República Argentina: 12:32:28pm

En primera persona, Juan Manuel de Rosas recuerda que antes de la de Julio A. Roca, hubo otra campaña al desierto, la que hizo él en 1833. Cuáles eran sus propósitos de conquista, sus ambiciones y, mientras le hacía la guerra al indio, su paciente labor por encaramarse en el poder con la suma del poder público.

En la estatua que me levantaron en la esquina de dos calles anchas que no reconozco estoy alto, a caballo, mirando hacia el caserón que había levantado enfrente y que terminaron dinamitando. Mientras sigo en esa monta eterna mirando para la eternidad el terruño en el que había elegido vivir, se me amontonan los recuerdos. Pienso en ese mozalbete tucumano, que se llevó los laureles por haber hecho una expedición al desierto, y que no sé a cuántos indígenas mató, y que cuánta tierra recuperó, y que no hay monumento en el país dedicado a él que se salve del escarnio y el agravio.

Lo indignante es que nadie se acuerda de mí, que hice lo mismo medio siglo antes.

Nadie conocía como yo la tierra dominada por el indio, y menos hablaba su lengua como el que esto cuenta. Hacía tiempo que me daba vueltas en mi cabeza la idea de una expedición para disciplinar a ancaes, puelches, pehuenches y pampas, que no hacían otra cosa que robar y asesinar en los poblados cercanos a la frontera del desierto.

El indio era un problema: impedía recuperar grandes extensiones de tierras fértiles, que pedían a gritos ser debidamente explotadas por los que conocíamos el negocio del campo.

Recordemos que estaba terminando mi gestión como gobernador y estaba frente a un dilema. Cómo continuar en el candelero, pero fuera de la ciudad de Buenos Aires. Es cierto que me alejaría de donde se cocinaba la política, pero vería de destacarme en el plano militar. Y conquistando tierras, que ya sabía a quién repartirla, tendría de mi lado a mis amigos estancieros.

Renuncié el 10 de diciembre de 1832, e indiqué que nombrasen a Juan Ramón Balcarce en mi lugar. El apellido era ilustre en Buenos Aires. Tanto él como sus hermanos Antonio y Marcos se habían destacado en las guerras de la independencia.

En ese momento, era el candidato perfecto. Era un federal de categoría, gente decente, que no competiría conmigo para ver quién sería más popular entre la plebe, y menos tenía la muñeca para negociar con otros gobernadores, si es que se le cruzaba por la cabeza sacarme del medio.

Costó convencerlo, el hombre no quería saber nada. Pero no tuvo más remedio que aceptar. Su primera medida fue la de nombrarme comandante general de campaña y jefe de la división de la expedición que yo le había indicado que haría.

Le había pedido a la legislatura fondos para esa empresa que sería de pacificación general de los indios en las regiones del sud y sudoeste, en tierras que llegaban hasta la mismísima cordillera de los Andes.

Estuvo bien pensada. La hice en combinación con Mendoza y San Juan, y tuve el cuidado de involucrarlo al riojano Juan Facundo Quiroga, un referente en el interior y escuchado por sus pares. También aceptaron colaborar el gobernador Estanislao López y los gobiernos de Córdoba y San Luis.

Mi plan no era sencillo: estaría al frente de la columna de la izquierda y tendría que batir a los indios en el sur, sobre los ríos Colorado y Negro hasta Neuquén; una columna del centro estaría al mando del general José Ruiz Huidobro, que batiría la pampa central, mientras que el general Félix Aldao iría por la zona andina, acompañado por el cacique puelche Juan Goico, que hizo de guía e intérprete. Otra columna, del otro lado de la cordillera, al mando de Bulnes, debía ir para el sur, pero los acontecimientos políticos en su país se lo impidieron.

Quise adular a Quiroga, para tenerlo de mi lado. Lo nombré comandante supremo, pero enseguida se abrió, diciendo que no conocía nada de hacer la guerra al indio.

