República Argentina: 9:53:41am

Por  Claudia Peiró publicado en www.infobae.com

Hace 45 años, en septiembre de 1979, una Comisión de la OEA llegaba a la Argentina para constatar las violaciones a los derechos humanos. Recientemente, jefes supérstites de Montoneros reaparecieron travestidos en sabios que dan consejos. Dos hechos que permiten reflexionar sobre el pasado y sus relatos

La misión enviada por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA llegó a la Argentina hace 45 años, el 6 de septiembre de 1979, para una misión de observación sobre la situación de los derechos humanos. Permaneció en el país hasta el 20 de septiembre. Se entrevistó con familiares de víctimas, integrantes de asociaciones de derechos humanos y referentes políticos, entre otros. Luego elaboró un extenso informe en el que además de un panorama general de la situación, incluía varios casos particulares.

Dicho esto, cabe señalar que la presencia de la CIDH en el país no frenó la represión ilegal. En plena misión de “observación” de la OEA, hubo una veintena de desapariciones forzadas y muertes, algunas de personas muy buscadas por su posición relevante dentro de las organizaciones guerrilleras.

La causa principal fue la llamada Contraofensiva Montonera, lanzada por la conducción de esa organización desde el exterior, partiendo del análisis de que la dictadura estaba en crisis y que por lo tanto era el momento de pasar de la “Defensiva Estratégica” a la “Contraofensiva Estratégica” con “la seguridad del éxito”. Una serie de acciones de agitación y propaganda, alternadas con operaciones militares de gran espectacularidad, quebrarían el frente militar y le asegurarían a Montoneros un protagonismo en la siguiente etapa.

Eso explicaba la presencia en el país de varios cuadros, incluso algunos “históricos”, de la organización. La mayoría de los grupos que formaron parte de esa contraofensiva eran integrantes de Montoneros que se encontraban en el exterior, porque habían sobrevivido a la primera oleada brutal de represión en 1976 y 1977.

En total, las dos etapas de la Contraofensiva Montonera -una tuvo lugar en 1979, la otra en 1980- se cobraron la vida de 80 de los 200 cuadros que participaron de ellas.

En los días en que estuvo en Buenos Aires, del 6 al 20 de septiembre, la delegación de la CIDH recibía denuncias de los familiares en Avenida de Mayo 760, sede local de la OEA. En la vereda se formaban largas colas.

Una militante “histórica” de Montoneros fue secuestrada en esa fila en aquellos días de septiembre. Se llamaba Adriana Lesgart. El suyo era un apellido emblemático en la organización. Su hermana, Susana Lesgart, entonces esposa de Fernando Vaca Narvaja, había sido fusilada en Trelew, junto con otros 15 presos políticos, en represalia por la fuga de varios jefes guerrilleros.

Adriana Lesgart, cuyo marido, Héctor Talbot Wright, había sido muerto a tiros por el grupo de tareas que intentó secuestrarlo, en octubre de 1976, estuvo un tiempo en el exterior y regresó clandestinamente en 1979, en el marco de la Contraofensiva, para intentar tomar contacto con los familiares de víctimas de la dictadura que por entonces ya estaban muy organizados.

¿Qué hacía Lesgart, que estaba en Argentina con identidad falsa porque era muy buscada por las fuerzas represivas, entre la gente que hacía cola, a los ojos de todo el mundo, en plena Avenida de Mayo? La organización consideró que debía ir a dar su testimonio, quizás evaluando que, por estar la CIDH en el país, los militares no actuarían. Un tipo de análisis temerario habitual por parte de la conducción montonera en lo que hacía a la seguridad de sus cuadros.

Casi todas las personas secuestradas o muertas en los días en que estuvo la CIDH en el país -unos 20- eran integrantes de la organización Montoneros que habían ingresado al país en el marco de la Contraofensiva. Entre ellos, otro histórico de la organización, Armando Croatto, que había sido diputado nacional por el Frejuli en 1973, y Horacio Mendizábal, integrante de la conducción de Montoneros. Ambos fueron abatidos en un enfrentamiento.

Cabe aclarar que para el momento de la llegada de la CIDH -septiembre de 1979- la dictadura ya había desarticulado a casi todas las agrupaciones políticas de base, como las comisiones de delegados de fábricas, y había aniquilado lo grueso de las organizaciones guerrilleras. La CIDH dijo en su informe que la intensidad de la represión había disminuido; ya no quedaban casi activistas sindicales o políticos que secuestrar.

Pero surgió entonces la Contraofensiva. Cuadros sobrevivientes de Montoneros fueron reclutados para esa operación. La conducción guerrillera persistió en el diseño de operaciones tan insensatas como funcionales al régimen. Éste no dejó pasar la ocasión de seguir masacrando sin piedad a todos los militantes así sacrificados.

