Editorial publicado por www.lanacion.com.ar
El calvario que vivió el militar secuestrado y asesinado hace 50 años es una muestra de las atrocidades de los grupos terroristas que pusieron en vilo al país
Víctima de las atrocidades que vivió el país en la hora oscura de la violencia de los años 70, la figura del coronel postmórtem Argentino del Valle Larrabure sobresale como un testimonio de heroísmo, dignidad y sacrificio, en momentos en que la patria sigue en la búsqueda de ejemplos y liderazgos que la conduzcan hacia tiempos más promisorios. Su cobarde asesinato, ocurrido hace 50 años en manos del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), después de 372 días de cautiverio, deja en evidencia la profunda degradación a la que puede llegar la irracionalidad humana.
A los 42 años, en la madrugada del 11 de agosto de 1974, fue sacado por la fuerza de la Fábrica de Pólvoras y Explosivos de Villa María, de la que era subdirector, durante la violenta toma de la unidad militar, que fue escenario de cruentos enfrentamientos, una modalidad que las organizaciones guerrilleras promovían como estrategia fratricida mientras el país era conducido por un gobierno constitucional. El militar apareció sin vida el 19 de agosto de 1975, en las afueras de Rosario, con visibles signos de maltrato y abandono. Su cuerpo pesaba 48 kilos menos que un año antes.
Al ensañamiento, humillación y tratos inhumanos a los que fue sometido el militar en sus últimos y trágicos 12 meses de vida se ha sumado a lo largo del tiempo el olvido y la desigualdad con que la Justicia trató su caso, al negarse a considerarlo -incluida la Corte Suprema de Justicia de la Nación- como un crimen de lesa humanidad. Ya en el juicio a las juntas militares, en la sentencia de la causa XIII, que condenó a los comandantes de los últimos gobiernos de facto en la Argentina, los jueces habían determinado que en el país existió, entre 1976 y 1983, una “guerra revolucionaria de baja intensidad”.
Tanto el prolongado secuestro y el cruel asesinato de Larrabure como la negativa de la Corte a tratar el caso como un delito de lesa humanidad tuvieron lugar durante la vigencia de gobiernos constitucionales, por lo que sorprende que la más alta magistratura no haya restablecido el criterio que desde 2007, en pleno período kirchnerista, había sostenido el doctor Claudio Palacin, por entonces fiscal general ante la Cámara Federal de Rosario. En ese tiempo, Palacin firmó un dictamen, de 130 páginas, para que se investigue el asesinato de Larrabure como delito de guerra y crimen de lesa humanidad.
Con fundamentos y aciertos, Arturo Cirilo Larrabure, hijo del militar asesinado, dijo en los últimos días en una entrevista con LA NACION que “los jueces todavía tienen miedo y no quieren juzgar a los guerrilleros de los años 70”. Trajo el recuerdo del asesinato del juez Jorge Vicente Quiroga, registrado en abril de 1974 –el mismo año del secuestro de su padre-, en represalia por su desempeño en la Cámara Federal Penal, que había juzgado los crímenes de las organizaciones guerrilleras entre 1971 y 1973. “A partir de ahí se quebró la Justicia y nadie quiso juzgarlos más. Estamos lejos de una Justicia ejemplar”, reflexionó Arturo Larrabure.
Argentino del Valle Larrabure había nacido el 6 de junio de 1932 en una familia de clase media en San Miguel de Tucumán. Era el menor de ocho hermanos y se formó en un colegio salesiano, donde se destacó por sus altas calificaciones –egresó con el mejor promedio- y su compañerismo. Su vocación militar lo llevó a mudarse a la Capital Federal para ingresar en el Colegio Militar de la Nación, de donde egresó como subteniente, en el arma de infantería. Completó su formación como ingeniero militar en la Escuela Superior Técnica del Ejército y sus destinos tuvieron en cuenta esa especialidad. Fue enviado, primero, a la Fábrica Militar de Tolueno Sintético, en Campana, donde se producía el combustible que utilizaba la fuerza, y luego a la Fábrica Militar de Pólvoras y Explosivos de Villa María, donde permaneció en una primera etapa entre diciembre de 1969 y 1971, cuando fue enviado a Río de Janeiro para ampliar su formación.
Llegó nuevamente a Villa María a comienzos de 1974, luego de la cruenta irrupción del ERP en el Regimiento de Caballería de Tiradores Blindados 10 de Azul, donde fueron asesinados el jefe de la guarnición, el coronel Camilo Arturo Gay, y su esposa, Hilda Irma Cazaux, y tomado prisionero el teniente coronel Jorge Roberto Ibarzábal, ultimado meses después por los guerrilleros cuando fueron interceptados por una guardia militar. El caso Ibarzábal tiene similitudes con el de Larrabure, por el largo secuestro al que fue sometido y el fatal desenlace. El ataque al regimiento de Azul del 19 de enero de 1974 provocó la reacción inmediata del presidente Juan Domingo Perón: en la misma noche, vestido con uniforme militar, llamó por cadena nacional a “aniquilar cuanto antes este terrorismo criminal”.
Muerto Perón el 1° de julio de 1974, no cesó en el país la ofensiva de la guerrilla y, en la madrugada del 11 de agosto, se produjo el ataque a la Fábrica Militar de Villa María, con el objetivo de apoderarse de armas y producir el secuestro de oficiales, lo que lograron al llevarse al mayor Larrabure, a quien tenían ubicado como experto en explosivos, y al capitán Roberto García, quien intentó escapar al arrojarse del vehículo en el que lo llevaban y fue herido de gravedad en el acto con 14 disparos.
Durante su largo cautiverio, Larrabure envió ocho cartas a su familia, en las que instaba a su esposa e hijos a permanecer unidos, despojarse de sentimientos de venganza y perdonar a sus captores. Los mensajes, que constan en las cartas enviadas desde su encierro, motivaron en los últimos años al obispo castrense, monseñor Santiago Olivera, a promover el inicio de una causa de beatificación, con el propósito de que el militar sea declarado mártir. Dicha instancia se encuentra en la etapa final de la fase diocesana y podría llegar a Roma antes de fin de año.
La ciudad de Buenos Aires rinde un homenaje perpetuo a la figura de Larrabure, mediante un busto emplazado en la plaza Mitre, frente al Museo Nacional de Bellas Artes, sobre la Avenida del Libertador. Fue inaugurado a fines de los años 90, con el voto unánime de la Legislatura porteña, un signo de la Argentina cohesionada que seguramente proyectaba en su fuero íntimo el militar secuestrado y asesinado por los grupos que a lo largo del tiempo se han movido en la intolerancia.