Se habla habitualmente de perspectiva de género. Pero tal designación no es la que en realidad corresponde a esa manera de pensar. Le cabe mejor el nombre de ideología. La perspectiva es el punto de vista determinado desde el cual los objetos se presentan al espectador, especialmente cuando están lejos. El discurso sobre el género es una ideología; así se llama el conjunto de ideas fundamentales que caracteriza el pensamiento de una persona, colectividad o época, que en este caso pretende fijar con ambición de totalidad una posición antropológica, en especial la relación de la dimensión biológica del ser humano y su comportamiento con la cultura que lo envuelve y en la cual vive. Con todo, cabría hablar de perspectiva de género según la acepción 4 que ofrece el Diccionario de la Real Academia Española: «Apariencia o representación engañosa y falaz de las cosas», ya que la abrumadora e invasiva propaganda para imponer ese discurso induce a tener por cierto lo que no lo es. Por otra parte, el término ideología suele recibir en el uso una connotación negativa, que en el caso que nos ocupa se justifica plenamente.

El movimiento feminista, que desde el siglo XIX abogaba por revalorizar el papel de la mujer en la sociedad, fue radicalizándose hasta el extremo, asumiendo posturas contrarias a la identidad femenina hasta despreciarla completamente. Muchas veces he citado a Simone de Beauvoir, una de las más destacadas protagonistas del movimiento: «Mujer no se nace, se hace». Según ella, la mujer es un término medio «entre el macho y el castrado». De esos planteos procede la ideología de género.

Según esta manera de pensar, claramente expresada por sus autores y fautores, las diferencias biológicas, psicológicas y espirituales entre varones y mujeres, no cuentan; lo decisivo es lo que cada uno siente y quiere ser. No existe una naturaleza humana, una naturaleza de la persona varón que establece la condición varonil, y una naturaleza de la persona mujer, de la que se sigue la condición femenina. No hay dos sexos, varones y mujeres, sino diversos géneros según la percepción subjetiva de cada persona; el número de géneros es variable, y ha ido aumentando en virtud de una inventiva extravagante. El Estado debería reconocer la decisión de cada uno de cambiar su sexo por el género autopercibido, apoyarlo y dotarlo de un nuevo documento de identidad que oficialice su nueva situación en la sociedad. Lo decisivo sería la cultura, que modela y construye el rol a desempeñar según nuevos paradigmas en los que el sexo y la configuración corporal correspondiente es desplazado por la autopercepción subjetiva que lleva a cambiar libremente lo recibido de la naturaleza. Cada uno sería no lo que es, sino lo que autopercibe que es; además, dispone del recurso a la cirujía o a la ingestión de hormonas.

En la ideología de género se desposan el constructivismo gnoseológico, moral y social, y la dialéctica marxista, presente en la oposición agresiva varón - mujer propia del feminismo extremo y en la antinatural superación de la duplicidad humana originaria, en el invento subjetivista de los géneros. La naturaleza que nos ha sido dada está bien hecha: el cuerpo del varón y el de la mujer ajustan perfectamente el uno en el otro, y también sus almas. Esta es la realidad de la creación.

Un eminente biblista, el padre Horacio Bojorge, SJ, en su libro «Varón y mujer. Entre designio divino y abolición demoníaca», establece la traducción correcta del texto hebreo del versículo 18 del segundo capítulo del Génesis, que hay que leer: «No es conveniente que el ser humano (Adam) conste de uno solo, le haré un complemento». Según este bellísimo pasaje, así discurre el Creador consigo mismo al sacar de la nada al hombre. El varón, ish, y la mujer, ishah (varona) constituyen una unidad complementaria (cf. Gén 2, 23). En la catedral de Monreale (Sicilia), un mosaico del siglo XIII registra la escena: el Creador toma de la mano a la mujer y la presenta al varón, que la recibe con los brazos abiertos; «¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!». Es notoria la expresión de gozo; uno y otra participan de la misma condición y destino, el amor y el atractivo mutuos fundan la naturaleza originaria de la familia.

