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El 2 de mayo de 1982, el mar, tranquilo, parece indiferente a lo que ocurre sobre su superficie. Las olas acarician el casco del ARA General Belgrano sin apuro, como si nada estuviera en juego. Adentro, en el interior del barco, algunos se distraen con una partida de truco, otros fuman, absortos en el techo, sin imaginar que ya han cruzado el umbral de la historia. El destino, sin avisos, ha cambiado el guión, pero nadie lo sabe. No hay sirenas, no hay explosiones, ni luces cegadoras que adviertan el impacto.

Solo un teléfono gris, uno de esos de los que ya no quedan, en la cabina del HMS Conqueror, navegando por el Atlántico con la sigilosa precisión de un yaguareté. El comandante Wreford-Brown, sin prisa pero con una calma que escuece, sostiene el tubo. Al otro lado de la línea, el almirante Sandy Woodward, con voz fría como el mar, lo autoriza a disparar. Y en ese instante, como si nada, 323 vidas se transforman en historia. Malvinas ya no es sólo un nombre, es un destino.

Primero. Portsmouth, que en el siglo XIX era una fortaleza con más cañones que habitantes, fue el orgullo naval del Imperio Británico en su apogeo. En 1982, desde ahí salió una flota rumbo a las Malvinas, pero el Conqueror no: ese submarino nuclear zarpó de Faslane, Escocia. Diseñado para enfrentar a los soviéticos en la Guerra Fría, el bicho hizo historia como el primer submarino nuclear inglés en hundir un barco enemigo con torpedos. Fueron sus únicos disparos en el conflicto, ya que después se quedó en la retaguardia, con equipos de apoyo para seguirle el rastro a los aviones argentinos.

Al volver a casa, los submarinistas izaron la Jolly Roger, una bandera que los británicos sacan tras un kill. Ese trapo está ahora en el mismo museo que el teléfono: lleva un átomo por ser nuclear, torpedos cruzados por el arma, una daga por el sigilo y la silueta del crucero que fue presa. Después, el Conqueror siguió en servicio hasta que fue dado de baja en 1990 y hoy junta óxido mientras el Ministerio de Defensa decide qué hacer con él. Sigue ahí, como esos coches arrumbados en algún rincón del Conurbano profundo, existiendo sin hacer ruido. Igual que el capitán que dio esa orden.

Segundo. Christopher Louis Wreford-Brown, el hombre de South Brent que este año cumple 80, quedó asociado al evento de por vida. “La Royal Navy me preparó para eso. Habría sido un desastre fallar”, dijo con esa frialdad inglesa que parece un mate lavado. Tras dar en el blanco, observó el humo y las llamas que confirmaron el impacto desde el periscopio. En el silencio del submarino, entendió lo que había hecho. “Es lo que pasa en la guerra”, soltó, como quien dice que llueve y hay que abrir el paraguas. Pero la vida, que siempre tiene un as en la manga, lo llevaría a un destino impensado: el tipo que hundió un barco se fue a cuidar monos.

Christopher se retiró en 1995 y, en un giro literario, agarró las riendas del zoológico de Paignton, en Devon. Quince años manejando jaulas y balances, lejos de torpedos y medallas. Cuando se jubiló en 2010, el diario local de Devon tituló: “El hombre que hundió el Belgrano se retira”. Como si todo su camino se redujera al llamado de ese día de 1982. Así, bajó el telón de su misión y su trabajo.

Tercero. Los teléfonos, esos artilugios que desviaron el curso de los días, tienen más historia de la que se cree. Está el rojo de la Casa Blanca, que vibró en 1962 cuando Kennedy y Jrushchov jugaron a la ruleta nuclear con Cuba en el medio, como refleja Stanley Kubrick en su sátira Teléfono rojo, volamos hacia Moscú. Y todo comenzó con Bell, en 1876, con su “Mr. Watson, come here.”

Desde entonces, los teléfonos se volvieron confesores, mensajeros de las voces, verdugos sin guillotina. Algunos se limitaron a anunciar trivialidades: el delivery, el remisero que no cobra la vuelta, o el tío que llama justo a la hora del asado. Otros, como el del submarino inglés, dijeron cosas que no tenían vuelta atrás. Hoy, ese teléfono gris del Conqueror, tan insignificante y tan crucial, reposa en el Museo Naval de Portsmouth.

Día tras día, rodeado de turistas que se sacan selfies, ajenos a que ese aparato aún guarda en su cuerpo de plástico el eco de la orden. Curiosamente, el objeto que mandó a cientos al fondo, sin posibilidad de retorno, no tiene un solo botón para pedir perdón. Silencioso, descansa, pero no inocente. Un Dios menor que ya pronunció su última sentencia y se quedó sin tono.

El Conqueror, de cazador a espía

Resulta que el Conqueror, después de mandar al fondo al General Belgrano en las Malvinas, no se fue a descansar a un pub inglés. No, señor. A las ocho semanas ya estaba metido en otro lío, esta vez robándole un chiche electrónico a los rusos. Porque, claro, ¿para qué conformarse con una guerra si podés sumarle una misión de espionaje estilo película de James Bond, pero con más té y menos glamour?

Operación «Cortá el cable y salí corriendo»: La misión, llamada Operación Barmaid (sí, como la de los bares), consistía en cortar un cable de acero de tres pulgadas sin que los rusos se dieran cuenta. Usaron unas pinzas especiales, como si fueran unos cirujanos submarinos, pero con más nervios y menos anestesia. El submarino tuvo que arrimarse tanto al barco espía que casi le pisan la cola. Un error y los rusos los invitaban a un viaje gratis (al fondo del mar).

El botín de guerra. Lo que robaron no era un simple cable: era un sistema de hidrófonos que los soviéticos usaban para escuchar submarinos. O sea, ingleses y yanquis querían saber por qué los rusos los escuchaban mejor que su suegra con los chismes. La misión fue tan secreta que ni Defensa británica quiso hablar… Pero a algún marinero se le escapó la historia mientras tomaba una pint y gritaba un gol del West Ham en Londres.

Sandy, el almirante de Hierro

Sandy Woodward no era de los que dudaban. Cuando la inteligencia británica detectó que el Belgrano y sus destructores —armados con misiles Exocet— podían cerrar una «tenaza» contra la flota inglesa, no titubeó: «Había que sacar una garra de la pinza». Y lo hizo, aprobando el disparo de los torpedos del HMS Conqueror. Tras la victoria, fue condecorado como Caballero del Imperio Británico. Murió en 2013.