En su libro ¡Viva la Sangre!, Ceferino Reato planteó que hasta Graciela Fernández Meijide, sufrida madre de un desaparecido, había sido acusada de favorecer a la derecha por Eduardo Luis Duhalde, entonces secretario de Derechos Humanos, por exigir “el nombre, el apellido; el máximo de identidad posible para encarnar a cada una de las víctimas”. No necesariamente desde la derecha se ha cuestionado aquel número.

A la fecha, la profusa documentación existente contabiliza tres informes oficiales y un monumento que registran la lista de muertos y desaparecidos en los años sangrientos. El primero, el Informe de la Conadep, de 1984, conocido como el Nunca Más y prologado por Ernesto Sábato, incluye 8961 denuncias de desaparición de personas, entre 1969 y 1983.

El informe de la Secretaría de Derechos Humanos, de 2006, excluye 2549 casos de los anotados por la Conadep e incorpora otros 1956 nuevos. Detalla un total de 8368 casos en el periodo 1969-1983, entre desaparecidos y víctimas de ejecuciones sumarias. Algo similar ocurre con el tercer informe, el Registro Unificado de Víctimas del Terrorismo de Estado (Ruvte), de 2015, en el que muchos de esos nuevos casos incorporados en el 2006, fueron llamativamente eliminados.

Para comprender el presente y cerrar las heridas que nos dividen, debemos volver sobre la historia y los documentos que dan cuenta de lo ocurrido

El informe de 2015 constituye el listado corregido y actualizado de muertos y desaparecidos entre los años 1966 y 1983, actualizado a septiembre de 2015. Presenta 8631 casos ordenados alfabéticamente, con la precisión de que incluye 7018 víctimas de desapariciones forzadas y 1613 de asesinatos. En el Parque de la Memoria, a cargo del gobierno de la ciudad de Buenos Aires, y emplazado desde 2007 en la Costanera Norte, frente al Río de la Plata, se registran 8751 casos de muertos y desaparecidos.

Todos estos registros constituyen una rotunda rectificación del mito de los 30.000 desaparecidos, aunque son la trágica sustancia contable de una guerra sucia, que devoró a argentinos y extranjeros por la acción de bandas terroristas asociadas de consignas marxistas y la consiguiente represión brutal del terrorismo de Estado.

En aquel citado libro, Reato señala también que Héctor “Toto” Schmucler, padre de Pablo, quien está desaparecido, fue acusado de “hacerle el juego al enemigo” por haber reflexionado críticamente sobre la falsedad del mito de los 30.000 desaparecidos. Según Schmucler –dice Reato–, habremos logrado un avance apreciable cuando ocurran cuatro cosas: “Que no sea necesario, para afirmar la absoluta criminalidad de la desaparición, negar la eventual militancia, incluso en la guerrilla, de las víctimas; se comprenda que aun una persona que mató merecía un juicio justo y, por supuesto, no debía ser torturado; tengamos un listado exhaustivo de las víctimas y podamos debatir libremente sobre el pasado sin la impugnación de favorecer a la derecha o al enemigo”.

Se impone preguntarnos, entonces, ¿por qué los exégetas complacientes con las autodenominadas Organizaciones Político Militares (OPM) de la década de 1970 se han ocupado tan a menudo de ocultar la filiación política de los muertos y desaparecidos? ¿Y por qué se ha procurado borrar de la memoria colectiva a las víctimas del terrorismo, entre ellas las miles de vidas que cayeron por su acción despiadada?

Los argentinos nos debemos un debate libre sobre el pasado sin que nadie sienta temor a ser acusado de favorecer a la derecha o a la izquierda

Suprimidas las víctimas, se suprime también a los victimarios que vuelven a constituirse como la “juventud maravillosa” de Juan Domingo Perón que había combatido a gobiernos militares anteriores a la llegada de Héctor Cámpora a la Casa Rosada. No importó que para ello hubiera que ocultar que esos “jóvenes idealistas” del PRT-ERP, Montoneros y de otros grupos afines le declararon la guerra al mismísimo Perón durante su última presidencia, entre 1973 y 1974. Perón contestó públicamente que debían ser “exterminados”, y ya muerto él, el gobierno de su mujer, María Estela Martínez de Perón, dispuso el “aniquilamiento” de la subversión.

Sin víctimas y sin victimarios, se suprimió también la “guerra revolucionaria” que marcó aquella década, a pesar de que la Cámara Federal que condenó a miembros de las juntas militares en 1985 la declaró como un hecho notorio e indiscutible. Era lo que se necesitaba para convertir convenientemente a los terroristas en “perseguidos políticos” a fin de construir al servicio del presente un relato falso sobre el pasado y justificar los millonarios resarcimientos que siguieron y, de paso, una letra para utilizar en la arena política.

Los listados de las víctimas de la represión estatal existen. Quien diga lo contrario, miente. Para afirmar la criminalidad de las desapariciones no es necesario negar la eventual militancia o participación de las víctimas en la guerrilla. Nadie se atrevería a poner en duda que una persona que mató debe tener un juicio justo y que no puede de ninguna forma ser sometido a torturas.

Para comprender el presente y cerrar las heridas que nos dividen debemos volver sobre la historia y los documentos que dan cuenta de lo ocurrido. Los argentinos, por respeto también a las jóvenes generaciones, nos debemos un debate libre sobre el pasado sin que nadie sienta temor a ser acusado de favorecer a la derecha o a la izquierda. Es un ejercicio de grandeza que nos reclaman personas como Graciela Fernández Meijide y los “Toto” Schmucler, además de las víctimas del terrorismo que aún no recibieron reconocimiento ni reparación; mucho menos, justicia.

Hay razones para descalificar un proyecto por el cual se sanciona el acto de minimizar delitos

Dejamos en su momento constancia de nuestro juicio crítico por la prohibición a los funcionarios del gobierno provincial, sancionada por la Legislatura bonaerense, de sostener otro número con referencia a la tragedia de los setenta que el de 30.000 desaparecidos. Tenemos iguales razones para descalificar la seriedad de un proyecto del senador Alfredo Luenzo, de Chubut, por el cual se sanciona el acto de minimizar los delitos de genocidio.

Si entiende como tal cosa la discusión de una cifra originada en la voluntad de llamar la atención de la opinión internacional, objetamos desde ya la iniciativa, sin perjuicio de otras reservas. Por dañar a la libertad de expresión, instaurar un instrumento propio de los apologistas del pensamiento único y hasta por subordinar a la superstición de un número el núcleo central de una de las horas más tenebrosas de la historia política argentina: la muerte absurda de argentinos, de uno o de miles, a raíz de la mecha encendida por el nihilismo perverso con el que se quiso convertir a la Argentina en otra Cuba castrista.

Después de más de sesenta años de tiranía en la empobrecida isla los resultados están a la vista de quienes quieran verlos.