Hubo –de cualquier modo– un tiempo feliz antes de la guerrilla, con la felicidad relativa a la que se puede aspirar en este mundo; con los obreros mejor pagos de América Latina; con fábricas funcionando; con una pobreza acotada que, en el peor de los casos, jamás alcanzó los niveles de miseria aberrante que hoy escandalizan a todos; con una educación pública que amalgamaba clases sociales y que, aun con sus defectos, afianzó la idea de nación y sentó las premisas de la prosperidad.

 

El terrorismo guerrillero llegó como un intruso en medio de la noche, extraño, pedante, incomprensible, y en poco tiempo llenó de sangre el suelo de la patria. Más de mil muertos civiles en atentados y casi 4500 bombas en diez años; una cifra cuyo promedio supera una explosión por día. Los culpables fueron juzgados con la ley y con las pruebas por jueces civiles que dictaban tantas condenas como absoluciones. Pero en poco tiempo los terroristas resultaron masivamente liberados, y los jueces, perseguidos y asesinados.

 

Se produjo el golpe del 24 de marzo, innecesario para enfrentar a la guerrilla, porque las Fuerzas Armadas ya estaban actuando en el marco de la ley. Pero el método de lucha no fue el mismo a partir de entonces. Del combate valeroso en Tucumán se pasó a la desaparición de personas.

 

Paradójicamente, ese sistema aberrante había sido traído por el único general comunista que tuvo el Ejército Argentino: Carlos Jorge Rosas, apodado “el Chivo”, quien lo había aprendido en la Escuela de Guerra de Francia en los 60, de los militares que libraron la guerra de Argelia. Entusiasmado, se preocupó por difundirlo entre sus camaradas y poco después llegaron los profesores de ese país. En el Estado Mayor se instalaba la Misión Francesa, con bandera y todo.

 

Con el golpe, los altos mandos desempolvaron esos conocimientos a fin de ponerlos en práctica, no sin discusiones. Desafortunadamente triunfó la posición de quienes eran partidarios del método que finalmente se empleó y al que el general Alejandro Agustín Lanusse, ya retirado, llamó “indigno de hombres que visten el uniforme de la patria”. Las desapariciones, que sumieron a las familias en la incertidumbre y el desasosiego, contaminaron a las Fuerzas Armadas, que ya no fueron las mismas después de los 70.

 

Pasaron los juicios a las juntas, la ley de obediencia debida y los indultos, solicitados en las sombras –siempre vale recordarlo– por la dirigencia montonera. Con los Kirchner y su revanchismo fingido se contaminó el resto de la sociedad. Removieron a la Corte Suprema y nombraron otra ante una aprobación asombrosamente generalizada, tras lo cual reiniciaron los juicios a los militares; no ya solo a los altos mandos, sino hasta el último cabo, hubiera o no participado de violaciones de los derechos humanos.

 

Un conocido juez federal argumentó –para justificar ese enjuiciamiento generalizado– que, durante la persecución a los judíos en Alemania, había actores que no habían desempeñado un papel directo en relación con los crímenes, pero que, como lo había escrito Hannah Arendt, eran pequeños engranajes de una maquinaria para llevar a cabo el genocidio.

 

La cita distorsionaba la palabra de la autora. El “pequeño engranaje” aludido era nada menos que Adolf Eichmann, responsable de miles de asesinatos y cuyo juicio Arendt describe con asombrosa objetividad en su libro Eichmann en Jerusalén. Y la expresión no fue una invención de la autora, sino un argumento de la defensa del propio acusado que Arendt refutó en esa misma obra.

 

Se dijo una y mil veces que se les dio a los militares la oportunidad de defenderse que ellos no concedieron a sus víctimas. La primera parte de esa premisa es falsa. Y si esa falsedad no ha trascendido lo suficiente, ello ocurrió y ocurre porque la nube tóxica del complejo de los 70 ha paralizado la palabra de una sociedad que miró hacia otro lado en aquel momento, del mismo modo que desvía la mirada en la actualidad.

 

Los tribunales mantienen actualmente a casi 600 efectivos de las Fuerzas Armadas y de las fuerzas de seguridad con prisión preventiva que oscila entre los dos y los 16 años, en flagrante violación de los tratados internacionales de derechos humanos y del principio constitucional de inocencia. Muchos de ellos merecerán las penas que sufren, pero tienen derecho a un juicio justo y a un trato humanitario.

 

¿Qué sucedería si algunos de quienes estuvieron presos durante tanto tiempo resultaran absueltos? Se trata de una pregunta retórica, porque los mismos tribunales se encargan de que no exista esa posibilidad. Ya murieron casi 700 en la cárcel. Casi todos los detenidos son mayores de 70 años, muchos de ellos con enfermedades graves, incluso terminales, que no reciben la mínima consideración; personas que se desangran en sus celdas o que yacen en ellas inflamados por los tumores o que son trasladados en medio de tratamientos de quimioterapia o llevados a declarar en condiciones inhumanas, como ocurrió con el comisario Luis Patti, a quien –paralizado– se ingresó en la sala de audiencias en una camilla. El exministro José Alfredo Martínez de Hoz, a sus 84 años, fue sacado de su casa también en camilla y trasladado a la cárcel de Ezeiza 24 horas después de una operación de columna, en un juicio en el que se había probado su inocencia más de 20 años antes. Pero desde el kirchnerismo llamaron “teatro de la crueldad” a las audiencias a las que comparecieron funcionarios de su gobierno que en poco tiempo fueron liberados por aprender a tocar el ukelele.

 

No pocos testigos reconocen no haber visto a las personas a las que señalan, pero dicen que “la memoria es un proceso de construcción colectiva”, como en un casete que repiten sin cesar y que los jueces aceptan. Así es como se contaminó la Justicia, sometida al mayor proceso de domesticación desde la restauración de la democracia.

 

Cuando años después la Corte Suprema determinó que a los militares condenados debía aplicárseles la ley del 2x1, el Congreso de la Nación, con el concurso de todos los sectores políticos, sancionó otra ley para impedirlo, en violación de los más elementales principios constitucionales. La política volvió a contaminarse.

 

La verdad es la verdad; no depende de simpatías o antipatías, de la condición moral de aquel a quien se juzga ni de la popularidad o impopularidad que se haya ganado. Pronunciarla cuando cae bien a todos o a muchos no conlleva demasiado mérito. El padre Jerzy Popieluszko, capellán del sindicato Solidaridad, de Polonia, martirizado por el régimen comunista, proclamaba ante la multitud de sus feligreses: “La verdad que no cuesta nada es una mentira”.

 

Carlos Manfroni

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