REDACCION TIEMPO MILITAR.
Por Gabriel D´Amico y Santiago M. Sinopoli
A más de cuatro décadas del retorno democrático, la forma en que una sociedad decide juzgar y narrar su pasado violento no constituye un mero ejercicio de memoria, sino una decisión profundamente jurídica, política y moral. Argentina y Sudáfrica, atravesadas ambas por conflictos internos de alta intensidad y prolongada violencia política, ofrecen un contraste revelador sobre cómo enfrentar ese pasado sin sacrificar los principios estructurales del Estado de Derecho.
Contrariamente a lo que hoy suele afirmarse desde ciertos discursos oficiales, la transición democrática argentina no nació sobre una lectura unilateral de los años setenta. Por el contrario, el gobierno de Raúl Alfonsín partió de una premisa jurídica clara y consistente: la violencia política no había sido patrimonio exclusivo del Estado y la reconstrucción democrática exigía atribuir responsabilidades conforme a los principios clásicos del derecho penal liberal, en particular la legalidad y la igualdad ante la ley.
Esa concepción se plasmó normativamente en una decisión fundacional. En diciembre de 1983, el Poder Ejecutivo dictó de manera simultánea los Decretos 157 y 158. El primero ordenó promover la acción penal contra los máximos responsables de las organizaciones armadas guerrilleras; el segundo dispuso el enjuiciamiento de los integrantes de las Juntas Militares. No se trató de una contradicción ni de una ambigüedad política, sino de la expresión coherente de un modelo de responsabilidad dual.
La lógica era simple y jurídicamente elemental: los hechos debían ser juzgados conforme al Código Penal argentino vigente, aplicando los mismos tipos penales, las mismas garantías y los mismos principios a todos los responsables. Ese enfoque, compatible con el artículo 16 de la Constitución Nacional, constituyó el punto de partida del proceso democrático.
Ese modelo fue abandonado con el paso del tiempo. A partir de comienzos del siglo XXI, la narrativa jurídica argentina se desplazó hacia una interpretación asimétrica del pasado, centrada exclusivamente en el terrorismo de Estado y excluyendo de toda responsabilidad penal estructural a la violencia armada no estatal.
Uno de los pilares de esa mutación fue la aplicación retroactiva de la Convención sobre la imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y de los crímenes de lesa humanidad, adoptada por las Naciones Unidas en 1968. Durante el gobierno de Alfonsín, dicha convención no fue considerada aplicable en el derecho interno argentino.
Esa reinterpretación se consolidó a partir de 2005, cuando la Corte Suprema declaró la imprescriptibilidad de los delitos cometidos por agentes estatales durante los años setenta, invocando el artículo 118 de la Constitución Nacional, pese a que dicha norma no crea tipos penales ni habilita retroactividad.
El gobierno de Néstor Kirchner impulsó activamente una política penal selectiva, orientada exclusivamente contra los integrantes de las Fuerzas Armadas, mientras se consolidaba una narrativa de exculpación estructural de la violencia guerrillera. Este esquema reeditó, bajo nuevas formas, el antecedente de la amnistía de 1973, que había demostrado que la impunidad selectiva no pacifica sino que incentiva la reiteración de la violencia.
Este doble estándar proyecta un mensaje normativo hacia el futuro: cuando el orden jurídico transmite que la violencia armada no estatal queda fuera del reproche penal máximo, se debilita el monopolio legítimo de la fuerza.
Desde el Derecho Internacional Humanitario, esta selectividad carece de sustento. El artículo 3 común a los Convenios de Ginebra y el Protocolo II establecen que tanto los Estados como los grupos armados organizados pueden cometer crímenes graves.
Sudáfrica adoptó un camino distinto. A través de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, agentes estatales y miembros de organizaciones armadas comparecieron por igual, asumiendo responsabilidades sin distinciones ideológicas.
El contraste es evidente. Mientras Sudáfrica sostuvo una verdad completa, Argentina optó por una memoria jurídica selectiva. Tal vez haya llegado el momento de recuperar aquella intuición fundacional de la democracia argentina: no hay reconciliación sin verdad, ni verdad sin responsabilidad compartida.