En la Sagrada Escritura se encuentra la fuente de la auténtica dignificación de la mujer, que es, en la historia obra del cristianismo. San Pablo enuncia una ley en la que reluce una especie de feliz «simetría asimétrica». Dice el Apóstol: «Las mujeres deben respetar a sus maridos»; «maridos, amen a su esposa» (Ef 5, 22), «como a su propio cuerpo» (ib. 28), porque «el que ama a su esposa se ama a sí mismo». Los esposos han de vivir sometidos el uno al otro, en una reciprocidad que atiende a la identidad propia del varón y de la mujer; el verbo empleado es hypotásso, que significa subordinarse, referirse uno al otro, como poniéndose detrás, en su seguimiento. Respetar, reverenciar, tomar en consideración, se expresa con el verbo phobéo, temer. Amar, la obligación del marido, no se refiere al sentimiento natural o a la pasión, sino al amor cristiano, a la caridad que es participación en el amor de Dios; el verbo agapân es el mismo que expresa el amor de Cristo por la Iglesia, que le está sometida (hypotássetai). El matrimonio, concluye el Apóstol, es un gran misterio (tò mysterion toûto méga estín, Ef 5, 32), es la realidad divino-humana del sacramento.

La tradición cristiana ha desarrollado estos principios a lo largo de los siglos, encarnándolos en la cultura de las distintas épocas, en situaciones muchas veces azarosas. Juan Pablo II ha ofrecido a la Iglesia y al mundo contemporáneo un amplio magisterio sobre el amor esponsal y la sexualidad humana, y abordó el desafío de los feminismos en su encíclica Mulieris dignitatem. Cito finalmente un pasaje del discurso que el Papa Pío XII dirigió a los recién casados en una audiencia del 11 de marzo de 1942: «La esposa viene a ser como el sol que ilumina a la familia... Sí, la esposa y la madre es el sol de la familia. Es el sol con su generosidad y abnegación, con su constante prontitud, con su delicadeza vigilante y previsora en todo cuanto puede alegrar la vida a su marido y a sus hijos. Ella difunde en torno a sí luz y calor; y si suele decirse de un matrimonio que es feliz cuando cada uno de los cónyuges, al contraerlo, se consagra a hacer feliz, no a sí mismo, sino al otro, este noble sentimiento e intención, aunque los obligue a ambos, es sin embargo virtud principal de la mujer, que le nace con las palpitaciones de madre y con la madurez del corazón; madurez que, si recibe amarguras, no quiere dar sino alegrías; si recibe humillaciones, no quiere devolver, sino dignidad y respeto, semejante al sol que con sus albores alegra la nebulosa mañana, y dora las nubes con los rayos de su ocaso». ¿Qué ha quedado de esas bellas realidades al cabo de 75 u 80 años?.

La ideología de género representa una última etapa del proceso de descristianización y deshumanización de la cultura y la sociedad; aborrece el matrimonio, la familia, el hogar, y masculiniza a la mujer, desfigurando su identidad. Significa destrucción, ruina.

La abolición del hombre, sobre la que escribió bellamente Clive Staples Lewis, se cumple en la ideología de género. Bojorge habla de «abolición demoníaca», y con toda razón. Hay mucho de misterioso en el proceso moderno de desacralización del varón y la mujer, del sexo, la familia y la sociedad. Desacralización equivale a deshumanización. Detrás de esos conatos, inspirándolos, se encuentra aquel que es «homicida desde el principio» (anthropoktónos, asesino del hombre), «mentiroso (pséustes) y padre de la mentira» (Jn 8, 44), como lo llama Jesús.

Joseph Ratzinger - Benedicto XVI escribió en su libro La sal de la tierra:

«La pretendida revolución contra las formas históricas de la sexualidad culmina en una revolución contra los presupuestos biológicos. Ya no admite que la naturaleza tenga algo que decir, es mejor que el hombre pueda modelarse a su gusto, tiene que liberarse de cualquier presupuesto de su ser: el ser humano tiene que hacerse a sí mismo según lo que él quiera, solo de ese modo será libre y liberado. Todo esto, en el fondo, disimula una insurrección del hombre contra los límites que lleva consigo como ser biológico: se opone, en último extremo, a ser criatura. El ser humano tiene que ser su propio creador, versión moderna de aquel seréis como dioses: tiene que ser como Dios».

