores que contamina y vulnera los lineamientos que deberían hacer la excelencia de la indelegable tarea que es la de proveer a la defensa común, a la preservación de las estructuras de control de la soberanía nacional y de la integración territorial. Quienes hoy están en el servicio activo, salvo contadas excepciones, se limitan a cumplir su horario, hablar lo menos posible no sea cosa de ser escuchados y denunciados por «inconvenientes» y ser relegados en la carrera sin más trámite que la simple digitación del funcionario de turno.
En este número TIEMPO MILITAR recuerda una de las epopeyas de la aviación militar con el nunca reconocido ataque al portaaviones Invencible, durante la guerra de Malvinas. Uno de los sobrevivientes de esa acción (ver página 14) el comodoro Gerardo Isaac, en condiciones de ascender a brigadier, pidió su pase a retiro indignado por la decisión de privarlo de tan legítima condición. A la mesa de trabajo de la ex ministra de Defensa Nilda Garré le llegaron informes sobre la postura crítica del oficial en torno a cómo debía desenvolverse una institución a la que no dudó en su momento de ofrendar su vida. Fue suficiente –haciendo trizas sus condecoraciones, su brillante foja de servicios y su inmejorable trayectoria- para pretender humillarlo con un puesto de oficina, antesala del destierro.
Ese inadmisible manoseo –que se da también en las otras fuerzas- sólo es posible por el accionar de hombres que no necesariamente hacen honor a su uniforme y que consienten a través de la delación, el «legajo del aire» o su impotencia de no haber podido ser ellos los elegidos en aquellos actos heroicos que se llevaron la vida de tantos compatriotas en el Atlántico Sur.
Desgraciadamente son muy pocas las voces que se alzan para advertir sobre cómo se están desmoronando las instituciones militares. La sociedad, sumergida en sus preocupaciones cotidianas, tampoco ha caído en la cuenta de lo que está ocurriendo. Es una gran pena. Siempre se ha dicho que tener un buen ejército es algo caro pero mucho más caro es el no tenerlo. Como está el mundo enloquecido, con la apetencia y voracidad que en distintas latitudes despiertan nuestras riquezas naturales, con los cielos y los mares desguarnecidos para beneplácito de predadores y narcotraficantes, quiera Dios que cuando la Nación caiga en la cuenta de lo que progresivamente está ocurriendo, ya no sea demasiado tarde.
El Director