República Argentina: 2:39:41am

En el intento de copamiento de la unidad militar se entrecruzan cientos de historias. Una de ellas fue la que hermanó a las familias de dos soldados conscriptos. Uno de ellos perdió la vida en los combates y el otro se prometió luchar para asegurarse que los caídos no hayan muerto en vano.

“¡Salí hijo de puta!” escuchó Eduardo Navascues, que alguien le ordenaba en medio de disparos y de gente que gritaba. Tenía 20 años, era soldado conscripto, estaba a punto de irse en la última baja y no sabía qué era lo que ocurría.

En el regimiento era conductor de ambulancia y cuando fue el ataque estaba en la oficina de transporte, en los fondos del cuartel, ya que esa semana estaba de turno.

Al salir vio hombres y mujeres armados, quienes lo empujaron contra una pared, mientras respondían el fuego que les efectuaban. Insistentemente le preguntaron dónde guardaban las armas y dónde estaban los túneles. Les juraba que armas no había y que no tenía ninguna noticia de que hubiera túneles.

En calzoncillos y descalzo, le ordenaron correr en dirección a la avenida Crovara. Le dispararon cerca de los pies para que se apurase.

Antes de llegar al casino de oficiales, cuando pasaban por el comedor de la tropa, se desató otro tiroteo y su instinto lo llevó a tirarse cuerpo a tierra. Delante iba una mujer guerrillera, que fue alcanzada por disparos. Cuando la mujer cayó encima suyo, un atacante le pegó un culatazo en la cabeza porque creyó que Navascues quería hacerse del arma de la mujer. Le ordenó que la ayudase a caminar en medio del fuego.

Recuerda que entraron al casino de suboficiales. En una habitación le hicieron dejar a la mujer herida, y a Eduardo le quedaron grabados los gritos de dolor. A él lo dejaron en otra. Se tiró al piso porque los proyectiles entraban por la ventana y rebotaban por todos lados.

Mientras tanto, los atacantes tomaron de rehén a otro soldado conscripto, Héctor Cardozo. Ese día el despertador no había sonado y toda la familia se había quedado dormida. Antes de ser convocado al servicio militar, Héctor trabajaba en una fábrica de muebles y de noche cursaba el secundario. Juntaba dinero, entre otras cosas, para poder comprarse un auto. Tal como se relata en el libro “Ataque al cuartel de La Tablada. Relato de soldados conscriptos”, Cardozo había tenido el fin de semana franco y el lunes llegó a las apuradas. Al entrar al regimiento fue capturado.

Navascues y Cardozo se preguntaron qué ocurría, no entendían qué era lo que pasaba. Cardozo sacó un paquete de cigarrillos y solo le quedaba uno, que compartieron y ayudó a curarle las heridas. Se asustaron y se animaron al mismo tiempo cuando escucharon el ruido que hacían las orugas de los vehículos blindados, pensaron que ya había pasado lo peor. Pero comenzaron los disparos de alto calibre contra el edificio en el que estaban. “¡Acá no se rinde nadie!”, escucharon que desafiaron los guerrilleros.

Cardozo se refugió bajo una cama y Navascues debajo de un placard. El techo había comenzado a incendiarse, el agua brotaba de todos lados hasta que el ambiente se derrumbó y quedaron sepultados por los escombros.

A Navascues lo rescató el cabo Raúl García, en lo que era su primer día en la unidad. García lo pudo sacar de la montaña de escombros tirando de una mano que había quedado afuera. Eduardo gritaba que Cardozo estaba debajo de la cama, que había que ayudarlo, pero no sabía que su compañero, al que no había tenido oportunidad de conocer, había fallecido.

Les costó salir de la habitación, porque la lluvia de disparos era infernal. Cuando el cabo que lo había rescatado le dijo que saliera, le pidió que lo hiciera con los brazos en alto, atravesó la plaza de armas mientras los proyectiles seguían levantando tierra y polvo, y cuando llegó a la guardia se desarmó en llanto.

Recuerda que lo llevaron al Hospital de La Matanza y de ahí al Hospital Militar Central. Al verlo, los padres pensaron que no quedaría bien, hasta creyeron que le faltaba una parte del cuerpo.

Cuando se recuperó, pidió regresar al cuartel. Fue a la habitación donde habían estado de rehén, donde había muerto su amigo. Estaba todo limpio.

Quiso ir a ver a la familia de Cardozo, que vivía en Bernal. Quería pedirles perdón a los padres porque no había podido evitar la muerte de Héctor. Lo llevó su papá Benito; él se quedó en el auto porque no podía caminar, tenía un brazo vendado sostenido por un pañuelo. Toda la familia salió a la calle, y primero se abrazaron con su papá y luego la mamá hizo lo propio con Eduardo, al que le notó una mirada triste. Recuerda que el abrazo fue interminable.