El pontífice señala también que la ideología de género es «la última rebelión de la criatura contra el Creador», y tiene una consecuencia inmediata en el orden cultural y de la organización social: al repudio de la dualidad natural varon - mujer se sigue la negación de la realidad natural de la familia, que no es una invención cultural de la evolución histórica, sino un dato originario, obra de la creación de Dios.

Si no existe una naturaleza humana, tampoco hay comportamientos objetivos universalmente válidos, preceptuados por una ley inscripta en la conciencia del hombre en la que se expresa su dignidad. La cultura que se va imponiendo globalmente y que cuenta con medios poderosos para su difusión, intenta la destrucción de la familia especialmente promoviendo la homosexualidad, y suscitando la curiosidad de los jóvenes de probar nuevas experiencias en un contexto de «revolución sexual». Es una nueva versión de la vida pagana que reprochaba ya el Apóstol Pablo como pasiones ignominiosas (páthē atimías), inversión del uso natural (ten physiken jresin), en el contrario a la naturaleza (parà phýsin), obrando torpezas varones con varones (ársenes en ársesin), Rom 1, 26s; igualmente señalaba entre otros desvíos el de los afeminados (malakói) y pervertidos (arsenokôitai, literalmente: «varones que tienen coito con varones»), 1 Cor 6, 9. Recurro, para actualizar estos juicios, a una autoridad insospechable, Sigmund Freud, quien en en «Introducción al psicoanálisis» califica de perversiones e impudicias, entre otras conductas, a la sodomía y el onanismo, porque frustran la finalidad principal de la actuación sexual, la comunicación de la vida. La estrategia a nivel mundial incluye inocultables designios políticos, la imposición imperialista del reino de la sinrazón, de los cuales los dirigentes de las naciones se hacen cómplices por interés, ignorancia, negligencia o malicia.

En la Argentina, el presidente anterior, hablando ante un grupo de mujeres del G20, proclamó que en nuestro país «rige transversalmente la ideología de género» (él dijo «perspectiva»), y se jactó de haber sucitado el debate para una legalización plena del aborto. Transversalmente: en todo el territorio, en todas las actividades. La Ciudad Autónoma de Buenos Aires, declarada gay friendly,marcha a la cabeza en la promoción de la homosexualidad por la decisión de su gobierno.

El Estado argentino se caracteriza desde hace décadas, y con gobiernos de diverso signo partidario, por una inclinación al autoritarismo, aun en contra de los derechos y garantías tutelados por la Constitución Nacional. Con el gobierno actual, la inclinación al autoritarismo se ha agravado como pretensión totalitaria; la consigna es «¡Vamos por todo!». El Episcopado ha sido muy sensible y activo en la denuncia de las situaciones de pobreza e indigencia, que han crecido enormemente en el período democrático que va de 1983 a la actualidad, cuando el índice se acerca al 50 por ciento de la población; en un país que podría alimentar a cuatrocientos millones de personas. La escandalosa corrupción de los funcionarios y de los amigos del poder, el peso del aparato estatal y el costo de la política son causa principal de la decadencia argentina. En mi opinión, los colegas no han mostrado la misma preocupación por las cuestiones antes señaladas, los problemas de moral social, la cultura, el laicismo agresivo del Estado y los avances contra la libertad de educación y de culto, esta última gravemente menoscabada so pretexto de cuidar la salud de la población con motivo de la pandemia que sufrimos.

Dentro de la burocracia estatal contamos con un Ministerio de Mujeres, Géneros y Diversidad, en cuyo ámbito funciona una Secretaría para la Promoción de Masculinidades (!). Como si la dicha burocracia no fuera frondosa ya, y de elevadísimo costo, acaba de crearse un Gabinete Nacional para la Transversalización de las Políticas de Género, cuya finalidad es «garantizar la incorporación de la perspectiva de género en el diseño e implementación de las políticas públicas nacionales», que incluirá tanto el componente presupuestario como de gestión y ejecución«. Pero existen otras iniciativas que responden a la misma intencionalidad, algunas de ellas ya concretadas y en plena vigencia.