Antes de partir, tuve la precaución de negociar con los boroganos, a los que hice amigar con los pampas. Esto me sirvió para tener mis espaldas cubiertas, nadie me sorprendería por mi retaguardia.

En la tarde del 23 de marzo de 1833, una semana antes de cumplir 40 años, salí desde la Guardia del Monte, aunque no cómo había imaginado. Me faltaba de todo, pero los hacendados se portaron bien y me fueron mandando lo necesario. Igual, a mi regreso, los malpensados insistieron que el Estado terminó pagando todo a un precio más elevado. Que lo prueben.

El 31 de marzo acampé en la margen este del arroyo Tapalquén y al día siguiente se nos unieron unos 500 indígenas, gracias a las alianzas que había tejido. El 25 llegamos al arroyo Napostá Grande, en los alrededores de Bahía Blanca.

En río Colorado levanté mi cuartel general. No se imaginen algo muy grande, era un cuadro formado por ranchos, toldos, carretas y cañones. Por las dudas, hice atrincherar todo el perímetro.

Mi secretario Antonino Reyes, un muchacho de 20 años que recién empezaba a trabajar conmigo, nunca se iba de mi carpa antes de la medianoche o bien entrada la madrugada, cuando terminaba de dictarle la correspondencia.

En el trayecto entre río Colorado y Bahía Blanca ordené levantar dos comandancias militares. La verdad es que me gustaba estar en todos los detalles, hasta en la elaboración del santo y seña, que no era una palabra elegida al azar, sino que encerraban un pensamiento o una máxima. “El malvado no sufre al honrado”; “El pícaro aunque medre no gana”; “La ignorancia se ofende de todo”; “El motín es mancha unitaria”, son los que me acuerdo. Pasaron tantos años.

Al general Ángel Pacheco, en la columna del centro, supe que le había ido bien. Llegó hasta la isla de Choele Choel, eliminó a la tribu de Payllarén, alcanzando Leuvucó. Marchó hasta la confluencia del río Limay y del Neuquén luego de aniquilar a la gente del cacique Chocorí. Persiguió a los indígenas por los valles de los ríos Neuquén, Picún Leufú y Limay.

Ruiz Huidobro no tuvo tanta suerte: estuvo detrás de los ranqueles, pero como Córdoba no le envió ayuda, debió regresar. Lo mismo ocurrió con Aldao. También mandé a explorar el río Negro con embarcaciones compradas para ese fin.

En un momento, la única fuerza que quedó en el medio de la nada era la mía. Supe que en Buenos Aires no paraban de hacer maldades. Quisieron fogonear una sublevación de tribus amigas, con los pampas en Tapalqué y los borogas de Salinas, pero a mi juego me llamaron. No demoré en capturar a los cabecillas y los hice fusilar.

En un momento temí que lo que tramaban en Buenos Aires tuvieran cómplices entre mis oficiales. Por eso los junté a todos y les advertí que no quería tener a mi lado hombres que no cooperasen de corazón en esta campaña, en la que iría al fondo, costase lo que costase. Y que quien quisiera abrirse ese era el momento, que se les daría pasaportes para que pudiesen llegar sanos y salvos a Buenos Aires. Se terminaron yendo una docena de ellos y el resto me acompañó.

El gobierno no me mandaba nada, y la legislatura se hacía la distraída. Si los que rodeaban al débil Balcarce hicieron lo imposible para que me fuera mal. Las reses para darle de comer a la tropa, que terminaron sobrando, eran provistas por Vicente González y Manuel José Guerrico.

Sabía que uno de los caciques más belicosos era el ranquel Yanquetruz, pero había sido reemplazado por Payné, que se alió conmigo. Las vueltas del destino: fui el padrino de su hijo Mariano, quien se educaría en mi estancia y llevaría mi apellido.

