República Argentina: 5:07:06pm

Por Laura Di Marco publicado en www.lanacion.com.ar

El 24 de marzo, Día de la Memoria, Agustín Laje, uno de los intelectuales de cabecera de Javier Milei, se atrevió a mucho en el video que difundió. El mileísmo busca dar la batalla cultural a fondo sobre una década, con identidad cultural y política propia, que aún sigue sangrando. Una buena parte de la sociedad resonó con la narrativa de Laje, que, en el fondo del asunto, reivindica a las víctimas de las organizaciones terroristas. Víctimas invisibilizadas e, incluso, despreciadas por los organismos de derechos humanos.

La de Laje es una narrativa que se erige claramente con pretensiones de abrir un nuevo camino jurídico en la Argentina: que los crímenes del ERP y Montoneros sean considerados de lesa humanidad y, por lo tanto, imprescriptibles. Después de su discurso del 24 de marzo, lo que se leía en la mitad del universo digital: “Laje tiene razón”. Mientras, otra mitad, lo repudiaba. Así de intrincados son los 70.

Para que la Justicia argentina configure como crímenes de lesa humanidad los asesinatos perpetrados por las organizaciones terroristas –configuración a la que, hasta ahora, se ha negado– debe haber un componente estatal. Así lo dictamina el Estatuto de Roma, que dio origen a la Corte Penal Internacional y que fue avalado por el parlamento argentino. Ese Estatuto define los crímenes de lesa humanidad como ataques de bandas armadas contra la sociedad civil, que actúan bajo un plan sistemático, pero amparadas por el Estado. Y aquí entramos en el berenjenal jurídico. ¿Acaso ERP y Montoneros no tenían un plan sistemático? Pero ¿tenían un Estado detrás?

La principal razón por la que siguen sangrando los 70 es el indulto a las cúpulas de las organizaciones terroristas otorgado por el gobierno de Carlos Menem, paradójicamente el ídolo de Javier Milei. Y el nudo aquí es que, sin justicia real, jamás habrá un cierre sano para los 70.

Sin embargo, hay una innovación en el discurso del gobierno de Milei y es que parece haber encontrado no un Estado detrás del ERP y Montoneros, sino dos: Cuba y la Unión Soviética, fogoneando y financiando una guerrilla que pretendía socavar la democracia e imponer una dictadura del proletariado. El constitucionalista Daniel Sabsay comparte esa visión. Y la médica cirujana Hilda Molina, quien conoció profundamente el pensamiento de Fidel Castro, también lo ratifica: La Habana, sostenida por la entonces Unión Soviética, fue el laboratorio económico e ideológico de todas las guerrillas latinoamericanas. Entonces, ¿eran grupos particulares o había un Estado detrás? Este es solo uno de los embrollos jurídicos por los cuales siguen doliendo los 70.

Lo de incluir la parte estatal detrás del plan sistemático de la guerrilla –que era tomar el Estado por las armas e imponer el socialismo por la fuerza– es un atajo jurídico por el que hace años viene luchando la vicepresidenta Victoria Villarruel. Más aún: esa lucha fue la que la construyó como figura política. En la semana de la memoria, el oficialismo –a través de Vialidad Nacional– se atrevió a mucho más: derribó en Santa Cruz el monumento de una “vaca sagrada” de la izquierda nacional: Osvaldo Bayer, autor de La Patagonia rebelde.

Pero en paralelo al video de Laje, la marcha por el Día de la Memoria, que recuerda la instauración de la dictadura más sangrienta de la historia del siglo XX, y que incluyó no solo desapariciones de personas, sino robo de bebés y torturas a niños de 10 u 11 años que los militares no podían sustraer, fue más multitudinaria que nunca.