Se ha tornado obligatorio el uso del así llamado »lenguaje inclusivo« en documentos públicos. El Presidente de la Nación, que carece del sentido del ridículo, habla de »todos, todas y todes«, y cuando se dirige a los jóvenes los llama »chicos, chicas y chiques«. Ideología e ignorancia marchan de la mano. El masculino es en español »género no marcado«; en la designación de personas y animales, los sustantivos de género masculino se emplean para referirse a los individuos de ese sexo, pero también para designar a toda la especie, sin distinción de sexos, sea en singular o en plural. El uso genérico del masculino incluye a los individuos femeninos. Existe una tendencia en el lenguaje político, administrativo y periodístico a construir series de sustantivos de persona que manifiesten los dos géneros y así usar un circunloquio innecesario, por ejemplo: argentinos y argentinas, sin advertir que el empleo del género no marcado es suficientemente explícito para abarcar a los individuos de uno y otro sexo. Pero »todes« y »chiques« no existen en nuestra lengua.

En una reciente nota editorial, el diario »La Nación«, de Buenos AireS, revela los proyectos del actual gobierno para imponer la ideología de género, con el pretexto de la »ampliación de derechos de diversas minorías«. Ya rige la obligación de un cupo femenino del 50 por ciento en las listas de candidatos a cargos electivos. Podría uno preguntarse por qué limitar esa participación si hubiere, por ejemplo, un 75 por ciento de mujeres más capaces que los varones para desempeñar la función legislativa, teniendo en cuenta que la Constitución Nacional, en su artículo 16, prescribe que todos los habitantes de la Nación Argentina »son iguales ante la ley y admisibles en los empleos sin otra condición que la idoneidad«. Hay proyectos parlamentarios tendientes a garantizar otros derechos a las minorías sexuales.

El partido de la oposición presentó un proyecto para sumar a las categorías de »hombre« y »mujer« en el Documento Nacional de Identidad otra no binaria cuyo nombre aún no fue determinado; por su parte, el oficialismo impulsa una ley integral de transgénero. La Secretaría General de la Presidencia de la Nación ha elaborado un protocolo para incorporar la perspectiva de género a las audiencias presidenciales. »De ahora en más -leemos en el editorial de «La Nación»- se exigirá que quienes se entrevisten con el jefe del Estado en un número mayor de cuatro personas deberán asegurar la participación de al menos el 33 por ciento de mujeres y de LGBT en esa comitiva. Si la representación no cumpliera con esos requisitos, oficialmente se les recordará tal exigencia para que realicen las modificaciones necesarias«. Esta delirante disposición muestra la influencia del lobby LGBT en la estructura del Estado, en la cual se ha infiltrado. La Inspección General de Justicia ha impuesto una decisión inconstitucional que viola el derecho de asociarse libremente: todas las sociedades y entidades sin fines de lucro por crearse deberán integrar en sus directorios o cuerpos una cuota de mujeres idéntica a la de hombres. Sigue el malévolo absurdo: el Banco Nación deberá cubrir, al menos, el uno por ciento de su planta de empleados con personas travestis, transexuales y transgénero durante los próximos procesos de selección de personal. De manera escalonada, ese porcentaje deberá llegar al cinco por ciento del total de ingresantes por semestre. El editorial que he citado concluye, sensatamente, »que no se imponga lo que debe surgir naturalmente de una base sociocultural debidamente desarrollada, tendiente a asegurar que cualquier persona se postule por sus méritosy no por su condición sexual«. Conclusión mía: si se cumpliera el único requisito constitucional, probablemente la Argentina no se vería hundida en la miseria, el atraso y la corrupción como lo está hoy.

Paso a considerar ahora el problema de la educación sexual, ámbito en el cual desde hace por lo menos una década campean el constructivismo gnoseológico y la ideología de género, una situación que se ha ido agravando progresivamente por las presiones totalitarias del Estado. Se ha divulgado muchas veces que la Iglesia está en contra de la educación sexual. Es esta una afirmación calumniosa e interesada. Lo que no podemos aceptar, obviamente, es que un aspecto fundamental de la formación de la personalidad se reduzca a transmitir información parcializada, y a instruir sobre el «cuidado» que consiste en el uso de anticonceptivos y preservativos, para animar a los adolescentes a fornicar alegremente. Se la llama Educación Sexual Integral (ESI), pero con mayor exactitud debería llamarse Perversión Sexual Integral (PSI), ya que al constructivismo se suma la ideología de género, negadora de la naturaleza humana y promotora de las aberraciones sexuales.