Sus padres lo enviaron a Mar del Plata para que cambiase de aire. Estando allí, en una esquina escuchó que alguien gritó su apellido, y un disparo atravesó la puerta de la camioneta en que viajaba y lo hirió. Sus padres, inmigrantes españoles, decidieron cortar por lo sano y lo enviaron a la casa de unos primos en España, donde permaneció hasta que terminó el juicio a los atacantes. No lo supo entonces, pero eran habituales las llamadas a su casa amenazando a la familia para que no declarase en el juicio.

En diversas operaciones, le quitaron 27 esquirlas del lado derecho del cuerpo. Le quedaron cuatro, que a veces se hacen notar, especialmente cuando se agacha; debe hacerlo flexionando las rodillas hasta que sus manos toquen el piso. De otra forma, siente pinchazos.

Mientras estaba consciente debajo de la pila de escombros, sintiendo que el edificio se le venía encima, se prometió que si salía con vida, cumpliría con dos promesas: una, ir a rezar a la iglesia Nuestra Señora de Santa Teresita, a dos cuadras de su casa en Banfield y la otra hacer lo imposible para que el nombre de Héctor Cardozo no quedase en el olvido. De ahí en más, recorrió los medios de comunicación y contactó a diversos políticos, entre ellos a Mauricio Macri, a quien mucho no le creyó cuando le dijo que algo haría al respecto.

A poco de dejar la presidencia, el 4 de octubre de 2019, en un acto celebrado en el Regimiento de Patricios, donde se reconoció a los caídos en la defensa del Regimiento 29 de Formosa, el gobierno distinguió a Héctor Cardozo con una medalla, que recibió su hermana Flora, con quien Navascues se reencontró veinte años después. Ambos trabajan codo a codo para mantener viva la memoria de lo que ocurrió en el cuartel.

Los que perdieron la vida en el ataque fueron el mayor Horacio Fernández Cutiellos; el teniente Ricardo A. Rolón; el sargento ayudante Ricardo Esquivel; sargento Ramón Vladimiro Orué, que además era veterano de Malvinas y que soportó la guerra en Puerto Yapeyú, donde sufrieron el peor aislamiento; el cabo primero José Gustavo Albornoz y los conscriptos Julio Domingo Grillo, Leonardo Martín Díaz, Roberto Tadeo Taddía y Héctor Cardozo y los policías comisario inspector Emilio García y García y el sargento Juan Manuel Soria.

Navascues tiene dos hijos, Lucas y Luna, y se emocionó al relatarle a Infobae que por años le reprocharon que quería más a La Tablada que a ellos. Ya grandes, dicen que ahora lo entienden. “Tablada es una parte importante de mi vida, pero quiero a mis hijos con todo mi corazón”, aclaró.

Por la muerte de la guerrillera que iba delante suyo, Amnistía Internacional lo denunció porque creyeron que la había torturado. Fueron años de calvario, de un largo proceso judicial que terminó con su absolución.

Como lo hacen todos los años, este martes hubo un acto en donde estaba el portón del puesto 1 del regimiento. Fue organizado por familiares de caídos y veteranos, por la Asociación Civil Soldados AN, Víctimas del Terrorismo y la Comisión de Homenaje a Policías y Ciudadanos Muertos por la Delincuencia. Flora Cardozo confesó que, cuando se acerca la fecha, el corazón le late con más intensidad y que con Tablada la consigna es la de prohibido olvidar.

En el escenario que se improvisó en la vereda, sobre la caja de un camión, se colocó la imagen de la Virgen y dos gorras, una de ejército y otra de la policía. De fondo se destacaba la maleza que crece salvaje en el predio que ocupaba el regimiento. La vieja guardia desapareció y sus edificios, reconstruidos, ya fueron despojados de las huellas del combate. Si hasta demolieron el mural donde se recordaba a los caídos en Malvinas.

Lo que era el Regimiento de Infantería Mecanizado 3 ocupó ese predio, junto al Escuadrón de Exploración de Caballería Blindada 10 de 1952 a 1995, año en que fue trasladado a Pigüé y por donde se adivinan que hubo calles internas, los asistentes al acto recorrieron el predio, reviviendo, imaginando y sorprendiéndose.

Hace años, sobre Crovara, se había colocado una placa recordatoria que, cuando se levantó un boulevard, la sacaron. Ahora, familiares de caídos descubrieron otra.

Eduardo, que hoy tiene 55 años, recorre el país dando charlas principalmente en escuelas. En una de Salta, había un chico que, insistentemente levantaba la mano para preguntar. El chico le contó que había leído mucho sobre lo que había ocurrido en La Tablada navegando por la web y le preguntó por qué en el colegio nunca le habían hablado de estas cosas, y él sintió que esa pregunta era la razón de ser de esa promesa que se había hecho de honrar la memoria de los que ya no están.

Por Adrián Pignatelli

Publicado en www.infobae.com


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