La paz social es una condición para cualquier gobierno que se proponga un mejor futuro. Pero lo es aún más si inevitablemente deberá transitarse por una gestión en que la ciudadanía deba enfrentarse a una realidad más sacrificada que la aparente bonanza material que fue posible con la inmensa ayuda de fortísimos vientos externos favorables.

 

Porque la confrontación ya no podrá ser un instrumento de poder. Es imprescindible volcar los esfuerzos y las esperanzas hacia un futuro que deberá construirse con todos los argentinos. Con más razón, por los tiempos difíciles que se avecinan, se hace necesaria la pacificación y la reconciliación, y un sereno entendimiento.

 

Una condición esencial es superar una permanente mirada hacia el pasado, teñida de interpretaciones sesgadas, asimétricas y vengativas. Esto no se logrará pretendiendo reconstruir la historia según el color de un dogmatismo faccioso del presente, que omite una mitad de los hechos según su particular ideología e intereses.

 

Menos aún podrá cultivarse la paz interior si esta visión hemipléjica y plagada de odios se introduce en las aulas escolares, en las universidades y en los medios de comunicación. Por el contrario, las mentes de nuestros jóvenes deben poder analizar los hechos pasados con mayor objetividad que sus mayores, muchos de los cuales todavía conservan recuerdos dolorosos de los momentos vividos en las últimas décadas

 

Con esta misma desviación, se ha presionado políticamente a la Justicia para que ésta actúe vulnerando principios que deben regirla y que nunca debieron abandonarse. La declaración de la nulidad de las leyes de obediencia debida y punto final rompió con el principio legislativo de que las leyes se derogan o se modifican, pero no se anulan. A partir de allí, quedaron arrasados los principios de irretroactividad de la ley penal, cosa juzgada y aplicación de la ley penal más benigna. De esta forma, se ha llevado a prisión a más de 1000 miembros de las Fuerzas Armadas y de seguridad, mientras esta misma justicia no ha alcanzado a los terroristas que estas fuerzas combatieron.

 

La lectura correcta de la historia exige una visión integral y comprehensiva de los acontecimientos de violencia extrema de la década del setenta. La magnitud de las acciones del terrorismo subversivo en la Argentina superó a la de otros países de la región y también de otras latitudes. Las organizaciones armadas llegaron a contar con más de 10.000 combatientes, con apoyo externo. En un país altamente urbanizado como el nuestro, esto se tradujo en abrumadoras prácticas terroristas en las ciudades.

 

El terrorismo atacó al gobierno constitucional encabezado por el propio Juan Domingo Perón, quien optó por la represión ilegal a través de una fuerza parapolicial, la Triple A. Más tarde, ante el desborde de la violencia y el clamor ciudadano, el gobierno constitucional de Isabel Martínez de Perón ordenó a las Fuerzas Armadas aniquilar el accionar subversivo.

 

Al elegir los métodos para llevar adelante esa orden, se descartó la creación de un tribunal especial y se optó por privilegiar la eficacia y la urgencia, sin medir debidamente las consecuencias que ello tendría en la generación de excesos y la violación de derechos humanos. La lucha antisubversiva tomó el carácter conocido que luego desdichadamente iba a continuarse con el gobierno militar que se inició en marzo de 1976.

 

La represión nació como una reacción ante una acción previa, y las violaciones a los derechos humanos fueron una indebida y condenable consecuencia de la que la sociedad argentina aún se repone.

 

El gobierno constitucional de Raúl Alfonsín enjuició a las juntas militares y, aunque en forma limitada, a los dirigentes de la guerrilla. Pero no pudo evitar que los tribunales federales avanzaran en el enjuiciamiento de miembros de menor jerarquía, incluyendo suboficiales y policías. Esto llevó a levantamientos castrenses y finalmente a la sanción por el Congreso de las leyes de punto final y obediencia debida. La extinción de las causas penales fue muy abarcativa y alcanzó también a terroristas. Posteriormente, Carlos Menem dictó los indultos, tanto a militares como a subversivos.

 

Sin embargo, en estos últimos ocho años se desanduvo fuertemente este camino. El presidente Néstor Kirchner presionó sobre el Parlamento y la Justicia para la anulación de las citadas leyes y de los indultos. Apareció entonces la figura de la imprescriptibilidad por la calificación de lesa humanidad, pero sólo para una de las partes. A partir de allí se condenó a militares y policías sobre la base de leyes sancionadas posteriormente a los hechos juzgados, al tiempo que se prolongaron y se siguen prolongando centenares de prisiones preventivas sin condena, por plazos superiores a los que la ley admite. No se aplicó el mismo tratamiento a los crímenes del terrorismo organizado. De esta forma la justicia pareció convertirse en venganza demorada. Tampoco las víctimas del terrorismo han tenido justicia ni reconocimiento.

 

Las rémoras ideológicas que tomaron impulso oficial en los últimos años han generado también una suerte de aversión a todo lo que se parezca al mantenimiento del orden público o a la legítima represión del delito común. El piqueterismo y la inseguridad ciudadana se han convertido en factores adicionales de disociación social, y siguen creciendo en todo el país.

 

Así como fue imprescindible que las fuerzas armadas entendieran para siempre que debe ser respetado el poder civil emanado de la Constitución, también es necesario que la sociedad civil recupere el respeto hacia ellas en la seguridad de la paz.

 

En definitiva, la Argentina está profundamente dividida y exasperada. Ningún país puede proponerse objetivos y acuerdos superadores en estas condiciones. La reconciliación y la pacificación interior son una condición esencial, para lo cual es menester que en el poder político se abra un período de serena reflexión, con vistas a un pronto diálogo..