La nota es la siguiente: Después de siete años y siete meses

de proclamar su inocencia sin ser oído, el salteño Julio

Flores, mecánico de aviones, adoptó hace quince días, en la

soledad de su celda, la fatídica decisión que ayer puso en

marcha: iniciar una huelga de hambre hasta morir. Lleva

más de 24 horas sin probar comida ni aceptar

medicamentos para sus enfermedades. Pero la agonía, para

la familia, empezó dos semanas atrás cuando esa idea que

le rondaba la cabeza mordió su alma. Para desesperación de

los suyos, ese día empezó a darles indicaciones sin atender

sus ruegos. La determinación más dramática fue que desde

entonces empezaría a reducir drásticamente la ingesta de

alimentos con el objetivo de preparar su cuerpo para el

tormento que vendría y que finalmente comenzó ayer. Es el

desconsuelo en medio de la tribulación para su entorno.

Flores, de 64 años, dio a conocer ayer en público el inicio de

su huelga de hambre mediante una carta manuscrita que

probablemente no trascienda demasiado. Será apenas otro

 

grito del silencio que a nadie importará. Sobre él pesa una

acusación que es como una losa que aplasta, la imputación

de uno de esos delitos llamados de “lesa humanidad”, que

esconden una condena a muerte en prisión.

¿Y de qué se lo acusa a Flores? En su escrito, titulado “Carta

de un condenado a muerte en Argentina”, él explica que la

acusación es, “concretamente”, por “privación ilegítima de

la libertad”.

Flores, que ingresó a la escuela de suboficiales de Córdoba

para poder estudiar la especialidad que había elegido, y sólo

permaneció tres años en la Fuerza Aérea, entre los 18 y los

20 años, cuando pidió la baja para ir a probar suerte en la

aviación civil, no fue escuchado por los miembros del

Tribunal Oral Federal No. 5 de San Martín, Marcelo Díaz

Cabral, Alfredo Ruiz Paz y Claudia Marquese Martin, que lo

condenaron a 25 años de prisión. Tampoco por los jueces de

la Cámara Federal de Casación Penal que ratificaron su

condena, ahora apelada ante la Corte Suprema.

Su único destino militar fue el amplio terreno de una base

aérea con hangares donde también funcionó un centro de

detención conocido como Mansión Seré.

Según dice Flores en su carta, dos son los fundamentos que

esgrimieron para condenarlo. Uno es que en su legajo de la

Fuerza Aérea figura “una calificación anual” firmada “por un

jefe, supuestamente participante de la guerra

antisubversiva, ya fallecido”. El otro es un testigo que se

contradijo: durante la instrucción de la causa en 2006 no lo

reconoció cuando le mostraron fotos, pero 13 años

 

después, durante el juicio celebrado en 2019,

misteriosamente sí. “Declara por videoconferencia desde

Francia, donde reside, que me reconoce como jefe de

guardia que lo cuidaba y comía con él, en la misma mesa, en

el lugar de detención”, dice Flores.

Los hechos de los que se lo acusa ocurrieron en un período

de seis meses comprendido entre agosto de 1977 y enero

de 1978, explica, para luego añadir que en ese momento él

tenía 19 años y era un cabo con apenas ocho meses de

antigüedad, ya que había egresado en diciembre de 1976.

“Con seguridad afirmo, y salta a la vista, que ese testigo fue

aleccionado, dirigido, para que diga que me reconoce, trece

años después de negar ese reconocimiento”, resalta Flores,

quien se considera un preso político.

El cambio repentino de declaración de ese testigo lo lleva al

salteño a discurrir en su carta sobre la supuesta solidez de

las evocaciones y la implantación de recuerdos, siguiendo a

varios autores, entre ellos Lucas Massaccesi y Bruno Falco,

que escribieron un artículo titulado “Hércules y la fábrica de

causas”, como así también el psicólogo Jerome Bruner y el

neurocientífico Fabricio Ballarini.

Luego de citar también al filósofo Duncan Kennedy sobre las

motivaciones que suele haber detrás de los procesos de

decisión judicial, como pueden ser las expectativas de la

comunidad o la formación ideológica de los jueces, Flores

vuelve a referirse a la Justicia argentina para denunciar que

“en este clima de verdad se inserta un relato judicial que

 

termina encarcelando a quienes la hegemonía mediática u

otras organizaciones señalan”.

“La decencia y valentía de los magistrados es puesta a

prueba por la lógica de los poderosos”, sostiene el autor de

la angustiosa carta, quien acusa a los jueces de “fallar sin

equidad, lejos de la ley justa, con juicios amañados, ilegales,

a veces hasta ridículos”. Y más adelante añade: “Dan pena,

se terminan convirtiendo en meros sicarios de la lapicera,

oscuros verdugos de patíbulo, mamarrachos”.

El salteño, que a lo largo de estos años pidió en cuatro

oportunidades que al menos le concedan el arresto

domiciliario, y todas las veces se lo negaron, expresa su

anhelo de esperar en su casa, con su familia, su esposa e

hijos, nietos y hermanos la resolución de la Suprema Corte.

“Quiero irme a mi casa vivo, pero si tengo que morir en el

intento lo haré”, asegura, antes de remarcar que si muere

“serán responsables los señores jueces del TOF 5 de San

Martín, provincia de Buenos Aires”.

“Sobre sus conciencias estará mi cadáver”, advierte.

“Destrozaron mi vida y la de mi familia, pero no les tengo

rencor”, añade.

Flores confiesa abrigar aún esperanzas de que su situación

se aclare y pueda estar finalmente con su familia, pero, si no

se le concede, esta vez está dispuesto a morir. “A lo mejor

esa es mi libertad definitiva”, especula. “Dios y la Virgen

dirán”, concluye. ¿Será oído esta vez? El reloj de arena

acaba de darse vuelta y empezó a escurrir su contenido. La

 

vida de Julio Flores se escurre junto a él, concluye

sosteniendo el autor de la nota Agustín de Betia.