La última marcha también tuvo sus innovaciones: asistieron muchos jóvenes, nuevas generaciones y lució más “deskirchnerizada” que nunca. Por años el kirchnerismo se había apropiado de la fecha icónica generando un rechazo visceral en esa parte de la sociedad que cada vez tomaba mayor distancia de un populismo de izquierda, que se iba volviendo cada vez más autoritario, radicalizado y violento.

¿Habrá recuperado su esencia el 24 de marzo? ¿Se habrá liberado de sus apropiadores? Pero ¿cuál sería su esencia?

Para el reconocido historiador y periodista Marcelo Larraquy, autor de best sellers de investigación sobre la violencia política en los 70, es el 24 de marzo, y no el 10 de diciembre de 1983, la fecha fundacional que da inicio al consenso democrático que se fue construyendo durante las siguientes décadas. Proceso que culmina con la asunción de Raúl Alfonsín. Es el horror de la dictadura, cree Larraquy, lo que pone en valor a la democracia como sistema en la Argentina. Valores democráticos que no estaban tan claros, ni eran tan defendidos durante el siglo XX, plagado de golpes militares. Larraquy acaba de publicar Gordon (Sudamericana), una novela de ficción que reconstruye la historia de Aníbal Gordon, un delincuente común que se convirtió en un oscuro personaje de las bandas parapoliciales de la época.

En el laberinto de aquellos años de sacralización de los “fierros” hay muchas razones que explican la dificultad en su proceso de cicatrización. Pongamos algunas: que Mario Firmenich vuelva a agitar con sus videos y siga libre, cuando mandó a la muerte a una generación entera de jóvenes. Que Luis Mattini, nombre de guerra del líder del ERP, no haya pagado por sus múltiples crímenes, entre ellos el de María Cristina Viola, de tres años. Que algunos verdugos del capitán Viola, asesinado en democracia y sin ninguna participación en el terrorismo de Estado –vale recordar–, hayan sido premiados con una indemnización, mientras las verdaderas víctimas eran invisibilizadas. Un punto a destacar en esta historia: ser hijo de desaparecidos, durante el kirchnerismo, significaba tener sangre azul, mientras las otras víctimas debían ser corridas debajo de la alfombra para, supuestamente, no “opacar” el horror de la dictadura.

Ahora que la taba se dio vuelta, la existencia de esos muertos invisibilizados, no reconocidos, no llorados por quienes deberían velar por los derechos humanos de todos se vuelve más evidente. Claro que una cosa es la memoria completa y otra muy distinta es desconocer la existencia del terrorismo de Estado. Digamos todo: hay una línea en el Gobierno que pretende imponer este último objetivo en su batalla cultural.

Entre 1973 y 1976 hubo unos 1000 desaparecidos a manos de la Triple A, una organización que operaba al amparo del gobierno democrático de Perón. Son desapariciones muy incómodas para el peronismo. Entre 1973 y 1976 la guerrilla asesinó a 778 personas. El exfiscal del Juicio a las Juntas Luis Moreno Ocampo registra que, desde el asesinato de Aramburu en adelante, el terrorismo se cobró 782 vidas.

No solo hay muertos incómodos sino preguntas incómodas.

¿Acaso la violencia política que precedió el 76 no explica, en parte, lo que sucedió después?

¿Hubo una guerra revolucionaria o no? Con la democracia recién recuperada los ex-ERP y los Montoneros, que regresaban a la Argentina se reivindicaban como “combatientes” de una guerra que habían perdido, no como víctimas.

¿Por qué el dolor del hijo de Arturo Larrabure (un ingeniero al frente de la Fábrica Militar de Explosivos de Villa María, asesinado por ERP en democracia) o el de María Fernanda Viola vale menos que el de los familiares de los desaparecidos? El dolor no es de derecha ni de izquierda.

Tal vez llegó el momento de reconocer a las otras víctimas, las que no han tenido “sangre azul”. Esos muertos que el peronismo y los organismos de derechos humanos no solo se niegan a reconocer sino, también, a llorar.

 

Más Leídas