Otro que se acercó a negociar fue Cafulcurá. Tipo al que había que respetar, porque era amo y señor de todas las tribus de la pampa, luego de matar al cacique boroga Rondeau. Me las tuve que arreglar con su hijo Namuncurá.

Acordé que recibiese el grado de coronel del ejército de la provincia de Buenos Aires y uniforme con distintivo punzó, infaltable. Cafulcurá se encargaría de distribuir lo que le mandaría anualmente: 1500 yeguas, 500 vacas, alcohol, yerba, tabaco y azúcar.

Eso sí: debía hacer lo imposible para evitar malones y denunciar a las autoridades si algún jefe se rebelaba.

Hubo otros que no quisieron negociar, como el cacique pehuenche Chocorí, que dominaba la zona de Choele Choel. Fue quedando solo, luego de que mataran a su aliado, el ranquel Payllarén, mientras que Pichiloncoy fue capturado. Chocorí fue muerto en una emboscada por el oficial Francisco Sosa.

Cuando las columnas del centro y de la derecha quedaron desactivadas, mandé cuatro destacamentos a distintos puntos: uno fue por la margen izquierda del río Colorado, y aniquiló a los indígenas que encontró; otros dos destacamentos, en los que se incluyeron indios de los caciques Catriel y Cachuel, se ocuparon en perseguir a los ranqueles y otra partida de destruir la tribu del cacique Cayupán.

Cuando digo que hablo su idioma, no estoy bromeando. Sino lean la gramática y el diccionario pampa que escribí y que editaron cuando ya me había muerto. Además, no sé a cuántos vacunamos contra la viruela.

En ese campamento conocí a un inglés muy particular, que se hizo famoso años después, Charles Darwin, que venía explorando el desierto. Mandé a alojarlo en la tienda de un viejo aventurero español que había sido soldado de Napoleón en la campaña de Rusia.

Al muchacho lo invité a mi tienda, lo menos que podía hacer. Seguramente acostumbrado a sus costumbres europeas, le impresionó ver a soldados negros y mestizos, muchos mal vestidos, y no entendió a los indígenas que se bebían la sangre de las reses que se carneaban. Es la vida del desierto, míster Darwin, le expliqué.

Tampoco le entró en la cabeza por qué degollábamos a los prisioneros, me dijo que era inhumano. Le aclaré que no siempre era así, y le conté de mi pacto con los tehuelches, a los que acordé pagarle por indio que pasasen a mejor vida.

A muchos tenía de amigos, pero eso no quitaba que en los combates, ordenase que primero fueran al frente.

Cuando el inglés partió, le di una especie de salvoconducto porque el hombre quería seguir recorriendo el país y, por lo que me contaron tiempo después, ese papel le salvó la vida cuando en la ciudad los ánimos estuvieron más que caldeados.

Entre los caciques amigos estaba el boroga Venancio, quien lograba cansarme con sus pedidos, uno detrás del otro. El cacique Cachul decía públicamente que yo era su amigo, y que nunca lo había engañado, y que él y todos sus indios morirían por mí. Algo similar opinaba el cacique Nicasio.

Para suplir la falta de ayuda, emití vales que los comerciantes debían aceptar y que cancelaba con dinero que me enviaban mis amigos. Ese dinero Reyes lo escondía en un cajón de botellas de ginebra.

Mientras tanto, en Buenos Aires, mi gente llevaba las de perder. El 28 de abril de 1833 hubo elecciones a diputados. Hubo dos listas: la ministerial en la que se había incluido mi nombre para despistar, y la nuestra, la de los “federales netos”. Triunfó la primera. Nosotros pasamos a ser federales “apostólicos” y la contra “cismáticos”. Siempre fue difícil de entender el país.

Por supuesto mandé una carta renunciando a mi banca. Fueron tantas las renuncias que debieron hacer nuevas elecciones para cubrir los faltantes, pero el clima político era un polvorín y las suspendieron.

