República Argentina: 6:39:59am

La base china en Neuquén fue uno de los peores legados de dos décadas de kirchnerismo; defensa y seguridad nacional deben ser consideradas un componente esencial de cualquier plan estratégico

Hace 75 años, para mantener la estabilidad en ese mundo que acababa de salir del horror de la Segunda Guerra Mundial, se creó la OTAN, una alianza política y militar que conformó el mecanismo de defensa colectiva más eficaz y poderoso conocido hasta la fecha. Gracias a esta alianza transatlántica, que se expandió gradualmente de sus 12 miembros originales a los 32 actuales, se afianzaron y florecieron, a pesar de sus múltiples y evidentes problemas, la democracia y el capitalismo en Occidente. La OTAN vive hoy desafíos inéditos, más allá de las dudas por el cambio en su liderazgo: vence el mandato del noruego Jens Stoltenberg y no está claro quién será su reemplazante.

En el horizonte aparecen otros nubarrones. Por un lado, la invasión de Rusia a Ucrania constituye un riesgo inminente para toda Europa y aceleró las incorporaciones recientes de Suecia y Finlandia. Además, la región decidió un paquete de ayuda equivalente a 100 billones de dólares a 5 años para fortalecer las limitadas capacidades militares ucranianas. Por el otro, el eventual triunfo de Donald Trump en las elecciones de noviembre de este año podría implicar un shock, dadas sus reiteradas amenazas de acotar el aporte financiero de EE.UU. ¿Un bluf para forzar al resto de los miembros a contribuir con más fondos (los estadounidenses siempre fueron los principales aportantes) o una profundización de su política aislacionista que lo llevaría a desentenderse del destino de Europa? Ante la incertidumbre, Francia está asumiendo un claro liderazgo para que la OTAN esté preparada ante cualquier eventualidad. De todas maneras, frente a un liderazgo norteamericano desafiado por China, Rusia y otras potencias menores, como Irán y Corea del Norte, la vigencia estratégica de la OTAN (y de la cuestión de la defensa en general) es innegable.

También creado hace poco más de tres cuartos de siglo, el Estado de Israel tiene en la defensa el pilar para garantizar su existencia. Enfrenta desde el ataque terrorista de Hamas hace medio año el peligro inminente de su virtual extinción. A pesar, o como consecuencia, de los avances de los Tratados de Abraham, que prometían un nuevo entorno de cooperación y desarrollo en buena parte de Medio Oriente y en la relación con otros países árabes, como Marruecos, necesita protegerse de la agresión constante de Hezbollah, la Jihad Islámica y otros grupos terroristas o religiosos que Irán –que no cesa en el desarrollo de su programa nuclear– utiliza para desgastar a Israel.

Las guerras son un espanto que siempre debe evitarse, por los costos humanos y materiales y por las muertes de víctimas inocentes, como las recientes en Gaza. Algunas son decisiones políticas, como la invasión de Putin a Ucrania o la de Estado Unidos a Irak. Otras, cuando una nación es agredida, consecuencia de la necesidad. Todas nos revelan la importancia de la paz y la estabilidad de nuestra región, resultado de una construcción política de nuestras élites que tuvieron responsabilidad de gobierno en las últimas décadas. Sobran motivos para criticarlas, pero sería muy injusto no reconocer que, a pesar de los múltiples desafíos existentes y de los crecientes problemas de seguridad ciudadana, es un logro que debe preservarse.