Sobre la base de una evaluación distorsiva y delirante de la etapa, Montoneros lanzó una Contraofensiva, en dos oleadas, ambas con el mismo fracaso estrepitoso y costosísimo en vidas humanas.

Las desapariciones ocurridas durante la Contraofensiva fueron juzgadas. No existe en cambio una reflexión seria e intelectualmente honesta sobre las desviaciones y graves errores -por decirlo suavemente- que llevaron a esa inmolación colectiva.

No sólo eso. Recientemente asistimos a intentos de justificación de la Contraofensiva con el argumento de que fue una experiencia estigmatizada. Se pretende exculpar a sus responsables con el atenuante de que no podían prever los resultados. Esto es falso.

Los jefes montoneros eran perfectamente conscientes de la derrota que ya les había infligido la dictadura, del aislamiento político en que habían colocado a su organización desde el momento en que se enfrentaron a Perón y luego a su viuda y, más grave todavía, del grado de conocimiento que tenían los servicios de inteligencia del régimen sobre sus planes (ver: Contraofensiva montonera: los archivos secretos que revelan hasta qué punto fue funcional a la represión).

Un acontecimiento previo a la Contraofensiva ilustra ampliamente el desprecio de Montoneros por la seguridad de sus cuadros. La conducción convocó a una reunión semipública en Madrid a la que asistieron más de 200 exiliados y en la cual se invitó públicamente a participar de la Contraofensiva. Los interesados debían dejar un papelito con su nombre en una urna… Cualquiera que tenga una mínima noción de qué medidas de seguridad debe tomar un clandestino -y basta con leer libros o mirar películas de espionaje- comprende que esto era suicida. A la dictadura casi que ni le hacía falta espiar.

Los archivos de la DIPBA (Dirección de Inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires) demuestran el alto conocimiento que tenían los militares de los planes de Montoneros, pero también que la jefatura de la organización guerrillera desestimó las alertas de seguridad. Por caso, sabían que existía una alta probabilidad de que los escondites de las armas hubiesen sido detectados pero aun así enviaron a los militantes a buscarlas. Así se inició una de las cadenas de caídas.

La Contraofensiva, y esto es quizá lo más patético, transcurrió en la total ignorancia e indiferencia de la sociedad argentina. Fue una operación clandestina para sus supuestos destinatarios -el pueblo- y ampliamente conocida por el enemigo que se pretendía atacar.

En concreto, la conducción montonera mandó literalmente al muere a unos 200 militantes, de los cuales cayeron 80, la mayoría en la frontera, antes siquiera de ingresar al país, y otros muchos, apenas llegados a Argentina y sin casi haber entrado en operaciones.

Hoy muchos cuadros montoneros han encontrado cobijo en las organizaciones de derechos humanos, donde militan una intransigencia que ha colocado a la Argentina como excepción nefasta en el concierto de naciones. Mientras que la abrumadora mayoría de países que han vivido experiencias traumáticas -muchas más graves que la nuestra-, por represión ilegal, agresión externa, guerra civil, genocidio o apartheid, han cerrado esas etapas con soluciones jurídico-políticas que permiten mirar hacia el futuro, nosotros seguimos manteniendo expuestas las fracturas casi medio siglo después.

Los cultores de esta política dicen que somos un ejemplo ante el mundo. Es falso. Ningún país ha seguido nuestro camino. Por el contrario: optan por cicatrizar las heridas y dejar el pasado atrás, luego de un período -breve- de revisión de lo ocurrido.

Acá, un relato maniqueo que sólo ve culpables en un sector fogonea un antimilitarismo que ha llevado a la Argentina a no tener política de Defensa y a prácticamente carecer de Fuerzas Armadas. En concreto, se ponen las grietas del pasado al servicio de una política contraria al interés nacional estratégico.

Y, en vez de una autocrítica por su rol en aquellos años, algunos sobrevivientes de esa experiencia siguen abonando la división entre los argentinos, ahora por otros medios.

Hace un par de años, entrevistado por Tomás Rebord, Fernando Vaca Narvaja dijo que la contraofensiva había sido un “éxito”. Lo fue, pero para la dictadura militar, que así vio facilitado el aniquilamiento de lo poco que quedaba de Montoneros.

Ahora, reapareció Mario Eduardo Firmenich, jefe supérstite de una organización aniquilada, travestido en sabio que da consejos.

Al amparo de la impunidad y confiando en que el paso del tiempo borre la memoria de los argentinos en general, y de los protagonistas y testigos de esa historia en particular, los jefes montoneros que sobrevivieron al aniquilamiento de casi toda su tropa ensayan una lavada de cara y una reescritura del pasado que oculte su responsabilidad política en la muerte inútil y evitable de tantos jóvenes argentinos.

 

 


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