En la Provincia de Buenos Aires, la ley 14.744, sancionada hace casi una década, fue agravada por disposiciones ulteriores. Los ministros de Educación y los legisladores ignoran la Constitución provincial, vigente desde 1994, que en su artículo 199 prescribe: »Los escolares bonaerenses deberán recibir una educación integral, de sentido trascendente y según los principios de la moral cristiana, respetando la libertad de conciencia«. La norma vale, por supuesto, para los establecimientos estatales, donde nunca ha sido respetada; y en cambio son continuas las presiones sobre las escuelas y colegios católicos poniendo obstáculos para el desarrollo de una educación para el amor, la castidad, el matrimonio y la familia. Pero reconozcamos que la grave crisis de la Iglesia, con la archiconocida difusión de errores dogmáticos y morales, hace difícil muchas veces el cumplimiento de ese ideal irrenunciable en nuestras instituciones de enseñanza. Contemporáneamente, en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (la Capital Federal) se puso en circulación un programa de internet titulado »Chau tabú«; el »tabú« es la concepción natural y cristiana de la sexualidad. El autor del engendro ha sido un conocido militante gay.

Si ha de tratarse de verdadera educación, y si esa temática debe extenderse transversalmente a varias materias del currículo, tiene que fundamentarse en una concepción integral de la persona humana, su dimensión ética y las finalidades esenciales de la función sexual. Lamentablemente, también en esta área se desliza el constructivismo: la sexualidad suele ser presentada como una construcción histórica y sociocultural, según la ideología de género, con desprecio de la unidad viviente que es el ser humano, varón o mujer, unidad en la que se verifica una continuidad entre la esfera biológica, la dimensión psicológica y la espiritual. Sobre esta estructura de la Creación se apoya el don de la gracia, que la eleva al plano sobrenatural y otorga fuerzas para vencer la entropía, las vueltas del pecado. El influjo de los medios de comunicación es deletéreo, ahora agravado por el anonimato y la extensión sin límites de las redes; el acceso a la pornografía está a la mano de los niños, a través del telefonito o la táblet. Los artistas y las periodistas se suman a la difusión del mal, salvo raras excepciones.

Las disposiciones oficiales proponen para la educación sexual escolar un »enfoque de derechos« -así lo proclaman- es decir, se presenta a los niños y adolescentes el »derecho al sexo« como un derecho humano, y concretamente, a decidir tener o no tener relaciones sexuales libres de todo tipo de coerción, y a no sufrir ninguna consecuencia indeseada de esas relaciones. Ni amor, ni responsabilidad, ni matrimonio, ni familia como proyecto de vida. No se puede aceptar, asimismo, que el Estado se arrogue la potestad de entrometerse en un ámbito tan íntimo de la formación personal sin la participación de los padres de los alumnos. Pienso singularmente y con viva preocupación, en los niños y adolescentes que frecuentan las escuelas de gestión estatal, muchísimos de ellos bautizados, de cuya suerte los pastores de la Iglesia no pueden desentenderse. Todo se complica a causa del desbarajuste de la realidad familiar, las frecuentes separaciones y divorcios, que dejan un tendal de huérfanos de padres vivos. Añádanse los efectos culturales del »matrimonio igualitario«, la adopción de niños por parejas del mismo sexo, y la fabricación de hijos mediante la donación o compra de gametos y el alquiler de vientres. No se me oculta que las calamidades señaladas existen en muchos países del mundo, que algún día fueron cristianos, pero la impávida constatación del »mal de muchos« solo sirve como »consuelo de zonzos. ¡Qué paradoja: tenemos que admirar al Islam, que conserva el respeto a la realidad de la Creación!.

El totalitarismo del gobierno argentino incluye una policía del pensamiento, el Instituto Nacional de la Antidiscriminación (INADI), que ya existía bajo gobiernos anteriores, invariablemente dirigido por gente de izquierda. Por lo que acabo de escribir, yo podría ser denunciado ante este organismo, y eventualmente ser sometido a juicio e ir a parar a la cárcel. Después de todo, me resultaría divertido.

+ Héctor Aguer, arzobispo de La Plata

Viernes 28 de agosto de 2020.

Memoria de San Agustín, Obispo y Doctor de la Iglesia.