Mi cabeza trabajaba día y noche pero simulaba no preocuparme por los federales cismáticos. Conté con un aliado incondicional, mi esposa Encarnación, y con Facundo Quiroga, a quien no dejaba de adular en las cartas que le mandaba.

Encarnación siempre fue una mujer de carácter, directa, franca, con una sorprendente intuición. Transformó nuestra casa en una suerte de comité. Ella en Buenos Aires y yo, desde el desierto entre los salvajes manejamos lo que se llamó la Revolución de los Restauradores.

A veces a los muchachos se les iba la mano, como cuando fueron a la casa del canónigo Vidal a tirarle unos tiros al aire, y terminaron matando, con una bala perdida, a Esteban Badlam Moreno, un sobrino de Mariano, el de la Primera Junta.

No tardé en recibir la orden del gobierno de regresar con mis tropas para mantener el orden público y, como era mi costumbre, me tomé varios días en responder. Les escribí diciendo que lo que había pasado había sido obra del pueblo, y que no tomaría las armas en su contra. Para volverlos más locos, les confesé que, a mi regreso, mi idea era la de irme del país.

Con Encarnación nos manejábamos con cartas, en la que ella me describía con lujos de detalles lo que ocurría, y yo le aconsejaba qué hacer. En una en la que le mandé instrucciones, le pedí que no dijera que le había escrito. Sabía que mi silencio haría reventar a más de uno. Y así Encarnación podía cumplir con mayor libertad mis encargos.

Ella me conocía muy bien. Le indiqué que si mis amigos preguntaban qué iba a hacer, que mi intención era la de retirarme, que no di explicaciones de por qué, que estaba aburrido, que quería descansar, y por qué no fuera del país.

El 25 de marzo de 1834, junto al arroyo Napostá, al sur de la provincia de Buenos Aires, reuní a mis hombres y declaré finalizada la campaña.

¿Mi balance de la expedición? Recuperé miles de kilómetros cuadrados de territorio, que repartí entre hacendados para que los explotasen, y amplié la frontera con el indio. Estos obedecieron mi orden de no atravesarlas sin autorización, y se comprometieron a cumplir con el servicio militar, en caso de que fueran convocados.

¿Qué cuántos indígenas dicen que maté? En un informe que entregué, recuerdo haber consignado 3200 muertos y 1200 prisioneros. Otros dicen que fueron muchos más, cerca de siete mil. No sé qué cuentas hicieron.

Liberé entre 2000 y 4000 cautivas, porque los indígenas, en sus malones, secuestraban. Algunas las rescaté luego de un combate y otras fueron canjeadas por animales y víveres.

Dicen que dejé el desierto porque los salvajes se venían en serio, y que el territorio que había recuperado había sido vuelto a ocupar por el natural. No lo sé, pero una cosa fue cierta: hasta que me echaron del poder se terminaron los malones, a pesar que a veces algunas incursiones de ranqueles y araucanos se hicieron notar.

La coraza y el sable del cacique Chocorí fue a parar al museo en Buenos Aires, en memoria “del mérito de los bravos que lo aniquilaron”. Se resolvió levantar un monumento en las márgenes del río Colorado; hubo medallas y espada de oro para mí y condecoraciones para los jefes y oficiales que me acompañaron.

La legislatura me donó la isla de Choele Choel, a la que le pusieron “Isla del General Rosas”. Nunca tuve una. Se que fue falsa modestia: acepté que la isla llevase mi nombre pero pedí que en lugar de tener ese pedazo de tierra en el medio de la nada, me dieran terrenos en la campaña bonaerense, que yo elegiría.

Amagaron con hacerme gobernador, pero yo insistí en que fuera con facultades extraordinarias. Los haría sudar la gota gorda y demostrarle quién era en verdad.

Desde arriba de ese monumento que nunca imaginé tener, en vistas cómo abandoné el país y de cómo se ensañaron conmigo, ustedes han visto que yo también tengo para bastante para contar.

Por Adrian Pignatelli

Publicado en Infobae


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