Esto requiere un trabajo conjunto y cooperativo con el resto de los países, un diálogo fecundo para afianzar lo alcanzado y la capacidad de reconocer y enfrentar con coraje y decisión amenazas no menores. En este mundo incierto e inestable, cada país debe asumir su cuota de responsabilidad y garantizar recursos y capacidades para sostener esta conquista. ¿Podemos ignorar el potencial desestabilizador de la presencia iraní en Bolivia y en Venezuela o la expresa pretensión de Teherán de asegurarse territorio y recursos antárticos? Tanto el embajador Stanley como la jefa del Comando Sur, Laura Richardson, señalaron su preocupación por la base científico-militar china en Neuquén. En perspectiva, una decisión por lo menos imprudente, si no irresponsable: uno de los peores legados de las dos décadas de predominio K. El problema de la pesca es tan conocido como frustrante la ausencia de respuestas por parte del Estado argentino. La importancia relativa del Atlántico Sur cambió en este nuevo contexto geopolítico global, por lo comercial, lo energético y otros bienes escasos.

Por todo esto, la cuestión de la defensa y la seguridad nacional debe ser considerada en la Argentina un componente esencial en cualquier visión o plan estratégico de desarrollo integral. Fue una prioridad ausente en la agenda política nacional desde la última transición a la democracia, aun cuando el país sufrió dos atentados muy importantes, a la embajada de Israel y la AMIA, del que se cumplirán tres décadas en julio. Los prejuicios prevalecieron por sobre la capacidad de desarrollar una perspectiva sistémica y los verdaderos desafíos quedaron supeditados a una división arbitraria (que debe ser revisada) entre cuestiones “externas” e “internas”. Esto deriva de la inercia de la dinámica de golpes militares que hubo entre 1930 y 1976. Y limita a las Fuerzas Armadas (FF.AA.) a situaciones de enfrentamiento con otro Estado.

¿Tiene el Gobierno un plan integral o se limita a confiar en que el mercado defina los destinos de la patria? ¿Existe un conflicto real entre la sociedad argentina y las FF.AA. como para que el Gobierno promueva una reconciliación? A menudo, la política ofrece soluciones a problemas que no son prioritarios (o no existen). Los sondeos son elocuentes: salvo sectores específicos y minoritarios, como el kirchnerismo duro y la izquierda trotskista, la enorme mayoría las considera una de las instituciones más prestigiosas del país. Ponerlas en valor es una necesidad imperiosa que requiere financiamiento y decisión política. El gesto simbólico de denominar un salón de la Casa Rosada que homenajeaba a los pueblos originarios “Héroes de Malvinas” perdería sentido sin una política pública con objetivos de mediano y largo plazo y que debe acordarse con el conjunto del liderazgo nacional. ¿Incluirlo en el Pacto de Mayo? Pocas cuestiones son tan relevantes para el futuro de la nación.

Desde Kant en adelante, las reflexiones sobre las diferencias entre teoría y praxis fueron una constante en el mundo de las ideas. El Presidente enfrenta a diario tensiones evidentes entre la reflexión intelectual y la práctica política. Confeso anarcocapitalista, se hizo famoso y popular por sus punzantes críticas a un Estado que ahora le toca administrar e incluso fortalecer. Más: su gobierno debe respetar los derechos adquiridos y el principio de continuidad de los actos jurídicos. ¿No prometió el 1º de marzo el fin de las jubilaciones de privilegio, incluyendo la del propio titular del Poder Ejecutivo? Ahí está Alberto Fernández celebrando que en tiempo casi récord la Anses le otorgó una pensión mensual de $7 millones, con el retroactivo correspondiente.

Como sugirió recientemente Oscar Oszlak en estas páginas, más allá de la “motosierra”, el Presidente y su equipo deben acordar con el resto de las fuerzas políticas un modelo de gestión pública que garantice la provisión adecuada y equitativa de los bienes públicos que dispone la Constitución y maximice la interacción y la coordinación con los gobiernos provinciales y locales para evitar superposiciones y aplicar el principio de subsidiariedad, respetando a rajatabla la sana austeridad republicana con reglas que aseguren la transparencia en el gasto público, una consolidación fiscal intertemporal y la anhelada estabilidad monetaria. Paradojas de la historia, el más acérrimo crítico del Estado y de la política está obligado a refundarlos.

Por Sergio Berensztein

Publicado en www.lanacion.com.ar

 


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